_
_
_
_
Tribuna:LECTURAS DE VERANO
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Herédame / y 2

Félix de Azúa

ANTES DE cenar volvió a mirar el retrato. La casa estaba en silencio, pero podía oír el entrechocar de cacharros que producían los criados recogiendo la mesa. Se sintió abrigado y fuerte. Le habría gustado fumar, pero no fumaba. ¿Fumaría su tío? En la casa no había ceniceros. Entonces vio la fecha de la pintura. No había reparado antes en ella porque no estaba junto a la firma del autor, sino en la esquina izquierda, en oro, y disimulada junto a los bordados de la bocamanga. La fecha era 1918.Aquella noche se despertó sobresaltado por una pesadilla matemática. A través de la bruma de la somnolencia pensó torpemente que, siendo así que corría el año de 1974, y que el cuadro había sido pintado en 1918, cuando su tío tenía 30 años de edad, la muerte le vino a los 86. ¿Por qué entonces el párroco había dicho que don Epifanio era nonagenario? ¿Y por qué Máximo dijo qué le conocía desde hacía 47 años? Si llegó con 30, eso hacen 77. ¿Y por qué el médico habla de 40 años de tratamiento? Aquí nadie sabe la fecha exacta en que llegó mi tío. No la sabe o la ha olvidado. De pronto comprendió que eran tonterías, y se durmió de nuevo.

Pero por la mañana la inquietud no le había abandonado. Nadie podría explicar cómo se desarrolló aquella sospecha cuyo nacimiento casual, fortuito, fruto de una mala digestión, iba a tener tan rápida expansión. Epifanio la cultivó, la alimentó con materiales ruines, minúsculos; gestos imperceptibles, conciliábulos, secretos, conspiraciones creadas por un espíritu obseso. El caso es que el día siguiente amaneció nublado. En cuanto vio aparecer a Máximo, salió a su encuentro decidido a no someterle a prueba alguna. Tenían que visitar unos campos de labranza de la parte sur, y los molinos de aceite así que subieron al Citroën y partieron con prisa.

UN PROFUNDO DISGUSTO

Epifanio escuchaba las explicaciones de Máximo, distraído y absorto al mismo tiempo. Al contemplar aquellas extensiones inexpresivas, presas del sol y del agua, perforadas por animales cuyo nombre desconocía, alimentadas con excrementos, trabajadas por bestias ignorantes del fin de su esfuerzo, sentía un profundo disgusto. Todo tan igual que el año pasado, y que el anterior. Siempre recomenzando, siempre la misma manzana en el mismo árbol, siempre el mismo topo en el mismo campo. Una eternidad muerta, una inmortalidad sin vida. Como ellos.

-¿A qué edad murió mi tío? -le preguntó a Máximo, así, de sopetón-. ¿A qué edad exactamente? Es posible que tantas semejanzas encierren una amenaza. Quizá yo viva lo mismo que él.

Miró a Máximo por el espejo retrovisor. Sólo veía los ojos, y no expresaban nada.

-Quizá yo esté destinado a abandonar los campos y las propiedades en el mismo plazo que mi tío.

-Su tío murió a los 86 años de edad, señor Horé. Pero no debe usted dejarse llevar por la superstición, si me permite el consejo. También a su tío le preocupaban sus semejanzas con el bisabuelo Horé.

"Ya os habéis puesto de acuerdo -pensó- Si no llega a escapar esa minucia, ese detalle...".

-¿Cómo era cuando empezaste a trabajar con él? ¿Era como yo?

-Yo comencé a trabajar con él cuando me casé. No se le parecía a usted en nada. Era por entonces un anciano de 69 años.

"Os habéis puesto de acuerdo. Os habéis puesto de acuerdo", siguió pensando Epifanio.

Aquella tarde el médico le dijo que los primeros fallos de corazón los había tenido don Epifanio a sus buenos 50 años, hacia 1940.

SOSPECHAS

La sospecha de que su tío había sido un perfecto desconocido, incluso para sus más allegados colaboradores, fue haciéndose más y más fuerte. Pero ¿había existido su tío? Comenzó a buscar por la casa algo que le ofreciera un rasgo mas personal, más humano, de aquel antecesor de quien no lograba averiguar otra cosa que fechas y números poco concordantes. Miró largamente el retrato, convencido de que había un aspecto del mismo que se le escapaba. Y de nuevo le asaltó la sospecha. Dio vuelta al bastidor, levantando el cuadro por una esquina. La tela era nueva. "¡Se han equivocado!", pensó a continuación. Y de pronto comprendió el error: si las fechas eran correctas, aquel caballero que visitaba a su madre debía de tener unos 56 años. ¿Cómo era posible que a su edad conservara los rasgos del retrato, pintado 30 años antes? Un delirio de su fantasía podía haber transformado el recuerdo hasta acomodarlo a la pintura, podía haber superpuesto los rasgos de su padre a los de su tío. Pero la sensación de haber visto aquella cara, tal cual aparecía en el cuadro, no le abandonaba. "¡Cómo va a abandonarme! -pensó- ¡Es la foto!".

-Han hecho una copia de la foto, y han copiado tan bien, que han copiado hasta la fecha.

Hablaba en voz alta, para sí mismo, estupefacto. Habían copiado el retrato de una vieja foto de familia que él había visto 100 veces en el álbum de su madre. ¿Para qué?

Nada pudo encontrar en la casa que facilitara una reconstrucción de la vida cotidiana de su tío. En los cajones del escritorio no había cartas; únicamente informes financieros facturas, documentos notariales... Tampoco en el baño quedaba un solo rastro: la pastilla de jabón era nueva; no había cepillo de dientes, ni navaja, ni colonia, ninguna de las mil banalidades que con tanta exactitud describen las costumbres higiénicas de las personas. Tampoco el dormitorio guardaba detalles personales; los trajes que colgaban de los armarios parecían recién comprados, los zapatos tenían las suelas intactas. En los bolsillos no había ni una moneda, ni una brizna de tabaco, nada.

Cuando comentó disimuladamente sus impresiones con la servidumbre, le contestaron que don Epifanio había pasado los últimos años de su vida en la cama, y que ya no se levantó más que para emprender la marcha eterna. Eso le recordó que debía visitar la tumba de su tío, y mandó llamar a Máximo para que trajera el Citroën y diera aviso al párroco.

Había esperado encontrar un mausoleo, un monumento fúnebre acorde con la importancia de la familia, pero le sorprendió que fuera una losa sencilla rodeada de jardincillo, en nada distinta a las restantes tumbas del cementerio. Sobre su piedra se leía: "Epifanio de Horé. 1888-1974. Ipsa sui pretium virtus sibí".

-Yo mismo elegí el epitafio -dijo el párroco. Les había acompañado a petición del heredero ¿Lo considera acertado?

-Mucho. Debió de ser un nonagenario virtuoso, en efecto.

Epifanio había subrayado lo de nonagenario, a la espera de una rectificación que no se hizo esperar.

-No quiso el cielo que los cumpliera, pero de haberlos cumplido no le tendríamos a usted entre nosotros.

El párroco empleaba un tono obsequioso que parecía esconder malicia y sorna extrañas.

-¿Cuál diría usted que fue su mayor virtud?

-La humildad, sin duda con-

Herédame / y 2

testó el párroco al instante-. Vea cómo se confunde su sepulcro con los restantes. Así lo dejó ordena do. Sin embargo, tampoco ofendió al decoro: es un panteón subterráneo. Digno de un rey.Hasta ese momento habían hablado mirando a la tumba. Ahora Epifanio se volvió hacia el párroco.

-¿Quiere usted decir que la gloria y la ostentación se guardan en el subsuelo?

-Usted lo ha dicho. No quería exhibiciones externas, tan inútiles como ridículas. Todo debía quedar en lo íntimo de la tierra, de donde nos viene toda la riqueza, y a donde también irá a parar algún día. Quería lo que corresponde a un caballero, pero sin concesiones burguesas al espectáculo.

Antes de salir, el párroco le dejó las llaves de la entrada.

-Así podrá usted venir a orar siempre que lo desee. Yo tengo otra copia.

Volviendo de la visita, Epifanio temblaba visiblemente. Sus dos acompañantes le aconsejaron guardar cama. Seguramente la emoción había causado un trastorno gástrico. La primavera es muy mala con la gente nerviosa. Sobre todo con los de estómago delicado.

UN INFIERNO

Los días siguientes fueron un auténtico infierno para Epifanio. Había concebido una idea, y a partir de ella todo se encadenaba a gran velocidad. La fiebre, aunque considerable, no consiguió atarle al lecho. Muy de mañana salía en dirección hacia un bosquecillo de abetos, a una media hora del pueblo, y no regresaba hasta mediodía. Los leñadores le veían pasar sin rumbo fijo, gritando de cuando en cuando un nombre; el suyo, el de su tío, el del bisabuelo... eso nunca se sabría.

Por la tarde seguía insistiendo en su rueda de visitas, pero observaba un comportamiento extravagante y parecía bebido. A la anciana viuda del militar carlista le preguntó, sin que viniera a cuento, si había mantenido relaciones sexuales con don Epifanio. La pobre mujer, asustada por el tono agresivo de la pregunta, rompió a llorar y dijo que ni los liberales la habían tratado con semejante grosería. Pero antes de rogar a Epifanio que saliera de su casa -cosa que hizo con más piedad que arrogancia-, aún añadió algo curioso:

-Más le valdría a usted aprovechar su tiempo en otras cosas, señor Horé -dijo.

-¿Qué quiere usted decir?

-Que no tiene buena cara. Se le ve enfermo, fatigado y sometido al peso de unas reflexiones malignas. Es una mala combínación, en primavera. La primavera es muy traidora.

No menos desconcertante fue el rasgo de humor de Epifánio con el jefe de la estación de ferrocarril. Lo que éste tomó por una visita de cortesía se convirtió de pronto en un absurdo regateo, a lo largo del cual el empleado fue subiendo el precio de una barra de rípado, por haber creído en un principio que se trataba de una broma, y haberla ofrecido a un precio ridículo. Epifanio hablaba en serio, y acabó llevándose la palanca por 500 pesetas.

Por último, compareció en casa de Máximo y puso sobre la mesa del comedor varios volúmenes de la biblioteca, el pequeño retrato de su madre, 5.000 pesetas en billetes y otras chucherías de menor valor. Máximo recibía los obsequios con un cierto aire de fatiga, pero sin perder la calma.

-Y ahora -dijo Epifanio, empujando los objetos hacia su administrador, como un croupier-, dime la verdad, ¿cuándo murió mi tío?

Máximo miró el calendario que colgaba de la pared. Estaba ilustrado con una moza aceitunada, con pañoleta y cántaro.

-Mañana hará siete semanas, señor.

Epifanio se levantó y fue hacia la ventana. La tarde carmesí, rayada por los primeros murciélagos, oscurecía las esquinas y hacía relampaguear los charcos de lluvia.

-Las últimas horas del día, Máximo -le dijo- Aquí todo parece eterno. También vosotros parecéis eternos.

Máximo tomó el dinero y le rogó que lo guardara. Se quedaba, en cambio, con los libros y el retrato.

-Más de una vez su tío quiso regalarme alguna cosa de mi gusto. Creo que éstas son las que más deseaba

-¿Cuántas veces te las has llevado, Máximo? ¿Cuántas veces las has vuelto a poner en su sitio? -preguntó Epifanio desde la puerta.

El silencio de Máximo acentuó la oscuridad del cuarto. Epifanio salió sin despedirse.

Lo que le preocupaba, a pesar de todo, no era el modo en que su tío hubiera sido asesinado, sino la conspiración del pueblo entero para ocultar el crimen, ¿durante cuánto tiempo? El acuerdo, la unanimidad para encubrir la ausencia de un amo, oficialmente vivo, parecía ocultar una anarquía metafísica, un mal de vastísimas proporciones, diabólico.

Para desentrañar la naturaleza del mal que había acabado con don Epifanio era inútil acudir a la policía, ya que nada podría decir, sin parecer un perturbado. Así que, llegada la noche, abrió la verja del cementerio y entró con la palanca en la mano.

La losa estaba encajada sin resquicios, de manera que tuvo que romper una parte de la piedra para introducir la palanca. El trabajo, estruendoso en la noche apacible, espantó a las lechuzas, pero la lejanía del pueblo le garantizaba una labor tranquila.

EN EL MAUSOLEO

Con grandes esfuerzos logró levantar la losa y apoyarla en ángulo. Luego comenzó a forzar la abertura, descargando todo el peso del cuerpo sobre la barra. Poco a poco, el ángulo formado por la piedra y la tumba se fue haciendo practicable.

Cuando quedaron al descubierto las escaleras, que no estaban en la parte estrecha del rectángulo, sino en el lado más largo, encendió un mechero y se introdujo en el mausoleo.

Tuvo que esforzarse para no gritar, cuando vio en el sencillo piso de piedra una sucesión desordenada de bultos sin ataúd ni mortaja. Los cuerpos debieron de haber sido colocados en aquella cámara sin ningún tipo de ceremonia, y algunos de ellos, por lo insólito de la postura, parecían haberse movido, o haber pasado largo rato vivos en aquella cavidad. El lugar bien podría ser un pudridero, pero el olor dominante era el de arcilla y moho. Algunos de los despojos eran ya meros amasijos de hueso y hongos. Examinados con más atención formaban una verdadera teoría histórica. El más reciente de los enterrados era, seguramente, don Epifanio. De pronto se le heló la sangre. Los harapos que cubrían el esqueleto guardaban ciertas semejanzas con los del retrato, pero era muy difícil decirlo, porque aquel cuerpo no llevaba menos de 50 años en la tumba.

-Ni una semana -dijo en voz alta Epifanio- ¡Ni una semana fue dueño! ¡Y los otros tampoco! Les dieron el tiempo justo para comprenderlo.

Había hablado en voz alta, y al darse cuenta, escuchó el eco de su voz. Pero lo que oyó no fue el eco de su voz. Unos hombres hablaban arriba, en la entrada del mausoleo. Oyó que comentaban algo acerca de la reparación que habría que hacer en la esquina de la losa que el heredero había estropeado. Lo último que pudo oír fue algo así como "ya podemos descansar otros 50 años, por lo menos", y a continuación el ruido de la palanca al chocar contra la piedra. Arrojó el mechero y empezó a gritar con todas sus fuerzas, subiendo la escalera. Pero fue inútil: la losa se cerró sobre sus manos abiertas. Algo más tarde comenzó a buscar a tientas el cuerpo de su tío. Lo encontró, palpó los huesos de las manos, y le pareció que las uñas estaban gastadas.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Félix de Azúa
Nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_