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La visita del rey Juan Carlos a París

Lo que llama la atención de su majestad el rey Juan Carlos no es solamente esa cordialidad, ese estilo directo, atento, familiar, propio de todos los Borbones que no son detestables. Es una especie de expansión tranquilamente dominada. Quien ha conocido en público al príncipe de España, con Franco, en años de larga y severa paciencia, no puede más que sentirse afectado por esta metamorfosis. Ese fondo de tristeza de la mirada, esa torpeza que pareciera traducir un aburrimiento mortal o una grave indecisión hay que olvidarlos.¿Un rey feliz, el huésped que recibe Francia? Sin duda alguna. En torno a este hombre deportivo todo respira felicidad, hasta ese cuadro bucólico de la Zarzuela, ese palacio con nombre de opereta; ninguna etiqueta exagerada en esta casa de campo que sorprende por su simplicidad. ( ... ) Si la Constitución de su país no le concede hoy más prerrogativas políticas que a un monarca británico oescandinavo, nada puede hacer olvidar que fue el alma de esa Carta democrática, ni que a la hora del peligro fue el único guardián. De los ocho soberanos que reinan en Europa es el único que se puede decir que ha conquistado su reino.

Fue una conquista en tres etapas y la primera era la más arriesgada, la más penosa. El 23 de julio de 1969, Juan Carlos aceptaba solemnemente suceder un día a Franco. Operación arriesgada, pues ligaba oficialmente la monarquía a la supervivencia de un régimen dictatorial. Operación penosa, pues ella se hacía con desprecio a los derechos dinásticos del conde de Barcelona, como de sus convicciones democráticas claramente demostradas. ( ... )

En noviembre de 1975, cuando murió el Caudillo, no era todavía más que Juan el Breve. ( ... ) Seis meses más tarde atacaba resuelto, pero prudentemente, el bunker franquista, nombrando a Suárez como jefe de Gobierno. ( ... )

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El golpe del 23 de febrero tenía todas las posibilidades de triunfar. Esa noche, donde todo un Gobierno, toda una asamblea se encontraron prisioneros de una banda de facciosos y donde un Ejército podía apoyar o inclinarse a los rebeldes, el único hombre que podía detener esa locura era el Rey.

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