El Madrid de Eloy / 6
En una de las numerosas pensiones que habitó durante su etapa madrileña trabó conocimiento con don Mariano y tuvo la desafortunada idea de traerlo al café, por considerarle un tipo singular al que valía la pena tratar. Si nuestra juventud fue esencialmente infiel sin duda se debió a que, en esencia, el país ofrecía muy pocas cosas y personas dignas de respeto. Por más que alguno trate ahora de pasarles al mármol la verdad es que las grandes figuras de nuestra juventud eran todas de barro. La carencia de cosas dignas de respeto en cierto modo amplía el campo de la libertad y permite sacudir la opresión dominante por unas vías que están fuera del control de los cuerpos, organismos e instrumentos de seguridad del Estado y la familia.La generación anterior fue más fiel o por lo menos, en medio de tantos desastres como sufrió, supo conservar una fidelidad a ciertas ideas, instituciones y personas y que para la nuestra resultaba incomprensible; así, una tía mía soltera y al decir de todos sus parientes y amistades, muy animada, jamás pisó otro cine que el Gong, donde la recibían muy bien y al parecer tanto taquillera como acomodador le tenían reservada una de las mejores butacas para el miércoles por la tarde; su fidelidad era superior a la atracción que pudiera despertar el programa, que, si tenía éxito, obligaba a mi tía a contemplar 12 proyecciones seguidas del mismo filme, cosa que en verdad a mi tía no importaba mucho, convencida como estaba de que el cine moderno (en contraste con el de su juventud, el de la Bertini o los Barrymore) adolecía de una gran monotonía, un plantel muy escaso de actores y un espectro argumental muy reducido. En cambio a nuestra generación nos daba lo mismo el Gong que el Fígaro (especializado en horror, crimen y misterio), el Do-Ré (el cine de los buenos programas) que el Pleyel (amor y aventura) o el Colón (antes Royalty).Don Mariano era un personaje de otra época; un viejo verde que vivía en una pensión no lejos del pasaje de la Alhambra, que en su vida había pegado un sello, que tras haber fundido la pequeña fortuna familiar vivía del saIble, el chantaje o poco menos; eso sí, no había artista de varíetés o del género frívolo (tanto primeras figuras como componentes del cuerpo de baile) que no hubiera pasado por sus brazos (más generosos, según él, que los de don Tirso Escudero) y tenía en su haber tal número de anécdotas del Madrid de otos tiempos que las tertulias se lo rifaban. La verdad es que era un antofagasta al que por una u otra razón siempre había que pagar el café y que jamás contó una anécdota con gracia o interés, obsesionado con sus hazañas amorosas; además sufría de unas incoercibles y exasperantes carrasperas y tarde o temprano salía de su pecho aquel ataque de tos de fumador que obligaba a todo el mundo a guardar silencio mientras se aclaraba la garganta, y tantas noches se demostró tan contumaz como para disolver y dar por terminada la reunión. En una ocasión en que poco menos que se quedó solo con dos o tres contertulios que se resistían a volver a casa tratan decepcionante sesión, Jesús Olasagasti le soltó: "Don Mariano, a ver si mañana viene usted tosido".
(Jesús Olasagasti venía poco por Madrid en los años anteriores a su muerte en 1956. Estaba muy consumido y si salía de San Sebastián era para hacer algún retrato en Bilbao o Madrid -retratos de damas de la buena sociedad, en su mayoría- o para hacer una cura de agua en el sanatorio de Valdecilla, después de la cual debería quedar definitivamente apartado del alcohol. A la vista de la probada ineficacia de aquellas curas uno de nosotros -tal vez yo- en una ocasión le preguntó por qué volvía a Valdecilla si estaba suficientemente probado que el tratamiento no servía para nada; y Jesús -con un tono apologético pero entre hipidos y mordiscos al bigote- vino a contestar que tras cada estancia en el sanatorio no sólo se sentía mucho más fuerte, sino que se depuraban sus ideas y sentimientos y hasta, por si fuera poco, pintaba con más arte y soltura. Y, a guisa de prueba, contó una historia que una vez más pondría de manifiesto la finura psicológica de aquel hombre del que ahora apenas se sabe nada. Contó que, años atrás, a un compañero suyo de sanatorio le llegó durante el tratamiento la llamada del Señor y no sólo decidió apartarse para siempre del vino, sino que en cuanto abandonó el sanatorio corrió al seminario de la provincia a fin de tomar cuanto antes las órdenes y dedicar el resto de su vida al pastoreo de las almas. Contó que como se trataba de un señorito de provincias gozaba de muy buena educación y accedió a una especie de formación acelerada del sacerdote gracias a la cual fue ordenado en tres años que aún le parecieron demasiados por la prisa que tenía en enmendar su vida y acudir en socorro del afligido. Contó también que aquel su compañero -hombre de buenas costumbres y fe probada, al que nunca se le había conocido otro vicio que su afición al vino- tenía por su larga experiencia en las mejores barras del litoral un conocimiento muy dilatado de los hombres y de sus avatares y que todo eso hizo de él un excelente párroco de pueblo y cuya fama empezó a extenderse por toda aquella provincia del Cantábrico de cuyos pueblos más apartados las gentes acudían para tomar consejo de él, o el sacramento de sus manos o simplemente su bendición. "¿Y de su pasado de hombre frívolo, juerguista y bebedor no quedó nada?", preguntaría uno de nosotros, tal vez Martín Santos, que ya por aquel entonces se interesaba por las marcas indelebles que deja el pasado. "Nada, un párroco excelente", fue su respuesta. Luego añadió, con una mirada indagatoria: "Bueno, ahora que me lo preguntas te diré que se decía de él que, su pasado había marcado su alma con un pequeño e inofensivo estigma: porque en misa, en el momento de la consagración, levantaba el pie derecho en busca de la barra".)
De don Mariano se decía (o lo decía él) que había vivido en París, donde había arrastrado una juventud borrascosa. Todos los que inútilmente hicimos todos los esfuerzos posibles e imaginables por arrastrar una juventud borrascosa y que ha bríamos dado una mano por ha berla arrastrado -precisamente- en París, no podíamos soportar sin escarnio una afirma ción semejante. (El único de mi generación que acertó a arrastrar una juventud borrascosa en París fue Carlos Torroba; esa sí que fue borrascosa y no la de don Mariano; tan borrascosa que terminó en la Legión Extranjera, a las órdenes del coronel Vandembergh, pegando tiros contra los viets en Dien Bien Phu.) Pero don Mariano afirmaba que en el París de su borrascosa juventud había conocido a todos los artistas y bohemios, a todas las amantes y modelos de los artistas y hasta alguna condesa. Se decía de don Mariano que vivía del sable y del chantaje; que durante su borrascosa juventud en París había tenido amores con una dama que los había tenido a su vez, muchos años atrás, con un joven y aplicado estudiante italiano que a fuerza de tesón, inteligencia y astucia había llegado después al pontificado; y que don Mariano -sospechando el valor de aquel tesoro- robó a su amante un pequeño paquete de cartas enardecidas que el joven estudiante o diplomático no consideró prudente llevar consigo a su vuelta a Roma y que devolvió -mit brennender Sorge-a su remitente, quien las reunió con un crespón azul, mezcladas con las que había recibido; y por último, que don Mariano, una vez en España, tras depositar aquel precioso paquete en un banco de Madrid, hizo un juego de fotocopias con el que, puntualmente, a principios de cada mes, se personaba en la Nunciatura (cuando la Nunciatura estaba en la calle del Nuncio) donde sin pasar del zaguán recibía a través de un secretario una módica cantidad que le permitía prolongar su carraspeante senectud, consecuencia de su borrascosa juventud. (Muchos años después, en la España de los sesenta, que, carente de toda esperanza, parecía de nuevo volver sus ojos a los poderes sobrenaturales para encomendarles la lucha contra la dictadura, se llegaría a decir que S. S. Pablo VI era hijo natural de Largo Caballero y que en su lecho de muerte su difunta y rigurosa madre había obligado al futuro pontífice a jurar que no regatearía ningún esfuerzo -ni siquiera el de la oración- para acabar con Franco.)
Como consecuencia de la desgraciada invitación de Eloy durante meses tuvimos que soportar la compañía de don Mariano, que, para añadir sal a la herida, pretendió convertirse en compañero de nuestras andanzas y amigo de nuestros amigos. Durante cierto tiempo no hicimos otra cosa que imaginar toda clase de estratagemas para quitárnoslo de encima; luego cambiamos de café, de hora y hasta Eloy -que para hacer tal cosa no necesitaba pretexto alguno y pretendió venderlo como un sacrificio que precisaba una reparación- se mudó de patrona. Todo fue inútil y dondequiera que nos halláramos aparecía don Mariano, informado de nuestro paradero por algún alma piadosa. Corno la culpa era de Eloy, de él tenía que llegar el remedio. Y lo encontró, pero a costa de perder al profesor Félix de la Fuente, cosa que nunca le perdonaré. Con toda probabilidad, y como quien no quiere la cosa, un día lo invitó a un café en Cocq y a sus espaldas entregó al camarero la cantidad correspondiente a 30 cafés que le serían servidos a lo largo de un mes y, si era necesario, con el pretexto de haber sido invitado "por un caballero que no ha querido dejar su nombre". Sin duda en una de éstas andaba por allí el profesor Félix de la Fuente, que por aquellos días estaba rematando su magna Universitas. No hay duda de que se sentó a su mesa y se pegó a él y que el profesor Félix de la Fuente, a cambio de una nueva amistad rica en anécdotas, alguna de las cuales sería recogida como curiosidad gramatical en su tratado, se vería obligado a retrasar el momento de poner punto final a su obra. Al cabo de un tiempo sin saber de uno ni de otro a alguno le picó la curiosidad por sus diferentes destinos y decidimos cursar una visita furtiva a Cocq a ver qué pasaba por allí. En una mesa estaban los dos, uno carraspeando, otro escribiendo en sus inconfundibles cuartillas; pero ninguno de los dos demostró el menor interés por nuestra presencia, como esos amantes que descubren en su mutuo trato un mundo inédito y para recrearse en él y para marcar las diferencias con aquél anterior a su encuentro, rompen con las amistades y relaciones anteriores. La tos de don Mariano me pareció más benigna y soportable; la ciencia del profesor Félix de la Fuente -por la lectura de un fragmento en una cuartilla que tomé al azar- menos abstrusa y sibilina:
Al alma hay que divertirla con trajes apocatastáticos con que pueda exhibir y comprender kainologías y paronomasias en una vida social más frívola y menos astrapoplecta. Hay que hacerla antanaclasis anfibológica como ésta del inglés: The man that that that that says, says that that that is that and that that that is so".
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