La popularidad del presidente
Al aproximarnos a la recta final de la actual legislatura, sorprende el desconcierto reinante a la hora de enjuiciar la labor de¡ Gobierno. La oposición de derecha ha agotado el arsenal de descalificaciones, sin que crítica tan dura y constante haya calado lo más mínimo en la sociedad española; antes al contrario, son cada vez más reducidos los sectores sociales dispuestos a aceptar este mensaje. En el año que todavía queda para las elecciones, según la Coalición Popular vaya cerciorándose de su probable derrota, hasta podrían reproducirse las tensiones y quebraduras internas que un día acabaron con UCI), hipótesis, sin embargo, que considero poco probable, al dar por supuesto que el recuerdo de lo ocurrido terminará por aplacar los ánimos. Pero después de las experiencias de UCD y del PCE, no cabe descartar por completo que la CP, para desgracia de la democracia española, no viva un proceso de autodestrucción parecido. El sistema de partidos que cuajó en la transición es todo menos sólido y estable, llevando aún en su seno no pocas sorpresas.Larga también es la lista de los agravios de la izquierda, pero se ha revelado socialmente tan raquítica, y sobre todo tan mal avenida, que su incidencia social resulta significante. Puede discutirse si la crisis interna de los comunistas ha debilitado a la izquierda, o al contrario, la debilidad manifiesta de la izquierda es lo que ha llevado a los comunistas a la ruptura; lo cierto es que el Gobierno ha podido enterrar, no ya el viejo discurso socialista, sino incluso el más modestamente reformista con el que ganó las elecciones, practicando una política económica netamente de derechas, sin perder por ello un apoyo social mayoritario.
Entre los cuadros del PCE la competición con el PSOE tiene que haber resultado traumatizante. Cuando, abandonando sus posiciones, jugaron la carta de la prudencia, desbordando al PSOE por la derecha, los socialistas, quedándose en su sitio, lograron consolidarse como la verdadera alternativa democrática. De 1976 a 1982 fue rentable un discurso de izquierda, aunque muy matizado y en descenso, de rojo subido a un tenue rosado. Al llegar al poder y ocupar un buen espacio del que reclama la derecha, los socialistas dejan el de izquierda al PCE, que se muestra incapaz de ocuparlo, sacándole el menor rendimiento. Un antiotanismo en manos del PSOE, por lo demás ambiguo, se convierte en una locomotora electoral; en manos de los comunistas no consigue más que desacreditar a las posturas críticas frente a la OTAN. Trágico parece el destino de los comunistas españoles: cuando jugaron la carta de la derecha, robustecieron el sistema, pero perdieron credibilidad, arrojándosela a los socialistas; al heredar prácticamente todo el espacio de la izquierda descubren que lo poco que existió había sido consumido por los socialistas en fuegos de artificio para su ascenso al poder. En política, nada tan importante como el sentido de la oportunidad; los dirigentes socialistas han dado pruebas suficientes de que han sabido ser de izquierda, o de derecha, en el momento y en el asunto oportunos. -
La derecha con calibre pesado, apoyada por una buena parte de la Prensa, y los comunistas con mejor precisión, pero no mayor éxito, no han dejado, como es su obligación, de bombardear al Gobierno. En los ya raros mentideros en los que interesa la política, normal que cuanto más caracterizados a la derecha o a la izquierda, más contundentes las críticas; entre los expertos y entendidos -eso sí, con una amplia gama de matices y de distingos-, el juicio también suele ser preferentemente negativo. En sectores muy concretos, como cuerpos de élite de la Administración, en particular magistrados y catedráticos, o en algunas profesiones liberales, temerosas de perder privilegios y prerrogativas, el clamor contra el Gobierno ha alcanzado tal volumen que ha llegado a las orillas del Spree. Los que por ocupación, posición social, conocimientos o capacitación algo tienen que decir, critican al Gobierno; en cambio, la sociedad española, tomada en su conjunto, expresa un juicio preferentemente positivo.
Aquí se inscribe la causa de la desazón percibida al juzgar la tarea del Gobierno: por un lado, se. comprueba una acumulación crítica entre los sectores más calificados de la sociedad; por otro, un apoyo social mayoritario: si mañana se celebrasen elecciones, no cabe la menor duda de quién las ganaría. Frente a críticas muy duras en los más distintos sectores de la Administración y de la sociedad, después de casi tres años, lo verdaderamente llamativo es lo poco que se ha desgastado el Gobierno. No pretendo un balance improvisado de la obra realizada -ya habrá ocasión de hacerlo con la distancia y el rigor debidos-, sino tan sólo plantear algunas de las cuestiones que conlleva la discrepancia entre las críticas individuales, provenientes de los más variados sectores y la opinión social mayoritaria, altamente favorable, según se desprende de las últimas encuestas.
No por dejar de lado las críticas interesadas que producen los partidos políticos concurrentes o los sectores sociales que temen, con razón o sin ella, que la más mínima reforma r ueda afectar a sus intereses, desaparece la discrepancia señalada entre una opinión pública mayoritariamente favorable y la censura que traslucen las personas mejor informadas. Sucede, empero, que esta discrepancia que a algunos azora y que el Gobierno, como le corresponde, trata de ocultar -la política es también el arte de la ocultación, moviéndose entre el secreto y el disimulo-, nos incluye en la normalidad democrática. En todos los países democráticos se comprueba una misma divergencia entre la opinión mayoritaria y la que llamaría cualificada; en todos ellos los grupos sociales más conscientes y responsables se distancian, tanto del Gobierno como de la opinión pública dominante. En las dictaduras se persigue el disentimiento; en las democracias, en cambio, el que discrepa fortalece el sistema, al abrir cauces de transformación a largo plazo, sin que quepan vuelcos repentinos de la opinión pública, por lo demás férreamente controlada.
Llama la atención, sin embargo, dos particularidades que más que españolas me parecen propias de nuestro grado (el desarrollo sociocultural y tradición política: por un lado, lo difícilmente que cuaja la crítica que corre de boca en boca en un discurso coherente y fundamentado, expresado por escrito. En la cultura oral en la que todavía nos hallamos inmersos domina el rumor y hay que andarse con pies de plomo con lo que se dice, aun en los círculos aparentemente mejor informados. De ahí que la distancia que separa aquello que se cuenta de lo que se escribe sea inmensamente mayor que en otras democracias europeas. Por otro, lo cicateros que somos con el elogio que suene verosímil por mesurado; respecto a la acción del Gobierno, entre nosotros, al parecer, no cabe más que el coro de las alabanzas cortesanas o la descalificación más implacable; dilema que, a fin de cuentas, caracterizó tanto al viejo absolutismo como a los totalitarismos contemporáneos.
Entre las muchas cuestiones que comporta la disparidad mencionada, una se impone: cómo se explica la popularidad del presidente que poco ha perdido de su carisma, a pesar de haber llevado a cabo una política económica que ha supuesto un descenso de los salarios reales y un aumento significativo de la ganancia empresarial, sin que ello haya influido en la tasa de inversiones, de modo que se haya quebrado la tendencia a subir del paro. Se ha puesto en marcha una "reconversión industrial" de cuya urgencia no cabe la menor duda, pero sin compaginarla con una "reconversión" del aparato del Estado no menos perentoria y de mucho mayor alcance para la recuperación económica: en el mundo de hoy no hay economía que funcione sin un Estado lo suficientemente flexible y eficaz. Cabe dejar constancia de algunos tropezones graves y, sobre todo, de omisiones no menos significativas, sin que por lo visto hayan influido demasiado en la opinión pública. Las razones por las que el Gobierno goza todavía de un apoyo mayoritario pesan mucho más que la lista de deficiencias que podríamos enumerar los que hemos hecho de la crítica un oficio. Poner de manifiesto estas razones constituye, seguramente, el tema más rico en enseñanzas que podría acometer un estudioso de la política.
Permítame el lector, sin intentar siquiera desbrozar el tema, exponer en estilo telegráfico tres puntos que imagino saldrían a relucir a la hora de dar cuenta de los factores que mantienen la popularidad del Gobierno, asegurando por lo menos el éxito en las próximas elecciones. El presidente ha dado la impresión de que gobierna con mano firme -no es poco después de los últimos meses de UCD-, evitando tanto la retórica izquierdista como cualquier cambio en profundidad que cuestione la continuidad con el viejo régimen. En primer lugar ha dado repetidaspruebas de que sabe actuar cuando lo requieren los acontecimientos, consciente de que nada es tan peligroso como la indecisión o la volubilidad. Los fallos más llamativos han estado siempre relacionados con declaraciones a veces inoportunas; otras, con contenidos difícilmente defendibles. Si algo ha de reprimir es su propensión a la confidencia o al comentario espontáneo, cuidándose de no dar gusto a la lengua. Otra carga, y no de las más leves, del puesto que ocupa. Dicen que la cúspide del Gobierno comparte la admiración por un sevillano ilustre, don Antonio Machado. Posiblemente ha meditado a menudo un texto del Mairena que previene del peligro de la retórica izquierdista: "Los políticos que pretenden gobernar hacia,el porvenir deben tener en cuenta la reacción de fondo que sigue en España a todo avance de superficie. Nuestros políticos llamados de izquierda, un tanto frívolos -dígámoslo de pasada-, rara vez calculan, cuando disparan sus fusiles de retórica futurista, el retroceso de las culatas, que suele ser, aunque parezca extraño, más violento que el tiro". Lo menos que hay que decir,es que este Gobierno ha estado sobremanera atento a que amagos izquierdistas, que luego suelen quedarse en mero gesto, no terminen por hacer recular los mosquetones. El tercer punto se refiere a la continuidad de que ha dado prueba este Gobierno del cambio. Podrá asombrar al lector, pero estoy convencido de que lo que más popularidad ha dado a un Gobierno que promete cambiar las cosas es que no haya cambiado nada: con ello queda lo viejo remozado, gozando de nueva vida. En el fondo, nada tranquiliza tanto como comprobar el orden eterno e inmodificable de las cosas, al percibir que los jóvenes revolucionarios reproducen conductas y palabras de los que detentaron el poder antes que ellos. "Nada más dificil de llevar adelante, nada más dudoso en el éxito, ni más arriesgado en su tratamiento diario que cambiar las cosas e introducir un orden nuevo. El que lo intenta se gana el odio de aquellos que se beneficiaban con el viejo régimen, sin conseguir más que un apoyó tímido de aquellos a los que favorece el nuevo". Ningún político que se precie ha leído a Maquiavelo -el que se le pueda acusar de maquiavélico casi resulta tan peligroso como el que se le tache de utópico-, pero todos los que lo son de verdad siguen instintivamente los consejos del gran florentino.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.