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El Estado y las perversiones / y 2

La razón de Estado es el principal enemigo de la libertad; o, mejor, para no incurrir en énfasis excesivamente solemnes, de las libertades. La razón de Estado o razón política puede acabar- cubriendo todo, hasta la destrucción de su razón de ser: el Estado en el que se pretende convivir en libertad. Y esta destrucción puede llegar de la manera más sutil, casi sin darse cuenta nadie, sobre todo cuando hay un peligro exterior; pero no sólo entonces: también cuando el peligro es interno o cuando no hay peligro efectivo alguno.La razón política se invoca desde fuera para destruir o debilitar precisamente ese Estado, como justificativa de la vulneración de las normas que el Estado establece para la convivencia, y, entre ellas, la protección de la vida humana. La razón política es la que se invoca para el asesinato terrorista: una razón de Estado de quienes no son todavía el Estado, pero aspiran a serlo. Lo sorprendente es que ese Estado, para defenderse, invoque la razón de Estado para amparar la transgresión de las normas en que el Estado consiste.

Y así, no resulta tan excepcional que, una vez regulada la organización social de tal manera que son fundamento y objetivo primordial de la misma la defensa y realización de las libertades de los individuos y el más escrupuloso mantenimiento, a toda costa, de la vida humana, el Estado recurra a métodos que niegan las libertades e incluso atentan contra la vida humana, y precisamente para mantener esa vida y esas libertades como quicio y objetivo del sistema de vida que se ha elegido.

Éste no es más que un aspecto de un problema más general: ¿puede el Estado dejar de cumplir las normas por él mismo establecidas, cuando, en casos concretos, la razón de Estado así lo exige o, al menos, lo hace recomendable? ¿Puede el Estado basarse, para su defensa, en conductas de individuos que no cumplen las normas o que se supone que no van a cumplirlas? No es sólo que el Estado, por aquello de que representa el interés general, suele estar beneficiado, en las regulaciones, por distintas manifestaciones de la ley del embudo, sino que no tan raramente tiende a traspasar hasta esas leyes del embudo fabricadas más o menos a su medida. Y no me refiero sólo a casos de notoria gravedad y trascendencia, como son los que afectan a las líbertades básicas, sino a otros muchos en que lo que se vulnera son regulaciones de orden administrativo, fiscal o financiero.

Cierto que, con no escasa frecuencia, las leyes son tan estúpidas, o tan forzadas, que se comprende que en ocasiones no se puedan cumplir, cosa que no ignoran los encargados de aplicarlas. Y no es tampoco muy raro que el Estado parta del farisaico supuesto de que la ley que dicta no va a ser cumplida, gracias a lo cual producirá los cuantiosos beneficios deseados. Así, por ejemplo, en un ejercicio de puritanismo legal del peor estilo victoriano, la ley de Activos Financieros supone que ningún perceptor de intereses de pagarés del Tesoro los va a declarar a efectos del impuesto sobre la renta, obligación no suprimida, gracias a cuyo incumplimiento se mantendrá en niveles de moderación el tipo de interés de los susodichos pagarés, pieza clave de la política monetaria, en aras de la esperada reactivación que todos ansiamos, etcétera.

Y esa idea de que el Estado no tiene que cumplir siempre las leyes que dicta o que se dicta está mucho más extendida de lo que se cree. La gente la acepta con facilidad. No he visto que provo

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El Estado y las perversiones

Viene de la página 13que ningún tipo de reacción pública contraria la repetida imagen, en cine y televisión, incluso en horas de audiencia infantil más que previsible, del policía (excelente policía, hay que reconocer, y bondadosa. persona, además) o del héroe no policía que viola sistemátícamente el inviolable domicilio de sujetos que, por regla general, acaban resultando unos criminales abyectos. Y, por ir más lejos, pertenecea la más castiza tradición española la afirmación -que tiene diversas paternidades, todas ilustres- de que, desde el poder, "a los amigos, el favor; a los enemigos, el peso de la ley".

Es evidente que estas situaciones de ley inaplicada son fuente de arbitrariedad y de opresión, pues de repente a alguien con poder le entra el escrúpulo, y ahí es nada: desgraciado del que resulte enganchado; situaciones de opresión que sólo puede corregir la sensatez y sentido de la equidad de los jueces, cuando haya esa suerte. Pero no es de esto de lo que quería hablar: quería referirme a otra línea de razonamiento.

Si la gente admite que el ejercicio del poder requiere ciertas alegrías que, al fin, ponen en evidencia un razonable grado de cinismo que podríamos calificar de inevitable o consustancial, hay momentos en que las situaciones llegan a extremos en que suena el teléfono rojo, la alerta roja y todos los toques de atención que ponen en guardia a cualquier persona con aspiraciones a vivir y a vivir en libertad no vigilada.

Uno de esos límites es la investigación policial de los partidos políticos, o, mejor, ciertos aspectos de esa investigación. Porque una mera información o incluso análisis de lo que hacen y dicen los partidos políticos no parece rechazable: al Ejecutivo le interesa saber lo que los partidos hacen, dicen, proyectan. Al fin y al cabo, los servicios de prensa o gabinetes suelen llevar a cabo este tipo de actividad. Ya. es más dudoso que pueda hacerlo la policía, que disfruta de facultades excepcionales que no detenta un analista político o informador no policía; y que las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad se apliquen a la tarea informativa con la más descafeinada asepsia, sin utilización de los medios de investigación excepcionales de que disponen, parece un objetivo dificil de conseguir.

En todo casó, no es lo peor la existencia de esas redes informativas en los aparatos policiales. En este caso, salvo descubrimiento de utilización de medios ilegales para hacer más eficaz la tarea informadora, lo peor ha sido la reacción de la autoridad política, que en los pasillos del Congreso manifestó a los periodistas que quienes planteaban al Gobierno semejante cuestión eran unos irresponsables, carentes de sentido del Estado, y; en otro momento, que lo que le preocupaba era la lucha contra el terrorismo y que no iba a permitir que se desmoralizara a los funcionarios que están en el meollo de dicha lucha.

La razón de Estado, la lucha contra el terrorismo. Es una pena que el pasado aún reciente de España haya sido el de un régimen autoritario. Por escasa que sea la memoria, unó no puede por menos de recordar y comparar éstas con otras joyas de la dialéctica política más lejanas en el tiempo. Porque, aparte de que hasta ahora no parece que nadie haya querido desmoralizar a nadie, sino sólo denunciar y, a ser posible, sacudirse un posible abuso del poder, lo procedente es discutir, en su caso, los límites de la acción policial en materia de información sobre partidos políticos y la legitimidad o no legitimidad de tal función informativa en manos de la policía. Recordarnos el apocalipsis, poner aire de dolido demócrata incomprendido que no puede explicarse por razones que afectan a nuestro bien, pobres cretinos que no sabemos los peligros de los que nos salvan todos los días, o negar la evidencia, son actitudes que dicen mucho en un melodrama, pero no son serias. Y, sobre todo, no despejan el justo recelo de los afectados por la solicitud informativa. Y eso sin llegar a pensar que son cortinas de humo de la ineficacia política, de la debilidad en el ejercicio de un poder de apariencia tan majestuosa. La libertad es muy quebradiza; la tendencia a.la identificación del titular del poder con el bien público, casi inevitable. Y así, al menos en esta democracia, no sobran explicaciones de hechos por los que la gente puede sentirse razonablemente alarmada.

Hay momentos en que la invocación, desde el Olimpo, de la razón de Estado constituye un verdadero escándalo. Porque en materia de libertades nadie. que ocupe el poder está por encima de cualquier sospecha. Ni bajo palabra de honor. Las libertades son demasiado importantes para hacerlas depender del honor del más honorable de los políticos o de los que no lo son.

La policía es una organización subordinada. Y ésta no es una ingenua descripción de una apariencia jurídica que algunos piensan que no coincide con la realidad.

Ésta es la regla del juego en un país con libertades. No hay otra posible. Pero, claro, tiene consecuencias evidentes sobre la responsabilidad política conexa con las actuaciones policiales..Y así, las cosas más oscuras son, a veces, de una aterradora sencillez.

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