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La pena de muerte

El informe que ha hecho público recientemente Amnistía Internacional sobre la pena de muerte en el mundo y su aplicación en 1984 contiene cifras significativamente graves. El pasado año fueron dictadas 2.068 penas de muerte en 55 países y se ha podido verificar de forma documental la ejecución de más de 1.500 personas en 40 naciones.Estos números adquieren mayor dramatismo si se tiene en cuenta que la suma real de ejecuciones es muy superior. Muchos Gobiernos ocultan las cifras verdaderas por temor a la crítica internacional. No cabe duda de que en Irán el número de personas ejecutadas es mucho más alto que las 661 confirmadas, que las 292 de la República Popular China dejan en el anonimato su inmenso mundo rural, que en Irak se han producido cientos de ejecuciones sin posibilidad de verificación. La realidad no se ciñe a estos países menos desarrollados. En África del Sur murieron ejecutadas 114 personas, de las que 111 eran negros o mestizos. Incluso Estados Unidos tenía a finales de año en tres Estados 1.400 presos condenados a muerte y el número de sentencias cumplidas se elevó a 21. Y no es sólo el hecho, ya triste en sí, de esos millares de personas que han dejado de vivir en nombre de la ley. Es que esa ley es muchas veces una caricatura de sí misma y se aplica sin juicios imparciales. En Nigeria, al menos 66 condenados fueron sentenciados por tribunales especiales. Tampoco se pueden considerar como justas legislaciones que imponen la pena de muerte por delitos no violentos, como el tráfico pornográfico, el contrabando, el robo o el cohecho.

Pero a esta altura se encuentra todavía el mundo. Una realidad así no puede llenar de orgullo a la especie humana ni enaltece nuestro grado actual de civilización. Si los Gobiernos, como se ha dicho, procuran con frecuencia esconder estos hechos es porque no los consideran plenamente ajustados a derecho ni tienen la conciencia limpia. La tarea asumida por Amnistía Internacional de abolir la pena de muerte en el mundo es una tarea noble, que cuenta con la creciente sensibilización social de que el derecho a la vida es el primero y fundamental derecho del hombre y que ese derecho es demasiado radical y profundo para que otros hombres puedan suprimirlo. No se concibe fácilmente la coexistencia de la defensa de la pena de muerte y el rechazo del aborto, como resulta igualmente sorprendente que el rechazo de la pena de muerte vaya acompañado de la permisividad e incluso la reivindicación del derecho al aborto. La vida del hombre es un bien que hay que defender por encima de todo desde su comienzo hasta su fin.

La pena de muerte es una plaga lamentable que hay que procurar eliminar cuanto antes. Que la sensibilidad hacia el valor inatacable de la vida humana se refleje en le número creciente de países que han abolido la pena de muerte de su legislación deba alegramos. El que nuestra Constitución excluya la pena de muerte debe ser considerado como un logro de humanidad, como una incorporación a la vanguardia de naciones que se van alejando de esa dura plaga humana de la pena de muerte que aún azota el mundo. Ahondar en esta convición puede ser muy saludable para resistir la tentacion de resucitar esta pena ante la ola de violencia que nos invade.

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11 de junio

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