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Libertad provisional

Aunque se recubra con los eufemismos que se quiera o se confunda con otros lances traidores producidos en esta apasionante historia de poder y ambiciones, la no comparecencia de Francisco Palazón al llamamiento judicial y su paradero desconocido resultan ser una fuga con todas las de la ley, que parece cuidadosamente pensada, no sólo para su salvación, sino para beneficio de todos los personajes que intervienen en el tema, incluido el Tesoro Público, que se embolsa 60 millones de pesetas de la fianza presentada en su día para garantizar la sumisión de este reo de oro,Esta fuga, tan elegante, diríase que ha producido más estupor que rabia. El mismo sentimiento de asombrada tristeza ha sido compartido por el juez Lerga, que no entenderá nunca esta jugada sucia a su fair play procesal, y por el propio abogado de Palazón, que no entiende cómo éste prefiere refugiarse entre sus millones que esperar en Carabanchel los efectos de la ciencia de su defensor.

Semejante sorpresa en los semblantes de los actores de toda esta representación contagia en el público una divertida expectación ante el desenlace de tanto golpe de teatro, con personajes que desaparecen, misivas secretas, buenos haciendo de malos, abogados haciendo de buenos contra sus clientes y, ante todo, ese decorado de alta sociedad que convierte en distendida farsa la pequeña o gran tragedia que todo proceso judicial significa para cualquier ciudadano.

Debe de ser por eso por lo que no ha levantado excesivas críticas la concesión de la libertad provisional al hombre clave de un suceso tan escandaloso -a pesar de lo evidente que era que se iba a descabezar rápidamente el proceso-, ni se ha discutido el derecho de todos los implicados en el caso, acusados de conductas tan perniciosas, a seguir en libertad mientras no recaiga sobre ellos una sentencia firme.

Son muchas las reflexiones que podrían hacerse sobre este hecho y sus consecuencias. Pero la cuestión evoca el problema general de la situación de los acusados y sus garantías de que no van a sufrir una pena anticipada, problema que afecta seriamente a miles de españoles presos en espera de juicio.

Sucede que la libertad provisional, además de una situación procesal o un derecho relativo del acusado, es, en términos generales, un instrumento de política judicial de primera magnitud, con el que los poderes públicos han contado siempre. Esto vale no sólo como referencia a su puntual concesión en aquellos casos en que se trata de presos que podríamos llamar de primera, que suponen un quebradero de cabeza para la Administración, sino a la utilización de sus posibilidades como aliviadero de la sobrepoblación carcelaria cuando ésta se presenta amenazante. Especialmente desde el año 1979, prohibidos por la Constitución los indultos generales, los distintos Gobiernos no encuentran mejor modo de atemperar su política penal a las exigencias del momento que abriendo o cerrando la compuerta de las libertades provisionales.

Única salida posible

Cuando la cifra de presos preventivos supera a la de condenados, los procesos se eternizan y la policía vacía sus furgones a diario en los juzgados de guardia, la libertad provisional es no solamente la única -salida posible para el preso, sino también para la Administración -aunque se presente como una garantía constitucional del acusado- Cuando la policía manipula las cifras de delincuencia se organizan campañas contra el Gobierno y los procesos se siguen eternizando, la libertad provisional aparece como la causa principal de la inseguridad ciudadana y su concesión es severamente restringida -aunque se disfrace como una potestad discrecional de los jueces-. En los años 1981, 1983, 1985 se han producido otras tantas reformas de signo alternativo en esta materia, con una periodicidad igual de dos años, arrancando de 1979 (los indultos generales ya están prohibidos). En la última parece que el criterio restrictivo ha sido excesivo, porque las cárceles se han llenado en seguida.

Pero la opinión pública todavía está bajo la influencia de la campaña que justificó la medida y ahora no se sabe qué decirla. El día 5 de este mes de mayo había un total de 21.913 presos en las cárceles españolas. Esta cantidad, en la que vuelven a ser mayoría los presos aún sin juzgar, aumenta todas las semanas, de modo que pronto superará claramente el máximo nunca alcanzado por la población reclusa.

No parece probable otra reforma de la contrarreforma en las normas que regulan la materia, ni tampoco que un acelerón en la famosa máquina de fabricar indultos particulares consiguiera paliar el problema.

Mientras tanto los juzgados, bien jaleados por ciertos medios de comunicación, siguen mandando gente a las cárceles con prisión preventiva incondicional. Habría que reflexionar sobre el final de esta política y, principalmente, descomponerla en los miles de casos individuales que la forman: habría que reflexionar, por ejemplo, sobre los encerrados por trapichear con menos de un gramo de droga; o los que no tienen para pagar ninguna clase de fianza. Habría que explicar a los presos que una fianza cara se puede poner para que la pague el interesado y que muchas fianzas mucho menos caras se pueden poner para que no las paguen los interesados.

Y, entre tanta reflexión, es posible que se haya producido también la de Martínez Zato, que habrá hecho sus cuentas sobre las fianzas de presos indigentes que se habrían cubierto con los 60 millones de esa fianza elegante, para desahogo de las cárceles del Reino. Pero 60 millones de pesetas es una cantidad que nunca verán junta, ni aun robando, los jóvenes tumbados en los patios de Carabanchel, que Palazón pudo ver con su mirada larga durante los días, definitivamente fugaces, que pasó en la enfermería de la cárcel.

Gonzalo Martínez-Fresneda y Ventura Pérez Mariño son abogados.

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