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Tribuna:RELATOS
Tribuna
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Fines de semana históricos

En sus 30 años de Cronista nacional titulado había llegado a la conclusión de que no hay Historia. Para no perder los emolumentos ni el título, fingía creer en el flujo histórico. Los fines de semana, según el Cronista nacional, el flujo se interrumpía. Gracias a esta interpretación, el Cronista podía dedicarse, en buena conciencia, a sestar los fines de semana en su club habitual, una especie de casino country que amalgamaba a lo más ruinoso de lo que había sido en tiempos la golfería más fina de la capital.-Mire, don Cronista -le objetaba Pura-, a mí particularmente no acaba de convencerme que el flujo cese el viernes por la tarde y vuelva a su devenir el lunes por la mañana. Si la memoria no fuese la más grosera de las funciones mentales, le citaría ahora mismo media docena de hitos acaecidos en domingo.

-No me cite, doña Pura, y reflexione. A usted, que en las postreras barricadas de la utopía era ya una madura de muy buen ver, le consta que no hay flujo, porque no hay conexión, y que ese subgénero literario que es la narración histórica se empeña, vanamente por otra parte, en fingir concatenación en el simple vivir al día, en que consiste la vida.

-Ahí sí que no, don Cronista. Parece mentira que usted precisamente compare la Historia con la vida, cuando usted sabe, y si no lo sabe eche un vistazo a su alrededor, que la vida es muy destructiva de por sí y, encima, está llena de imbéciles y de granujas.

-De acuerdo, pero reconozca que la originalidad histórica es tan intermitente y tan poquita cosa como los descubrimientos geográficos.

-Disculpe, pero no tengo la cabeza hoy para hablar de geografía -se dolió Pura, que, en efecto, mostraba una sospechosa palidez bajo el maquillaje.

Y como aquel sábado estaba primaveral y lluvioso, Pura y el Cronista, arrullados por la atmósfera de anisados del casino, se sumían en sus respectivos sumideros. Desde que enviudó, el Cronista recuperaba en la púrpura ajada de aquellos salones el tono conyugal. Pura, con los ojos abiertos, gozaba el tedio de repetitivas fantasías obscenas entremezclándose con recuerdos sentimentales. Cada tanto, el servicio retiraba con diligente suavidad a don Ricardo o a doña Felicidad, aún vivos, pero estropajosos. Del picadero, de las ralas praderas y de las pistas de tenis llegaba a los salones, con el rumor de la lluvia, un vigorizante olor a barro. Y no resultaba incongruente que, mientras se constituía una partida de tresillo o de julepe, se aproximase, disfrazada de liviana con un vestido estampado, Gertrudis, la recién divorciada de Valeriano.

-Valeriano me acaba de decir que en el periódico se asegura, mi querido Cronista, que es cierta su elección para la Academia.

-Pues lo que asegura esta mañana ese periódico de tu ex, Gertrudis, es que esta península está a punto de cambiar de continente, como quien no quiere la cosa.

-No antes del lunes ambos sucesos, apreciadas amigas. Si es que -el Cronista se retrepó en el butacón, pavoneándose sin pudor- mi polémica personalidad atrae, por fin, votos suficientes. Respecto al cambio continental es cosa hecha, a falta sólo de allanar los Pirineos.

-A mí, como no me gustan los toros, la cosa me trae el paro -sentenció Gertrudis, que mimaba como a huérfanos los gaseosos pliegues de su vestido. Aunque también dice Valeriano que piensan clausurar los casinos, porque así lo exige la cosa.

-En tanto no nos supriman las corridas -pregonó Pura-, podemos dormir tranquilos, porque a este casino no hay cosa que lo suprima. Tendrían que inventarse un sustituto de la senilidad precoz y los correspondientes antídotos contra las frustraciones, la conciencia de culpabilidad, la compulsiva necesidad de triunfos, la pretensión de recuperar el tiempo pasado, la codicia y una concepción de nuestra Historia como una película en colores, a la que usted contribuye, querido Cronista, con sus monografías de romanos.

-Pero, Pura... -balcuceó el Cronista, levantándose a medias e incapaz de impedir que la antigua utópica se mudase al bar.

-Déjela, déjela usted que se pudra de celos. Creo que sospecha que usted, nada más ser recibido académico, piensa proponerme una aventura, que, considerando todo lo que nunca se atrevió usted a confesarme que le gusto, vaya usted a saber hasta qué nefandas complicaciones puede arrastrarnos.

-Gertrudis -susurró el Cronista, sorprendido de su propia vehemencia-, ¿cree usted que Pura sospecha también que usted aceptaría que uniésemos a mi gloria la fortuna que le pasa Valeriano?

-No sé si lo sospecha, pero en cuanto seamos adheridos a ese continente y a usted me le coronen de laurel inmortal, usted y yo damos la campanada, la última campanada de la raza.

-Por desgracia, ay, ninguna de esas dichas acaecerá antes del lunes.

-Impacientón..., ¿qué sabes tú?

¿Qué sabía él, efectivamente, que tanto sabía de los tartamudeos de la historia, acerca del océano de ilusiones que albergaba en su pecho? La tarde se le iba en rosadas mentiras y en rotundos tragos. Ahora, al final de la madurez, imaginaba tener, además de cronología, talento. ¿Cómo, si no, se explicaba que dos mujeres y la Academia se lo disputasen?

En la intimidad de su solitario dormitorio se vistió las galas que vestiría el día de la pública y solemne recepción, arreos que en el armario luchaban contra la poliIla y la envidia. Le dieron las tantas ante el espejo, por lo que, abrazado al frac, se durmió sin enterarse de que a la madrugada su patria ya no era el cornúpeta sobre el que cabalgaba la señorita de la túnica, sino la propia señorita.

-Pero ¿qué me dice usted, Valeriano?

-Lo que usted oye, Cronista. Y como en esta peculiar democracia el elector no se siente representado por quien eligió, sino por el periódico que ha elegido leer, aquí me tiene usted que no sé qué decirles a mis electores, por culpa del majadero de Jacobito, que no contento anoche con raptar a mi ex Gertrudis se me llevó los estados de opinión de los lectores, dejándome hecho un diputado. Usted, que ha llegado ya a persona de orden, ¿qué me aconseja?

-Pues que les eche usted una pareja de civiles a esa pareja de infieles y que se los traigan esposados de Londres, ahora que en Londres, digo yo, tendremos cuartelillo.

Huyendo del soliviantado ambiente de los salones, el Cronista salió a las praderas que la lluvia del día anterior había embarrado. Como sus zapatos al barro, su cabeza se adhería a viscosas premoniciones. Ya podía dedicar el frac académico a vestir santos, si, como era previsible, la metamorfosis en continente no traía aparejados los cambios de rigor. Jubilarían a los mayores de 50, en el salón de actos instalarían un equipo de cientos de vatios y de luces por láser, abrirían el ambigú al pueblo y dedicarían la biblioteca de la docta casa a actividades lúdicas. Le estremecieron las náuseas.

Contra la alambrada de la pista de tenis, los ojos alzados al cielo anubarrado y el alma en un clamor, el Cronista titulado se preguntaba cómo los dioses permitían que, en un mismo domingo, un garambainas de redactor jefe le robase su novia del sábado a quien, habiendo consagrado la existencia a la Historia, la Historia escarnecía. Se sentía encadenado por la incomprensión y entre las llamas de la injusticia. En aquel momento, de no haber estado viudo, habría apaleado a su mujer.

Pero en aquel momento descubrió que desde un ventanal le observaba Pura y, poseído de irresistible repugnancia al trato carnal, el Cronista se refugió el gimnasio. Nada más trepar al potro, como si hubiera trepado a Clavileño, experimentó los síntomas del conocido vuelo a 1844 y huyendo ahora de sí mismo, descabalgó el potro y se refugió en el más subrepticio rincón de la cantina del servicio. En aquel tinelo consiguió reducir sus inquietudes a no dejarse llevar al siglo XIX, ya que bastante atroz estaba siendo la mañana como para terminar el día de fiesta en un baño de sangre.

Confió en que los licores y el detestable menú de la cantina le amodorrasen lo suficiente para soñar únicamente con resonantes períodos oratorios. Sin embargo, al terminar el almuerzo, hundiéndose en una desvencijada butaca y oyendo, como música de fondo, el usual estruendo de los que no hacen la Historia, el Cronista sintióse incapaz de permanecer en su época (cuando era notorio que ya no estaba en su tierra).

El fenómeno transmigratorio se caracterizaba por su semejanza con una especie de pasmo y solía acometerle al Cronista, que nunca había sufrido trastornos gástricos, en aquellas circunstancias en que al común de los ciudadanos la vida de diario les produce úlcera duodenal. Una suspensión de ánimo a ritmo de minué inauguraba la pasmosa brujería, para de inmediato aparecer en lontananza una ristra de morcillas cubiertas de piojos. Estas y algunas variables figuraciones se resolvían con la reencarnación del Cronista en Narváez, don Ramón María (1800-1868).

Como impulsado por un incesante y sordo murmullo, Narváez sobrevolaba una ciudad tétrica y maloliente, por cuyas angostas calles y plazuelas arrastraban los pies inacabables filas de cesantes, turbas de pretendientes a poltronas hozaban en los comederos de los distintos Ramos de la pública administración y astrosas mujeres escondían bajo las sayas a los aterrorizados contertulios de fondas y cafés. Tambaleante como aeróstato, Narváez descendía sobre el adoquinado y, desenvainando el espadón de Loja de su mote, comenzaba, voraz y concienzudo, a desmochar cabezas y a segar miembros.

Cuando, chorreantes las charreteras de sangre peninsular, Narváez transmigró al Cronista, la cantina estaba en esa penumbrosa soledad de atardecer de domingo que huele a archivo. Se le orbitaron los ojos, sacó el sudor de su rostro y calmó el frenesí de sus manos. Luego, subió a los salones, donde el julepe había sido sustituido por el bridge y los mejicones por las pastas. Pura descubrió al Cronista que vacilaba y, por fin, se aproximaba a ella.

-Amigo mío, por su lamentable aspecto apostaría que sale usted de un episodio galdosiano. Siéntese y déme conversación, si su justificada conciencia de cornudo se lo permite.

-Como usted disponga. ¿Por qué, doña Pura, la Historia, que no es nada, resulta tan larga, y mi vida, tan fugaz?

-No desespere que, antes de

que nombren los académicos por decreto, quizá salga usted elegido. Todo pasa, sí, pero algunos pasan más de prisa, porque las dificultades para decir siempre la misma mentira sólo son capaces de superarlas los grandes hombres.

En los ojos de Pura percibió el Cronista los últimos ramalazos del flujo histórico y, encargando copas, recuperó el sosiego intemporal del domingo.

-Olvidemos, querida Pura, esos mezquinos tejemanejes de los decretos. ¿Se ha enterado usted de que el granuja de Jacobino le ha birlado a Valeriano los dineros del periódico?

-Me he enterado -confirmó Pura-, pero es usted el que debe enterarse de que, a lo tonto, durante los fines de semana también se puede hacer el bobo.

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