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Tribuna:TEMAS DE NUESTRA ÉPOCA
Tribuna
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Reivindicación de la lírica

La lírica, o arte de la soledad, contrasta con el arte de la tragedia, propio del patetismo. El autor de este artículo hace un elogio de la contemplación, la pasividad, la fusión subjetiva y sin distancias con la realidad, y asegura que en ella se pueden encontrar muchas claves y caminos para mejorar nuestro mundo, en el que la racionalidad, la explotación de la naturaleza y el crecimiento sin freno son algunas de las causas de los disturbios que sufre. Este texto de elogio de la poesía y del temperamento lírico es una refundición del discurso leído en su nombre en el acto de recepción del Premio Nobel de Literatura.

Frecuentemente me encuentro con la pregunta, sobre todo de parte de los extranjeros, de cómo se puede explicar la gran afición a la poesía en mi país. ¿Por qué hay aquí no sólo un interés por los poemas, sino hasta una necesidad de la poesía, y por tanto la habilidad de entenderla, perceptiblemente más grande que en otras partes?Este hecho se debe, en mi opinión, a la historia de la nación checa en los últimos 400 años y especialmente a nuestro resurgimiento nacional al principio del siglo XIX. La pérdida de la independencia política en la Guerra de los Treinta Años nos privó de la elite espiritual y política, porque ésta fue reducida al silencio o forzada a marchar del país, si es que no acabó en los patíbulos. En consecuencia, no sólo se detuvo el desarrollo cultural, sino la lengua también empezó a decaer y el país fue recatolizado y germanizado a la fuerza.

Al principio del siglo XIX, sin embargo, la influencia de la Revolución Francesa y el Romanticismo aportó nuevos estímulos y un interés renovado hacia los ideales democráticos por un lado y por la lengua popular por el otro. La lengua se convirtió en la más importante expresión de la identificación nacional.

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La poesía fue uno de los primeros géneros literarios que fueron resucitados. Llegó a ser un factor importante del renacimiento cultural y político y ya fue entonces cuando el pueblo sintió un gran agradecimiento por los renovados intentos en el campo de la literatura checa. La nación, que había perdido su representación política y había sido privada de sus portavoces, buscaba un sustitutivo y lo extraía de las fuerzas espirituales que le habían quedado.

De aquí viene el peso importante de la poesía en nuestra vida cultural, aquí está la explicación de su culto y su prestigio ya en el siglo pasado. Pero no sólo entonces tuvo un papel importante. Floreció en su plenitud también a principios de nuestro siglo y entre ambas guerras mundiales, para convertirse en la más significativa expresión de nuestra cultura nacional en la época de la guerra, en los tiempos del sufrimiento y amenaza del pueblo, y a pesar de todas las limitaciones externas y de la censura supo crear valores que daban fuerza y esperanza a la gente. La lírica tiene un papel importante en nuestra vida cultural, incluso después de la guerra, en los últimos 40 años.

EL ESPÍRITU DEL PUEBLO

Hay países donde la religión y sus predicadores, más que nadie, cumplen este papel de refugio o bandera. Hay otros países donde el pueblo encuentra su imagen y su destino en las catarsis de los dramas, o lo reconoce en las palabras de los líderes políticos. Otras naciones leen la expresión de sus preguntas y buscan las respuestas en los escritos de los ingeniosos y sabios pensadores; en otros lados aún este papel lo cumplen los periodistas y los medios de comunicación. En nuestro país es como si el espíritu del pueblo eligiera a los poetas para su personificación y los convirtiera en sus portavoces.

Desde el punto de vista de un poeta, lo que acabo de decir es algo fabuloso. Pero ¿no tiene este hecho su reverso de la moneda? ¿No significa el peso excesivo de la lírica un desequilibrio dentro de la cultura? Admito que en la historia de las naciones puede haber épocas o llegar circunstancias en las que la respuesta lírica es la más propicia y fácil, o tal vez incluso la única respuesta posible, con su capacidad de dar algo a entender a través de circunloquios, sugerencias y metáforas, de velar los contenidos más directos de la expresión literaria, de ocultarla ante los ojos indeseados. También admito que en nuestro país, y especialmente durante la opresión política, el lenguaje de la lírica se había convertido en un lenguaje de sustitución, un lenguaje por tanto obligado, porque era el que mejor servía para expresar todo aquello que no se pudo decir de otra manera.

Me preocupa la sospecha de que la tendencia y la afición a la lírica no puede ser la expresión únicamente de un estado de espíritu. El lirismo, por profunda que pueda ser su inmersión en la realidad, por rica y polifacética que pueda ser su percepción de las cosas y vertiginoso su descubrimiento y, al mismo tiempo, su creación de una dimensión interior de la humanidad, es ante todo un asunto de los sentidos y de los sentimientos; éstos alimentan su imaginación, y al revés, son ellos a quienes el lirismo se dirige.

Sin embargo, tanto para la plenitud de la vida interior de cada individuo como para la plenitud de la cultura de la sociedad se precisa, además de los sentidos y los sentimientos, la razón y la voluntad. La cultura es parcial cuando no se cultivan todos sus componentes y formas. Su plenitud, madurez y potencia, su valor para una persona y para la sociedad es tanto más grande cuanto más necesidades espirituales puede satisfacer.

¿No significa la dominación del lirismo, con su sensualidad y sentimentalidad, el retroceso de la esfera racional, con su capacidad analítica, crítica y su escepticismo? ¿No quiere decir, además, que en la cultura no se aplica plenamente el elemento de la voluntad con su dinámica y su patetismo?

¿No podría existir para una cultura orientada de manera tan unilateral la amenaza de dejar de cumplir con su misión en plena amplitud? ¿Podría una sociedad inclinada mayormente al lirismo tener siempre bastantes fuerzas para poder defenderse y asegurar su duración?

No me preocupa tanto el peligro del posible descuido del componente de la cultura que se apoya en nuestras capacidades racionales, se desarrolla a base de reflexionar y encuentra su expresión en la constatación objetiva de las cosas y sus relaciones. Este componente, caracterizado por el distanciamiento de los asuntos y el equilibrio mental, no se deja adormecer, pero tampoco sale impacientemente al ataque; tiene, en nuestra civilización racional, utilitaria y práctica, las raíces lo bastante potentes en la necesidad de saber descubrir y utilizar los conocimientos. Se está desarrollando con segura espontaneidad desde el Renacimiento. Es verdad que a veces también se encuentra con la incomprensión y los obstáculos externos, pero su lugar en nuestra cultura contemporánea es dominante, aunque se halla ante grandes problemas, porque tiene que buscar una nueva manera de incorporar su pensamiento conceptual y dar una nueva forma a la razón, ya que la razón no se puede quedar en la época pretecnológica.

REIVINDICACIÓN DEL PATETISMO

Me preocupa la posible o real falta de patetismo. Hoy día no encontramos esta palabra con demasiada frecuencia. Y si es que la utilizamos de cuando en cuando, es casi con vergüenza. Nos parece anticuada como los viejos decorados de un teatro romántico, pasada de moda, como si significase algo así como declamación mala, superficial y no vivida. Parece que hemos olvidado que se trata de un estado de tensión dramático, de anhelo consciente, enérgico y resuelto -naturalmente no de los bienes materiales, sino de la justicia, de la verdad. El patetismo es un rasgo del heroísmo, preparado para sufrir, llevar todos los suplicios y listo para el sacrificio si hace falta. Utilizando la palabra heroísmo no me refiero, por supuesto, al viejo heroísmo de los manuales de historia y los libros de texto, el heroísmo bélico, sino a su nueva forma, al heroísmo que no blande las armas, es poco vistoso y aparatoso, a menudo completamente silencioso, civilizado.

Pienso que la cultura es completa, madura, duradera y con posibilidades de desarrollo sólo cuando el patetismo tiene en ella su lugar, si lo entendemos y lo podemos valorar, y especialmente si somos capaces de sentirlo.

¿Que me lleva a pensar esto? El patetismo con su heroicidad sería impensable si no fuera acompañado por una profunda comprensión de las cosas, crítica y abarcadora de todo, de la que no es capaz la lírica más sensible, precisamente por su posición no crítica, su falta distanciamiento, puesto que, de hecho, habla sólo de su sujeto, y más aún, del sujeto fusionado con el mundo, un sujeto que forma una unidad con el objeto. El patetismo no sería lo que es si no surgiese de la comprensión básica del dilema de lo que hay y lo que tendría que haber. Para que la sociedad fuera plena, tiene que entender su época también de otra manera que la de la lírica.

Sólo la literatura que al lado de una cultura de pensamiento conceptual, de la cultura racional, posee no sólo una vertiente lírica sino también otra patética, dramática, trágica, incluso viva, puede insuflar bastante fuerza espiritual y moral como para que sus fuerzas alcancen a todas las tareas sociales. Sólo en el arte de la tragedia la sociedad crea y encuentra los ejemplos de sus posturas en las graves cuestiones morales y políticas y aprende a ajustar las cuentas con ellas consecuentemente, no pararse en medio del camino. Sólo el arte de la tragedia con sus fuertes colisiones de intereses y valores despierta, desarrolla y cultiva en nosotros el lado social de nuestro ser, nos convierte en miembros de la colectividad y nos da la oportunidad de abandonar nuestra soledad. El arte de la tragedia, a diferencia de la lírica -"el arte de la soledad"- agudiza la capacidad de diferenciar lo importante y lo superfluo desde el punto de vista social, enseña a descubrir las victorias, y saber, en general qué es victoria y qué es derrota.

Por eso me gustaría, mirando a mi alrededor, rodeado del afecto de los amantes de la lírica, testimoniar no el final de la tragedia, sino su renacimiento, el renacimiento del estado de espíritu patético, aquel estado de conmoción que se crea cuando algo se ha movido en nuestro interior y empezamos a querer aquello que consideramos justo y correcto y nos ponemos en contra de lo que hay aunque no tendría que existir.

Mientras que el estado de espíritu lírico es el estado del individuo autosuficiente que revela su interior, identificándose y fusionándose con el objeto, el estado patético no conoce esta unidad del sujeto y el objeto. Nace de la tensión entre dos polos, la realidad y yo, es decir, mi imagen sobre cómo tendría que ser la realidad. El estado lírico no diferencia entre lo que hay y lo que tendría que haber. Al sujeto lírico le es indiferente si su imaginación está influida por la realidad o por la ficción, la verdad o la alucinación. La ilusión le parece tan real como la realidad le parece ilusoria. El estado lírico no se interesa por estas diferencias, no las confronta entre ellas ni él se siente confrontado con ellas. El yo patético, en cambio, no sólo ve estas diferencias, sino que se siente confrontado con ellas, observa que hay dos alternativas contrapuestas, dos posibilidades, y él mismo se reconoce implicado en la tensión que se produce entre ambas. Precisamente esta tensión es lo que le pone en marcha. En el comienzo de este movimiento hay intranquilidad, descontento, indignación, y su objetivo está en conseguir un estado que se manifiesta como razonable, natural, bello y que tiene la forma del derecho, la justicia, la libertad, la dignidad humana.

En la grandeza moral y la lógica de este movimiento no cambia en absoluto el hecho de que el objetivo se aleje cada vez más y que ningún acorde de armonía que anhela el patetismo sea definitivo. El movimiento del patetismo es similar a las ansias de nuestra emoción estética mientras estamos percibiendo una obra de arte. La emoción también aspira, siempre en vano, abarcar y agotar sus valores en la plenitud de su riqueza, saborear su estructura intelectual y formal; intenta alcanzar la satisfacción y la alegría al mismo tiempo plena e imperecedera que proporciona la obra de arte.

UNA FUERZA INVENCIBLE

El patetismo siempre avanza, no se para en la tierra contemporánea, se alimenta de cosas bien distintas de los placeres del momento presente, sabe muy bien privarse de ellos. Sabe dominarse, ser disciplinado, ascético en el buen sentido, no porque le obligan, sino a base de su propia decisión libre. Nada de esto le parece difícil. Sólo sabe ser indiferente y frío. Menos mal. Porque si no la sociedad se quedaría en un punto muerto y en un callejón sin salida, la verdad sería esclava del poder, el derecho utensilio de la fuerza bruta o, en otras palabras, de la injusticia y del abuso. La verdad no triunfó y no triunfará ahora ni en el futuro sin el patetismo. A veces no triunfa ni ayudado por este factor. Pero en ese caso el patetismo convierte en algo más incluso la derrota, todo lo que en otras condiciones podría parecer la catástrofe fatal o el final. Transforma la derrota en el sacrificio, eleva el fracaso en un acontecimiento que forma parte de una unidad más grande, en un suceso que era y es significante y cumple su misión en alcanzar el objetivo. Mientras retenemos dentro de nosotros el patetismo, nuestra esperanza perdura. Vencer el patetismo es imposible; sobrevive a sus derrotas. Las sobrevive tanto el patetismo de un individuo como el de las naciones, con seriedad, orgullo y dignidad. Está por encima de los fracasos. Por eso es noble al mismo tiempo que ennoblecedor; sin él no habría más que depresión y tristeza.

Y ahora, cuando he expresado lo que me ha preocupado durante mucho tiempo, después de aliviar mi ansiedad, siento no sólo la necesidad sino también el derecho de volver a la cuestión del lirismo y el estado de espíritu lírico.

Tengo unos cuantos motivos para ello. He nacido lírico y siempre he seguido siéndolo; durante toda la vida me he sentido bien en mi postura lírica y no reconocerlo sería ingrato; necesito justificar esta actitud básica mía ante mí mismo, aunque sepa que en mis poemas a menudo han sonado incluso tonos que contenían un cierto patetismo, que llenaba también mi cariño, mi tristeza, mis ansias y preocupaciones.

Pero quiero hacer algo más. Me gustaría interceder por el estado lírico en general. Defender esta actitud vital y elevar también sus calidades, después de haber hecho mis reverencias al patetismo. Además de ser justo esto me parece extremadamente actual. No sólo a causa del gran énfasis que desde la época del Renacimiento nuestra cultura tradicional pone en el pensamiento conceptual racional que (junto con el desarrollo de nuestra componente volitiva) nos ha llevado hasta el estado social contemporáneo, cuando sentimos la necesidad del cambio y la búsqueda de otras posibilidades de comprender nuestros problemas. Quiero hacerlo especialmente a causa de la sobredesarrollada tensión volitiva y las tendencias a agudizar querellas hasta enfrentamientos dramáticos. Me parece necesario cuando pensamos en la creciente agresividad del comportamiento en las relaciones sociales, se trate de agresividad causada por alguna especie de patetismo o de una agresividad destructora, incapaz de patetismo.

Porque mientras el estado de espíritu patético está consumido por la impaciencia, desbordado por sus esfuerzos para intentar solucionar un estado de las cosas poco satisfactorio y lleva a cabo esta tarea con una actitud rectílinea y bien intencionada, aunque demasiado directa, el estado de espíritu lírico se encuentra marcado por la ausencia de tensión volitiva y consciente, es un estado de reposo que no es ni resignado ni impaciente. Es el estado de tranquila fruición de los valores sobre los que uno construye las bases más profundas, interiores y fundamentales de su equilibrio y su capacidad de vivir en este mundo, vivir en él de la única manera posible, es decir, poéticamente, líricamente, si se me permite usar este giro de Hölderlin.

El patetismo nos empuja y consume, y en nuestra ansia de alcanzar el ideal es capaz de llevarnos al sacrificio y autoaniquilación. En cambio, el lirismo nos hace reposar en su cariñoso abrazo. En vez de la colisión de fuerzas disfrutamos del placer del equilibrio que aparta las fuerzas de nuestro horizonte y nos permite no sentir su presión. En vez de chocar con los cantos del mundo que nos rodea, nos fusionamos con él en la unidad e identificación.

AGRESIVIDAD Y PASIVIDAD

El patetismo siempre necesita a su contrario, es agresivo. En el estado lírico uno se basta a sí mismo. Y si en su soledad se dirige a otra persona y habla con ella, no es su enemigo. En estas circunstancias la parte opuesta, sea, la naturaleza, la sociedad u otro hombre es como si fuera una parte de él mismo, otro participante de su monólogo lírico. Nos dejamos penetrar con lo que en otras condiciones estaría en contra de nosotros, mientras que nosotros mismos también lo penetramos. Nos perdemos en escuchar atentamente lo que nos rodea y precisamente de esta manera nos encontramos a nosotros mismos. Es así como alcanzamos la mayor autenticidad y la plena integridad. Aquí mismo, en esta autoentrega, encontramos nuestro lugar seguro.

El patetismo es activo, se esfuerza por lograr el propósito dado. En el estado lírico no intentamos conseguir nada, vivimos lo que ya tenemos, y nos entregamos al presente y a lo existente, aunque lo existente puede ser la evocación del pasado. No es por indiferencia moral. únicamente nos movemos, o mejor dicho residimos, en otro nivel, nos hallamos en otra posición intelectual, sentimental, en que nuestra voluntad no tiene un interés personal; no se trata de la ausencia, sino de la falta de interés por los resultados.

Mientras que el patetismo tiene que insertar fuerza en su gesto y sabe ser violento en su dinamismo, su opuesto no utiliza la fuerza. No es violento y no le hace falta esforzarse en ser pacífico. Extiende su abrazo indefenso y su gesto es el del amor. No le sacude ni la inquietud del intelecto, ni las pasiones, no compite con el tiempo. A, su manera sabe negar el paso del tiempo y en sus momentos culminantes fusionarse con el tiempo en una especie de pausa interesada en una sola cosa: la permanencia en este estado.

La postura lírica no intenta convencer a los demás. Sólo les ofrece la posibilidad de compartir lo que siente y vive él mismo. Nada más y nada menos. No va ni tan lejos como para adoptar una actitud. Le falta la distancia, porque está unido con el paso del tiempo. Y si no toma posición, menos aún es capaz de discutir.

Pero tal vez sea posible atreverse a otro paso y plantear la cuestión de la posible influencia del estado de espíritu lírico por ejemplo en la economía, la ecología o en la política, preguntar sobre la posible participación del estado lírico en la transformación de la consciencia humana en general.

El estado de espíritu lírico, aunque pueda parecer una paradoja, es capaz de contribuir a que la sensatez vuelva a nuestra civilización. Por ejemplo, ayudar a que la tecnología esté otra vez dirigida por la razón, naturalmente una razón unida a la vida y a la naturaleza de otro modo que a través de las abstracciones racionales, o sea, una razón distinta de la racional-utilitaria del pensamiento conceptual de la actualidad.

Se ofrece también como un factor moderador de nuestro espíritu agresivo y dinámico, de nuestra voluntad tan ambiciosa. Es cierto que el dinamismo y la voluntad, junto con la cultura del pensamiento conceptual, fueron la fuente de nuestro desarrollo tecnológico y económico de nuestras revoluciones industriales y, por tanto, de la influencia imperialista en el mundo. No obstante, aportaron también nuestros problemas de hoy día y todos los reversos de la moneda que se hacen tanto más notables cuanto mayores éxitos alcanza este espíritu dinámico y agresivo. Es el espíritu de la conquista y ocupación, de dominación de la naturaleza tanto como de la gente, de los pueblos y de civilizaciones enteras, de la voluntad racionalizada del poder sobre la naturaleza y la gente. Es aquel estado de ánimo en el que nuestra voluntad intenta apoderarse de todo lo que puede, enriquecerse y amontonar bienes en vez de disfrutar las cosas sin haberlas subordinado. Esta ansia tan intensa puede ser equilibr da, controlada y llevada a otras actitudes distintas a la de la agresiva avidez, precisamente por medio de la posición lírica de una voluntad desinteresada. Si no ocurre así, se convierte en codicia.

Aparte de la necesidad de crear una nueva escala de valores, ¿no representa el estado de espíritu lírico una de las posibles fuentes de la metamorfosis interior del hombre, y de esta manera también uno de los caminos que le alejan de su insoportable actitud de usurpador que se pone fuera de la naturaleza, encima de ella y en contra de ella? ¿No es ésta una de las posibilidades de superación del concepto de naturaleza comprendida como una cosa dada al hombe, a su fuerza y su habilidad, para que se apodere de ella, la trate como su presa y alimente su insaciable avidez? ¿Y no es, finalmente, el estado de espíritu lírico también aquel cambio de la relación hacia el Ser, reclamada por Heidegger? ¿El cambio que se basa en dejar estar al Ser lo que es ahora para que más tarde él mismo se dirija hacia nosotros y se nos muestre en su fundamento lleno de sentido de tal modo que para nosotros se convierte en comprensible?

¿Es posible no darse cuenta de que el lirismo personifica el polo opuesto del culto de la fuerza y el poder y se ofrece con plena naturalidad como uno de los factores correctivos de la tendencia a resolver las ,cuestiones sociales por medio del poder tecnológico, económico, organizativo, político, físico, con un poder que, al fin y al cabo, no es otra cosa que el producto de la comprensión incompleta? Se le puede emplazar contra la idolatría del trabajo y el rendimiento, contra la obsesión con la idea de dominar y explotar la naturaleza y el hombre; especialmente cuando el poder eleva el rendimiento y el perfeccionamiento de sus sistemas imperialistas en el interés primordial, aunque se trate de sistemas que desde un punto de vista más elevado no son nada funcionales y cumplen su tarea al precio de pérdidas de la dignidad humana, de valores no sólo materiales sino también éticos, al precio de la pérdida de la concordia en el hombre y de las relaciones armónicas entre la gente.

LA FUNCIÓN DE LA LÍRICA

No quiero intentar convertir el lirismo en una fuerza o un arma política y privar a la poesía y al arte en general de su misión personalísima e insustituible ni subordinar esta misión a otros intereses. No obstante, pienso y me atrevo a decir que el estado de espíritu lírico es algo que excede la esfera de la lírica, la poesía y el arte. Si se manifestase acentuadamente podría imprimir nuevos rasgos positivos a la cultura y a todas las instituciones de la sociedad. Ayudaría al necesario cambio de la consciencia, al proceso que hoy ya se está lentamente imponiendo, especialmente entre los artistas, y menos entre los que participan en la política. A su manera tendría un papel similar al de la meditación mística: ésta ha sido siempre próxima a la lírica, aunque comparada con ella es un medio o un instrumento demasiado exclusivo. Influiría de tal modo que la gente adquiriría la capacidad y las' ganas de llegar a apaciguar la voluntad y percibir la luz que se manifiesta solamente cuando la voluntad está tranquila. Sería como la meditación mística, la escuela de la percepción, la escuela de cómo dejar la realidad que se nos presente ella sola.

No todas las culturas pueden cumplir esta misión. Tener esperanza sólo en la cultura en sí, en la Cultura en el sentido del cultivo y el refinamiento respecto a todo lo que hemos adoptado del pasado conduciría a la desilusión. Seguiría siendo siempre la tradicional cultura de la voluntad y la antigua razón. Aunque olvidásemos que nuestra cultura sabía ser no sólo intolerable (a pesar de que, según la opinión general, a la cultura se le atribuye la tolerancia), sino también opresora, arrogante y mesiánica, insensible para muchos valores importantes, no podemos dejar de darnos cuenta de que la legitimidad de estos valores suyos tradicionales está más quebrantada.

Esta misión la puede cumplir hoy sólo una cultura basada en un estado de consciencia bastante modificado. Y aquí precisamente veo una gran oportunidad y un gran papel para el lirismo y la lírica, para un estado de espíritu caracterizado por la identificación con el mundo, la compenetración, la simpatía, la compasión y la voluntad no interesada. Su sabiduría, aunque en ella tendría el papel principal un elemento tan irracional como el amor, no tendría por qué ser menor que la sabiduría de la cultura actual.

Hasta tengo ganas de afirmar que sólo ésta sería la cultura feliz y verdaderamente benéfica, como es menester.

Ahora, mientras digo esto, me asalta una cuestión que en este momento no me parece más que retórica: ¿no está el patetismo alimentado y empujado precisamente por la visión de esta benéfica comprensión de las cosas y su sabia disposición a base de simpatía y compasión? ¿No es el patetismo un intento de atravesar la propia sombra y de regresar a una Arcadia donde lo razonable, justo y natural equivale a la realidad? ¿No es sólo el regreso al idilio, es decir, al estado en el que no sentimos ningún poder ajeno sobre nosotros y desaparece la contradicción entre lo que hay y lo que tendría que haber, el estado en que razón y poder, ética y política pueden sentarse a la misma mesa? ¿Y, al fin y al cabo, no es el paraíso perdido., tan ansiado por el patetismo, el mundo del lirismo? ¿No es precisamente la poesía, la lírica, uno de los mejores artífices e intérpretes de este paraíso?

Diciendo estas palabras tengo la tentación de pasar de lírico de nacimiento a lírico de convicción, lírico por elección.

Jaroslav Seifert poeta checoslovaco, obtuvo en 1984 el Premio Nobel de Literatura. Traducción: Mónika Zgustová.

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