Muermo

Qué atrocidad. Tras una estancia de cinco meses allende los mares, regreso a España y me entero de que Madrid ya no es la capital del mundo. Tremendo. Transida, traspuesta y transoceánica, voy asumiendo lentamente y con dolor la certidumbre del fin. En el último número de la divertida La Luna me informo de que ya no hay progres, que los modernos han muerto y que la famosa movida está aquejada de un paralís definitivo. ¿Madrid? Un muermo, un cenagal de hastío, un aburrimiento condensado. Hasta la Fundación Pablo Iglesias organizó unas jornadas sobre la crisis de la modernidad. Esto se hunde.Y, sin embargo, yo, en mi ceguera, había creído reencontrarme con el mismo Madrid que había dejado. El mismo calor de todos los julios, el mismo bochinche de circulación y nervios, las mismas noches ávidas, las mismas caras en semejantes sitios. Como siempre. Tan torpe he sido que no he sabido darme cuenta de que la movida está parada, y he creído ver progres y modernos allí donde sólo había cadáveres. Claro que tampoco advertí cabalmente, en su momento, el mentado esplendor de lo moderno. Me enteré de que Madrid era la capital del mundo del mismo modo que me he enterado ahora del fatal ocaso del imperio: por los papeles. Esto es lo que más me fastidia y encocora: el que no me haya dado tiempo a participar en la trepidación y el éxtasis. Yo, que venía firmemente dispuesta a enterarme de una vez por todas de lo que era la modernidad, me he encontrado con un difunto aún palpitante. No hay derecho.
Eso sí, estar tan claramente out como está una tiene por otra parte sus ventajas. Porque, sí, te habrás perdido el frenesí y el trance cuando Madrid era el centro del orbe cristiano y aun del pagano; pero ahora, cuando la norma de la moda impone al parecer el morir de tedio, la desgana, el spleen y fruncir el ceño, puedes librarte también de semejante muermo y seguir a tu aire, es decir, unos ratos bien y otros bien malos, buscándote la vida, como tantos. Madrid, dicen, ha muerto. Los que intentamos sobrevivir continuamos.
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