Controlar a los controladores
El reciente debate parlamentario sobre el espionaje a los partidos políticos sólo ha demostrado una cosa: que la situación por la que atraviesan las libertades públicas en España empieza a ser alarmante. Los partidos políticos, cauces de participación democrática según la Constitución, son vigilados y controlados por la policía. La sospecha de que actuaciones claramente ilegales de sectores de servicios del Estado son justificadas cuando no encubiertas desde el Gobierno o casos de malos tratos, de actuaciones paralelas, de contundencia que recuerda a otros tiempos en la represión de manifestaciones, siguen apareciendo en los medios de información como un reflejo de la política de antaño. La imprescindible separación del Ejército de toda involucración en tareas de orden público, a través de la Policía Nacional o de la Guardia Civil, continúa sin realizarse. Y lo más grave, a mi entender, reside no sólo en que el prometido cambio no haya ni tan siquiera rozado la política que todo el Gobierno practica desde el Ministerio del Interior, sino que la filosofía de fondo que esos aparatos del Estado han ido destilando durante los largos años de la dictadura da la impresión de que han sido asumidos por el actual Gobierno como los connaturales y propios en el actuar de dichos cuerpos y servicios. Esto es lo grave e inquietante. Es como si el viejo aparato, intacto por otra parte, hubiese succionado a los nuevos gobernantes, imponiéndoles sus formas, sus métodos y sus personas, adaptados formalmente, y aun a veces sin guardar las formas, a las nuevas circunstancias; y también que los gobernantes actuales no han tenido la voluntad política de modificar dichas estructuras, que condicionan de forma esencial la política general del país.Parece probable que una ruptura política, en el paso de un régimen a otro, hubiese solventado algunos de estos problemas. Mas al no haber sido así, la tarea debe ser obra de una permanente actuación, inteligente y sostenida, de los Gobiernos de la democracia. Ni los anteriores ni el actual la han abordado, cuando apare ce como una cuestión prioritaria de la modernización y democratización de España y de su Esta do. Porque el ejercicio diario y tranquilo de las libertades públicas por los ciudadanos no se resuelve con que éstas estén cabal mente recogidas en el texto constitucional -ejemplar en este sentido como en tantos otros-, sino en saber que todos los ins trumentos que el Estado tiene de coacción sobre las personas es tán al exclusivo y único servicio de protección de dichas liberta des y sólo pueden ser aplicados contra las violaciones de las mismas o contra las actitudes antisociales y delictivas de derecho penal común.
Todo lo demás es caer en la vieja política de la dictadura, enquistada hasta los tuétanos en el Estado. De otra parte no hay que olvidar, como he sostenido desde hace tiempo, que una política económica y social como la que se está practicando desde el poder, unido al atlantismo a fondo, llevaba necesariamente como corolario una política dura de orden público y, en sustancia, no tocar los viejos aparatos heredados del régimen anterior. Es decir, la política de libertades públicas es inseparable de la política económica y social e internacional que se practique en un momento dado.
Y no vale para nada el argumento de que el criminal terrorismo justifica ciertas actitudes duras e incluso nombramientos de supuestos expertos en la materia, que antes perseguían comunistas u otros antifranquistas. Sólo una policía democrática y con mandos sin tacha en ese sentido puede vencer al terrorismo, pues para ello hay que contar con la simpatía y el apoyo del pueblo, de la gente.
Por ello las tareas de reformas profundas en este campo cubrirían, junto a las anteriores cuestiones mencionadas, todo un programa de gobierno, una política distinta, alrededor del que podrían converger amplísimos sectores de nuestra sociedad. De entrada se tendría que implantar de una vez la separación completa de funciones entre Interior y Defensa; entre las tareas propias, de las Fuerzas Armadas de las de orden público, lo que viene impuesto, en mi opinión, por el simple cumplimiento del artículo 8 en relación con el 104 de la Constitución Española. Así, tanto de la Guardia Civil corno de la Policía Naciónal deberían desaparecer los mandos de las Fuerzas Armadas como tales y su ju-
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risdicción debería ser exclusivamente civil. En segundo lugar, esta delimitación urgente tendría que ir acompañada de un reciclaje en la formación y métodos de estos cuerpos y fuerzas de seguridad, en consonancia con el régimen constitucional. Ningún funcionario, cuya misión exclusiva es servir a los ciudadanos protegiendo y defendiendo las libertades públicas, puede caer en actitudes que demuestren a través de indicios que no cree en ellas, y debe ser, por tanto, separado de sus funciones ante contravenciones de dicho orden constitucional. No como ocurre ahora, en que los más marginados o preteridos son precisamente aquellos que laboran por unos servicios y fuerzas de orden público democráticos al servicio de los ciudadanos, desde los sindicatos u otras instancias.No estoy pidiendo la depuración de ningún cuerpo por motivos ideológicos, pues soy consciente de que existen muchos funcionarios eficaces, meritorios y sacrificados en dichos cuerpos. Lo que sí sostengo es que ningún funcionario que haya tenido responsabilidades en la represión durante el régimen anterior pueda tener el más mínimo mando, en la situación actual, dentro de los cuerpos y servicios de Seguridad del Estado.
De otro lado, una democracia se caracteriza esencialmente por que todos los poderes del Estado, sin excepción, están sometidos a la ley y al control de los legítimos representantes de los ciudadanos. La impotencia de las Cortes Españolas para ejercer este control sobre determinadas actividades de ciertos aparatos del Estado es completa. Porque ¿quién controla a los controladores? Da la impresión de que ciertos instrumentos y servicios de información, tanto dependientes de Interior como de Defensa, no los controla de verdad nadie, y en esta esfera esencial del funcionamiento democrático el papel del Parlamento es esencial. Las atribuciones de éste para que a través de comisiones permanentes de investigación y de control pueda seguir de cerca las actividades y resultados de dichos servicios es tarea inaplazable. Si durante meses o años determinados ser vicios del Estado han podido estar espiando a partidos legales sin conocimiento del. Ministerio del Interior o del jefe del Gobierno, la cuestión es gravísima y dichos servicios deberían ser remodelados a fondo. Si dichas autoridades del Gobierno conocían de antemano los trabajos aludidos deberían dimitir ipso facto, puesto que o estarían en cubriendo actividades delictivas o serían incapaces de controlar esferas esenciales del Gobierno, que es precisamente su función. De ahí que sea urgente la creación de una comisión de investigación que aclare hasta el fondo lo ocurrido con el espionaje, a determinados partidos políticos. Mas una vez realizado esto el Parlamento, a través de sus instrumentos, debe tomar cartas en el asunto de forma permanente y no puntual, como ocurre en otros países democráticos. Los ciudadanos, por su parte, tendrán derecho igualmente a movilizarse y manifestar su repulsa ante actividades contrarias a la ley, inadmisibles en un régimen democrático, porque ¿qué garantías pueden tener los ciudadanos de que esas informaciones personales o colectivas no pueden ser un día utilizadas contra ellos para fines políticos o partidistas, que no tienen absolutamente nada que ver con la persecución de los delitos, que debe realizarse bajo el control de los jueces?
Es altamente gelatinoso el argumento utilizado por el jefe del Gobierno en el sentido de que si esas violaciones existen, que se prueben. Es cierto que está recogido en nuestra Constitución el principio de la presunción de, inocencia. Pero este principio, en cuanto a la prueba se refiere, tiene límites, y ese límite se ubica precisamente allí donde el actuar del poder público puede haber conculcado los derechos y libertades fundamentales de los ciudadanos, pues en este caso la carga de la prueba se invierte y es el Gobierno quien tiene que probar que no violó esos derechos. Y tiene que demostrarlo, unas veces ante los tribunales y otras ante el Parlamento. ¿Por qué entonces negarse a una comisión de investigación?
En conclusión, entiendo que solamente por medio de instrumentos precisos de control parlamentario, judicial y de participación social, sin que ningún tipo de esferas quede marginado de su eficaz supervisión, se podrían ir eliminando dichas actividades que ponen en peligro el ejercicio real de las libertades y crean en la sociedad española la inquietante sensación de. que existen oscuras zonas de poder que no controla absolutamente nadie o que si las controla lo hace en su exclusivo beneficio. Hay, pues, que controlar democráticamente a los controladores o éstos acabarán controlando antidemocráticamente a la sociedad española.
Nicolás Sartorius es abogado y vicesecretario general del PCE.
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