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Números delatores e inocuos

Parece que en el momento actual, en materia pública, solamente el Gobierno está seguro de lo que hace. Sus contradictores y oponentes no sólo se hallan sumidos en la incertidumbre, sino que -atormentados por el fantasma de la UCD, la FN, el PSP, la DC, de tantos partidos que, vivieron su momento para desaparecer luego en las sombras- comprenden que han de hacer algo para no verse arrastrados a la extinción colectiva o, lo que para algunos es peor, el refuerzo transitivo de la hegemonía socialista.En contraste, el Gobierno parece seguro, incluso de sus errores y deslices. Hay que reconocer que tiene aplomo; un aplomo más imprescindible para encajar los golpes de una fortuna que en algún momento se muestra adversa que para sacudirse los picotazos un tanto carroñeros con que se alimenta la oposición. Pues qué duda cabe de que en su marcha se ve obligado a dejar en la cuneta unos cuantos cadáveres insepultos.

Es curioso y notorio que los mayores fallos de la política del Gobierno se producen en aquellas áreas en las que el PSOE puso mayor énfasis durante su campaña electoral; de manera conjugada, ha obtenido sus más celebrados triunfos en aquellas otras en las que, hace dos años, todo llevaba a suponer que serían atendidas con una política gris e ineficaz, bien porque no merecieron en su día su atención prioritaria, bien porque no ofrecían ninguna garantía de éxito dentro del prometido y cacareado cambio. Será sin duda porque, como tantas otras cosas, la política esconde una naturaleza veleidosa y gusta de conducir su vida por cauces distintos de los previstos por quienes la dirigen, como el hijo listo y maula que hace todo menos lo que le dicen sus padres y fracasa por el día en tanto triunfa por la noche. Lo cual no deja de engendrar una mezcla de confianza y desconfianza; la primera, en las virtudes de todo individuo o todo equipo que sepa abrirse paso, aunque no sea por el camino que le han dictado; la segunda, en la funesta (y a la larga inútil) afición de todo político a redactar programas.

Días atrás se han hecho públicos dos datos que por sí solos -y contrastando con las promesas hechas hace dos años- deberían servir para descalificar la labor del Gobierno. Por un lado, todo parece indicar que la tasa de inflación a lo largo de 1985 va a superar el 10%, y por otro, se confirma que ya asciende a tres millones el número de parados; esto es, más del 20%. de la población activa, el mayor porcentaje. de Europa. Sobre el primero no me pronunciaré porque no sé -ni quiero saber- lo que es la tasa de inflación. Supongo que es el número resultante de una larga ecuación polinómica y que sólo se conoce, al término de un mes o de un trimestre, cuando cada monomio suministra al servicio correspondiente su resultado particular, que sumado o combinado con los demás arroja el resultado final. Y supongo que la recepción de ese resultado provocará en su máximo responsable -pongamos que sea el señor ministro de Economía-, más o menos, las siguientes palabras: "Caraniba, qué contrariedad, ha subido más de lo que yo esperaba; habrá que tomar medidas correctivas"; o, por el contrario, si es de signo muy distinto, dirá: "Caramba, está por debajo de lo esperado; eso indica que vamos por el buen camino". Y ya puestos a suponer, me da el pálpito que debo suponer que lo más sustancioso de ambas sentencias es lo que tienen de común: ese hipotético caramba que dibuja la situación de todo ministro de Economía con un trazo más expresivo que las medidas correctivas derivadas del primer resultado o la satisfacción ante el deber cumplido derivada del segundo. Como, por otra parte, se puede pensar que los resultados estadísticos no obedecen a ley alguna (excepto tal vez a la muy poco numérica "una de cal y otra de arena"), se debe convenir en que lo mejor que puede hacer todo ministro de Economía a la recepción del siempre ignorado resultado es encogerse de hombros y ni tomar medidas correctivas ni, por supuesto, volver a casa con la satisfacción del deber cumplido.

Pero, en cambio, el número de parados forzosamente da que pensar. Tres millones es una cifra que produce escalofríos. Todo Madrid parado, sin nada que hacer. Es una cifra que en otras circunstancias (que en modo alguno me atrevo a calificar de normales) produciría tales estragos que ningún Gobierno sabría mantenerse en el poder sin tomar medidas (ahora sí) urgentes para remediar tal calamidad. Si no recuerdo mal, el nacionalsocialismo triunfó en Alemania, entre otras cosas, porque prornetió en 1933 dar trabajo a un millón de parados. Tres millones se ven, no hay manera de ocultarlos; y se ven no en una cifra impresa en una cabecera del diario, sino en la calle, haciendo colas, en las plazas de los pueblos, ante las vallas de las fábricas, en las manifestaciones y tumultos. 0 tal vez yo estoy muy 

solo reportaje sobre el parado. Si en verdad los tres millones lo están, no hay manera de ocultarlo, y no se debe seguir gobernando si pasan hambre y necesidades. Pero ¿qué fue de aquellos hombres y mujeres de Sagunto que vinieron a Madrid dispuestos a todo? ¿Se los tragó la tierra? ¿Encontraron trabajo en los naranjales, aun cuando sigan parados? ¿Cómo es que no se ha sabido en qué acabó aquella crisis? ¿Y los de El Ferrol, Cádiz o el Campo de Gibraltar? ¿Qué pasa aquí que cuanto mayor es el número de parados mayor es el silencio que se cierne sobre ellos y más estable parece la situación? ¿Dónde está la explicación de tal enigma? ¿Y cómo se explica que un proyecto de ley que tal vez comprometa el futuro de un español cesante, pero asistido, produzca una crisis de partido y en cambio nadie se arriesga a mencionar un presente mucho más negro que ese mañana?

Supongo, impulsado por la necesidad de seguir recurriendo a tal verbo, que o bien la situación de buen número de parados está lejos de ser dramática o bien es tan sólo un número administrativo que pasa por alto circunstancias que mitigan una situación insostenible. En cualquiera de las dos hipótesis se puede concluir que la expresión y publicación de ese número fatídico -bien el de la tasa de inflación, bien el de parados- no alteran la conciencia nacional ni la estabilidad política, que sólo se verán afectadas si el número viene acompañado de unos hechos, para salir al paso de los cuales es necesaria la intervención de la fuerza pública. En tanto la fuerza pública no intervenga, el país discurre por la normalidad, digan lo que digan las estadísticas y cualesquiera que sean las afénicas protestas de la oposición. No creo que la posible intervención de la fuerza pública sea el mayor factor disuasorio de la protesta, pues de ser así podríamos concluir que la democracia sirve para poco. En tiempos de crisis, un cierto temor puede ser más disuasorio que las porras y los lacrimógenos. Ahí voy. La indiferencia española hacia la dramática situación que pintan las estadísticas puede estar vinculada a un espectáculo público que no concuerda en nada con éstas. Puesto que no se ven los parados, no se ve la crisis, silueteada por unos mendigos portugueses y unos delincuentes multinacionales, y si no hace demasiado caso a las voces de la oposición -voces de naufragio, elevadas para que lleguen a la costa-, el Gobierno puede retirarse cada noche a dormir tranquilo, seguro de que no serán las estadísticas las que turben su sueño. La paradoja es considerable: las cifras, hacia las que se dirigen los programas políticos, apenas alteran el talante social. Dominan el programa, pero apenas conmueven el ánimo.

No son capaces de trascender sus propios símbolos y, si no vienen acompañadas de otras representaciones, no provocan más que indiferencia. En verdad, tan sólo sirven para mantener la vigencia de la crisis, que de no ser por ellas apenas sería perceptible. "La ruina", decía un Temístocles envejecido, "es lo que mejor nos preserva de una ruina mayor".

La crisis que reflejan las cifras es tal vez lo que mejor nos preserva de una crisis perceptible. Tres millones de parados constituyen un ejército formidable para ahuyentar el fantasma del paro. Quizá en el futuro sea necesario movilizar cuatro o cinco a fin de que la crisis no salte de las cifras a los hechos.

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