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Crítica:ÓPERA / 'ANDREA CHÉNIER'
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Trío de divos

Andrea Chénier Autor: Luigi Illica. Música de Umberto Giordano. Intérpretes: José Carreras,

Montserrat Caballé, Vicente Sardinero, Martha Szirmay, María Uriz, Piero di Palma (sustituido a mitad de la representación), Enric Serra, Giancarlo Tosi, Mabel Perelstein, Hernández Blanco, Martín Grijalba, Julio Pardo,

Vicente Esteve, José Luis Sánchez y Jesús Valderrábano. Escenarios, trajes, luces y dirección escénica: Hugo de Ana.

Coreografía: maestro Granero. Coro: José Perera. Orquesta Sinfónica Arbós. Dirección musical: Benito Lauret.

Temporada oficial de ópera. Teatro de la Zarzuela. Madrid, 8 de junio.

El trío protagonista -Carreras, Caballé, Sardinero- asumió el éxito obtenido por Andrea Chénier en su nueva aparición dentro de las temporadas de ópera (se representó en 1971). El tan traído y llevado verismo, de definición y límites imprecisos, toma en el caso de la ópera de Giordano sobre el poeta Chénier tintes tan amables como superficiales.

El realismo o el enfrentamiento aristocracia-pueblo más bien se resuelve en estampas de portafolio que en gravedad dramática, y todos los pentagramas de la partitura parecen aireados por vientos procedentes de Bizet, por una parte, de Massenet, por otra mayor, y por ciertos toques que advierten en el compositor italiano, como en otros de sus colegas veristas, el conocimiento de Wagner. Todo ello sin olvidar al padrecito Verdi, cuya Traviata podría entenderse un tanto verísticamente.

La más reducida troupé de los veristas -con Puccini como gran figura y el cortejo de los Mascagni y Leoncavallo-, con un título destacado cada uno, unido al Giordano de Andrea Chénier, tan distinto en Fedora, y la presencia casi en la sombra de un Franchetti o un Zandonai, afincaron el melodrama italiano en el campo derivado del realismo. Rara vez se alcanzó el cuasiexpresionismo de Tosca o el de más finos pinceles de Il Tabarro, y en todo caso Andrea Chénier parece poca cosa frente a La bohème, del mismo año de 1896, en el que vieron la luz el olvidado Zanetto, de Mascagni (sobre Coppée); Chatterton, de Leoncavallo (sobre Vigny); El grillo del hogar (sobre Dickens), de Goldrnark; Pepita Jiménez (sobre Valera), de Albéniz, y en América, El capitán, de Sousa, de la que sobrenada la célebre marcha, algo así como Los voluntarios estadounidenses.

Reduciendo las cosas al máximo cabe apuntar que la ópera, en el momento del verismo, presentaba dos caminos posibles: la inflación del recitativo o la del aria.

Los veristas escogieron el segundo, y en los mejores ejemplos narrativizaron lo arioso, aunque, como en La bohéme, la melodía se repliegue a veces en números semicerrados. Andrea Chénier resuelve el problema con gran eclecticismo y a través de un buen gusto para su tiempo y evidente inclinación al kitsch, vistas las cosas desde el nuestro.

Tebeo de la revolución

Óperas como la de Giordano han vivido -en este caso puede hablarse con propiedad de supervivencia- que no en otras obras como Andrea Chénier (como la Adriana, de Cilea; L´amore dei tre re, de Montemezzi), gracias al protagonismo de los divos, dueños y señores de una buena parcela del operismo mundial. Pero a pesar de la actuación de un trío de ases como Carreras-Caballé-Sardinero, el público no acabó de entusiasmarse con este gran tebeo de la Revolución Francesa, que en 1967 salvara brillantemente en Estrasburgo el talento del regista Raymond Vogel.

Brioso, potente, lírico, dueño de una voz preciosa y de un estilo depurado y gallardo, José Carreras se llevó el mayor porcentaje de los aplausos, junto a una Caballé en la que no se sabe qué admirar más, si su color vocal, su técnica o su inteligencia, capaz de superar algún momento de peligro en el agudo. Creo que merecía mayores ovaciones -con haberlas recibido largas- el excelente trabajo de Vicente Sardinero en el papel más interesante de la obra (Carlo Gerard).

Aplausos tasados

Escuchó aplausos demasiado tasados el director Benito Lauret, que hizo un trabajo de refinada expresividad hasta sacar a la partitura todo el trasfondo massenettiano que encierra. María Uriz, en la mulata Bersi; Enric Serra, en Roucher; Mabel Perelstein, en Madellón; Martín Grijalba, en Fleville, y el resto del reparto, sin olvidar los coros de Perera, completaron un cuadro capaz de alcanzar niveles de calidad aceptable, cuando no meritoria.

Entre todos lograron vivificar un tanto uno de los ejemplos más claros de ópera-museal, tantas veces presente y dominante en el mundo de la lírica, para mayor gloria de los divos. Y en esta ocasión estaban en el escenario, ante nosotros, erguidos como mitos, esculpiendo a golpes de melodía sus propios monumentos, nada menos que José Carreras, Montserrat Caballé y Vicente Sardinero.

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