Camilo José Cela
Tarea sencilla es la de situar a Camilo José Cela en nuestro panorama cultural. Él mismo nos da la cuestión resuelta cuando en su Baraja de invenciones afirma.: "Me considero el más importante novelista desde el 98 y me espanta considerar lo fácil que me resultó. Pido perdón por no haber podido evitarlo". Y aunque la frase suene a indomable altanería, la verdad es que el reconocimiento alcanzado por la obra de Cela no es usual en estos pagos. Y para conseguirlo tanto le ha valido su sabiduría para compaginar el happening cultural con otros de diferente: naturaleza -el espectáculo en blanco y negro que protagonizó días pasado es buena prueba de ello como la capacidad para ahincar su literatura en los terrenos más ásperos de la realidad, al margen de tabúes y convencionalismos. La embestida con que ensarta el tema de la sexualidad y el contumaz desgarro con que amasa su lenguaje han sido sus mejores aliados en este empeño.Y es con este mismo temple de mihura saliendo del chiquero con el que enfrenta las complejidades de la condición femenina. Un tema al que le dedicó especial atención en el malogrado Informaciones, en aquella época en que una España rumorosa y tensa iba abriendo sus pistilos a la democracia y cuando un grupo de mujeres, aprovechando las primeras bocanadas de libertad, lograba imponer sobre el tapete político los supuestos de nuestra emancipación. Justo entonces, nuestro Cela se despachaba a gusto sobre el tema.
El trabajo doméstico
Así, cuando las feministas combaten el tradicional confinamiento de las mujeres en el trabajo doméstico, Cela viene a decirnos con. un estilo donde la gracia se confunde con la guarrada, la ironía con la brutalidad y los alardes de crueldad nos hielan la sonrisa en su mismo inicio, que el orden social está en grave peligro porque las amas de casa han tenido la osadía de acogerse a las comodidades de artilugios modernos tales como electrodomésticos, alimentos conservados, vajillas de plástico o servilletas de papel. El uso de estas últimas colma la irritación de nuestro señor don Camilo: "Señora -le increpa a su anfitriona, que ha osado poner estas servilletas en la mesa-, aquí hay un malentendido: un servidor creía que le había invitado usted a comer, no a cagar". Y a continuación se arranca con una loa a las servilletas planchadas y almidonadas.Y es que tiene más razón que un santo cuando se lamenta de todo lo que se va a perder con la liberación de las mujeres. Si nuestro ilustrado se hubiera entretenido en leer El segundo sexo, hubiera comprobado que, a lo fino y razonable, las feministas somos conscientes de ello. Allí Beauvoir señala con su habitual claridad la existencia de logros humanos -desde las voces castratis hasta la hermosa jardinería de la América esclavista- que están en contradicción con una sociedad igualitaria.
Pero para enterarse de estas sutilezas, Cela tendría que estar menos obcecado con la suerte de sus congéneres encarnados en "los vilipendiados señores Rodríguez, esos santos víctimas ( ... ) de la punta de mangantes que viven a sus expensas ( ... ): la esposa ( ... ) y los hijos ( ... ) cuando no también la suegra -el enemigo al que se paga el armamento y la intendencia- y quizá alguna cuñada bigotuda y talluda y repugnante que se ha quedado para vestir santos y sin que nadie se sorprenda de su destino". La victimización de estos congéneres por sus mujeres es el tema al que, al menos en esta serie de Informaciones, Cela no le concede tregua: "El hombre, pese a su aire estúpido y orgulloso, no es sino la tímida bestia del sacrificio".
Soluciones drásticas
Para hacer frente a esta situación, Cela no duda en recomendar las soluciones más drásticas. Vean, por ejemplo, la propuesta que el que estaba próximo a ser investido senador hace a un esposo cuya mujer se ha encaprichado con un tomavistas. "Si Paco, en aquel momento y sin decir ni una palabra, le parte la cabeza en dos a su señora con un bastón (o con una plancha o cualquier otro objeto útil al finque se persigue), Paco está salvado". Pero, como Paco compra al fin el tomavistas, nuestro senador sigue aleccionándolo: "Pobre Paco, que mal camino llevas. Deberías tomar ejemplo de tu primo Claudito ( ... ) que atravesó a su legítima esposa con una lezna de zapatero un día que se le puso algo burra ( ... ). En el pueblo fue la admiración de todos y hasta el mismo señor juez hubo de exclamar ¡Qué jodidito Claudito, qué tino demostró!". Satisfecho podrá estar don Camilo desde que las socialistas han aprovechado el siniestro tema del maltrato a las esposas Muchos Clauditos se ve que hay por ahí.Así las cosas, tampoco es de extrañar que Cela no cumpla los requisitos para pasar a la historia como tratadista del amor: "Las contrariedades amorosas", nos aclara, "se vencen cambiando de objetivo. ¿Que una señora o señorita se pone pelma y empieza a presumir de estrecha a destiempo? ¡Peor para ella! Se la cambia por otra y santas pascuas. El secreto estriba en no ignorar que jamás falta un roto para un des cosido".
Pero donde el verbo cálido de Cela y su visión perspicaz llega al cenit es cuando aborda la sexuafl dad femenina. Una vez más, Cela nos presenta un panorama inesperado. La esposa de aquel Rodrí guez ya traído a colación "suele ser un descosido pendón", que mientras su marido trabaja ella "holgazanea a modo y se cepilla al paisanaje con suma aplicación" Su vecina "le pone al marido unos cuernos como un venado porque quiere realizarse". Y cuando diser ta sobre el verbo "acollonar", ine fable invención de su incansable ingenio, afirma que las mujeres "lloden como leonas". Paradójico resulta que en un país donde se han barajado cifras cercanas al 80% de mujeres frígidas, Cela nos ofrezca esta visión orgiástica nada menos que del pacífico sector de amas de casa.
La indudable gracia e ingenio que el escritor demuestra en oca siones no le exculpan de la brutafl dad de otras. Y como muestra ninguna perla tan conseguida como la que nos brinda el 3 de di ciembre de 1976 bajo el título Las pobrecitas mujeres. Nuestro autorha leído en el periódico que en determinada localidad española una cincuentona fue violada por un adolescente. La tesis del artículo, lo que al autor le 1lena de estupor", es que aquélla, "en vez de darle las gracias, armó la de San Quintín". Mucho debió gustarle a Cela su ingenioso artículo, puesto que, con todo el morro y como si original fuera, ha vuelto a publicarlo en Diario 16 el 19 de febrero de este año del Señor.
Como vemos, los parámetros que encuadran la posición de Cela ante las mujeres son: una sostenida atención a la sexualidad femenina, una brutalidad continuada, una no disimulada irritación y una desmesurada compasión por sus víctimas los hombres. De poco nos sirve que Cela afirme que, por haber vivido siempre al pelo de lo que le apetece, no tiene inconsciente. Su desasosiego ante el potencial sexual femenino, su pertinaz empeño en afirmar su propia sexualidad -la monumental obra El diccionario secreto es, valores lingüísticos aparte, un rendido homenaje al falo- y su fijación en el lenguaje anal son datos de su personalidad que dificilmente serían pasados por alto por un psicoanalista. Sobre todo, si se les completa con los que el mismo Cela suministra en su autobiografia La cucaña, significativamente subtitulada Infancia dorada, pubertad siniestra, primera juventud. Efectivamente, en ella se nos describe, alcanzando Cela sus mejores cotas de narrador, una infancia no sólo dorada, sino también iluminada por un arco iris viscontiniano. En una casa fianqueada de guisantes de olor y tupidas madreselvas, aparece un Josesiño Camiliño rodeado de abuela, madre, tías, tatas, jardineros y mozos de cuadra, que compiten por servir al diminuto señor. La nota característica para el psicoanalista sería una absoluta posesión por la madre y la abuela -creadora de ese paraíso de Iría Flavia-, junto a la frecuente ausencia del padre, que Cela recuerda en sus memorias con gozo incontenible. "¿Qué bien que se fue papá, verdad, mamá?".
Demasiadas pistas para esta época posfreudiana, en la que, más o menos chapuceramente, todos hemos aprendido a jugar con las piezas del puzzle de nuestro pasado y de las del vecino. Por lo que sabemos de Cela, quizá le vendrían como anillo al dedo las ideas de Christian Olivier en su ensayo Les enfants de Jocaste. El combate del hijo varón por lograr su autonomía afectiva, tanto más duro cuanto mayor la posesión materna, explicaría, según Olivier, muchas de las actitudes misóginas de los adultos. El niño encadenado en la trampa del amor materno desarrolla un terror a la dominación femenina, un pánico ante toda posibilidad de simbiosis con la mujer: alejarla, confinarla en sus lugares exclusivos (familia, hogar, educación), tal sería el objetivo de la guerra masculina. El sexismo del lenguaje provendría del miedo a emplear las mismas palabras que las mujeres, a encontrarse en el mismo lugar de las madres.
El psicoanálisis puede ayudarnos a encontrar las claves de las actitudes y del lenguaje de Cela. Más desguarnecidos estamos a la hora de entender por qué una personalidad encaramada a las más altas distinciones culturales se permite escritos como los comentados. Aunque el planteamiento lógico sería preguntarnos por qué tantos honores a quien así escribe.
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