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Tribuna
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Arrugas

Seguramente nada prestigia más lo que queremos que su ausencia, y con esa expectativa de territorio enaltecido regresaba desde el extranjero a España. Pero esto es el dolor. Pongo en primer lugar el tozudo horror del terrorismo y, a su lado, un paro devastador. Ni siquiera las alegrías solemnes se concretan en celebraciones puras. Algo contagiado de lo aciago parece filtrarse en la sociedad española, y Madrid, tomada como signo, se siente más como una ciudad quejosa que como el escenario de una supuesta movida que habría de encandilar a Europa. Por lo demás, desde los pedregosos conflictos entre poderes institucionales, los mecánicos incordios de la derecha o los toda vía más insoportables enredos del tipo borbollistas y guerristas, hacen pensar en una patología de patio interior, seguramente mezquina, pero ante todo demasiado ignorante delb tiempo y los esfuerzos que se malbaratan.Posiblemente, la historia moderna no ha sido muy obsequiosa con España, pero lo más pernicioso de su cicatería ha consistido en la proyección de un tono trágico, más o menos aceptado como fatal. El terrorismo o el paro, dos fuentes ahora decisivas de la emoción nacional, tienden poco, a poco a ser considerados oficialmente como enfermedades casi irremediables. Males que se han contraído en orígenes remotos (¿olvidados?) y ante los cuales las apelaciones a la serenidad, junto a los anuncios de que continuarán, los presentan como traducidos en fatalidades. Males congénitos o tan arraigados que sólo un milagro sin fecha podría curarlos. ¿Es así? Lo coherente en un país con 15 víctimas del terrorismo en 40 días y con casi una cuarta parte de sus trabajadores sin empleo sería la desmoralización. Pero si España no se postra es porque, a despecho de la inducida fe en lo fatal, la gente cree antes en la incompetencia de las medidas que se aplican. Todavía millones de electores están esperando contemplar a este presidente -y no a otro-, a ese hombre al que reencuentro prematuramente envejecido y demacrado, decidirse por un proyecto de mayor osadía y entusiasmo que no sólo desvanezca sus arrugas, sino las de todos los españoles malditamente arrugados.

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