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Narciso y los fantasmas

Fernando Savater

El Diane para gente encantadora y ya, por lo general, desencantada avanza hacia la sierra madrileña bajo el firme pilotaje de Peonía. Atrás queda la bullanga retrechera de San Isidro; las verbenas pasadas por agua sin azucarillos ni aguardiente; la movida, que los fúnebres niegan desde la enfurruñada butaca de su casa, y las boquitas pinta das mitifican desde las páginas de revistas cuyos artículos de fondo son anuncios de camiserías. Madrid no es Nueva York, pero Nueva York llegará, con el tiempo y buenos munícipes, a parecerse a Madrid. Entre tanto, la noche de la capital del contento es siempre joven, levemente peligrosa y cada vez más ambigua, como lo juvenil mismo, cuyos ídolos son, sin embargo, viejos maestros: el alcalde y Antoñete. Por lo pronto, nadie da más por menos; las señas de identidad cambiantes son multinacionales, pero nunca nacionales, y lo popular no es, ni por equivocación, patriótico: después, ya se verá.Los picos serranos, a lo lejos, son azules. Peonía recuerda aquella enciclopedia de su hermano mayor -sugestivamente titulada El tesoro de la juventud-, una de cuyas secciones era El libro de los por qué; cierto capítulo memorable comenzaba preguntando: "¿Por qué las montañas son azules?", y a Peonía le gustó tanto el interrogante que olvidó o descuidó la respuesta. Quizá tenía algo que ver con el aire: todas las`preguntas vienen a dar en el aire y a quedar suspensas en él. A su lado, Narciso dormita un poco, abobado por el solecito sin malicia de la mañana de mayo; lleva varias noches durmiendo a salto de mata, entre Caetano Veloso, los Smiths y Radio Futura. Se acuesta tarde y debe levantarse temprano para colaborar con su moto y su insustituible persona en una agencia de recaderos puerta a puerta, especialistas en llevar a domicilio desde un ramo de flores o una botella de champaña hasta alguna rara pócima contra la fiebre de Malta. Además, Peonía resulta ser celosa guardiana de su débito extra y quizá preconyugal, lo que también contribuye algo al desmejoramiento lánguido del muchacho.

En el asiento trasero, detrás de.la pareja soñadora, Jacinto reflexiona con serenidad un poco acerba sobre cierto dictamen de Spinoza que le obsesiona desde hace varios días: "Es preciso advertir que los disgustos y el infortunio del alma tienen principalmente su origen en un exceso de amor hacia alguna cosa, pues todas están sometidas a constantes cambios, y nadie puede realmente ser dueño de ellas". Nadie puede ser dueño de nadie ni de nada, medita Jacinto, porque nada permanece lo suficiente en su ser como para merecer la posesión o al menos posibilitarla. Sólo de sombras, de tránsfugas, de ausencias o quimeras podemos reclamarnos paradójicos amos. El rebaño de nuestros dominios es dolorosamente espectral.

-Parece que han hecho un tramo nuevo en la carretera entre la colonia de Torrelodones y Galapagar -observa Peonía-. Ahora ya no se cruza el viejo paso a nivel, sino que la calzada se eleva por encima de la vía y desciende luego por la ladera hasta el río. Mejor, así resulta más corto y con menos vueltas.

-Si la carretera se eleva, la vista tiene que resultar muy bonita. Seguro que los días buenos puede verse hasta El Escorial. Y todas esas olas de jara meciéndose al sol kilómetros y kilómetros...

Aunque ciertamente la comparación entre las matas de jara y el oleaje no parezca demasiado ajustada, hay que agradecerle a Narciso este humilde brote poético. En general, a Narciso le impresiona bastante la naturaleza, pero casi siempre desfavorablemente. Los eventuales y tópicos atractivos estéticos que presentan campos, lagos, montañas y mares hay que pagarlos con una sensación de secundariedad personal que se parece más al desconcierto y aun a la humillación que al éxtasis. La naturaleza es la gran egocéntrica, una egocéntrica impersonal. Narciso suele padecer sin resignación esta desleal competencia. Además, a ninguno se nos ha perdido nada en la naturaleza, piensa o presiente Narciso, salvo una hipócrita concordia con todo lo que en efecto detestamos: la incomodidad física, lo imprevisible, lo monótono, los rituales biológicos que terminan empujándonos hacia el matrimonio, la calvicie y la muerte. Para sentirse realmente bien en un paisaje hay que tener vocación de oveja o de acacia. Además, a los lugares fabricados por la mano del hombre se les pueden poner objeciones razonables: todos deben tener su correspondiente libro de reclamaciones. ¿Qué son, por ejemplo, las críticas literarias o artísticas sino anotaciones en el libro civilizado de protestas, efectuadas por los insatisfechos contra los creadores? ¿Y qué otra cosa son también las mismas revoluciones políticas? A la naturaleza, en cambio, no hay forma de ponerle pegas sin caer en lo blasfemo o lo ridículo. Con esa ventaja cualquiera juega seguro... De modo que el discreto piropo de Narciso resulta tanto más de agradecer por su genuino desinterés.

-¿Y qué habrá sido del altar de sacrificios humanos? -comentó de pronto Jacinto.

-¿Un altar de sacrificios humanos? ¿En la sierra de Madrid?

-Por supuesto. ¿Por qué no iba a tener Madrid su altar de sacrificios humanos? ¿No habéis oído eso de Madrid me mata?

Jacinto había leído algo sobre ese altar druida de sacrificios en los capítulos finales de una vieja novela policiaca a la española, Caronte aguarda. El criminal es ejecutado en ese simbólico lugar prehistórico, situado precisamente en la demarcación de Torrelodones, cerca de la calzada y del antiguo puente romano. Con paciencia y buen olfato arqueológico, Jacinto llegó a encontrar la musgosa piedra cóncava en alguna de sus excursiones serranas. Desde entonces, lo consideraba uno de los hauts lieux de su imaginación geográfica, inclinada hacia lo patético y crepuscular en exceso, gótica como la de un personaje de Walpole o Monk Lewis. Alguna noche de verano fue culpable de tumbarse cara a la luna en el hueco de la roca, áspera y tibia, soñando con una figura sacerdotal, vestida con larga túnica de un blanco fosforescente -como las mangas de camisa y los gin-tonic en una discoteca-, que alzaba en sus manos un corazón recién arrancado, como si se tratara de una flor atroz, contemplándolo con rostro melancólico en el que no había signos de fanatismo cruel, pero tampoco de piedad.

-¿Y dices que estaba por aquí ese altar? -indaga Narciso, mientras la palabra altar le evoca el recuerdo de la ultramoderna capilla de su colegio, donde un sacerdote aburrido y grotesco efectuaba manipulaciones sin sentido sobre una mesa de mármol parecida a la de una morgue.

-Si no me equivoco, debe quedar ahí abajo, donde acaba el terraplén de la carretera nueva.

Así que paran en el arcén el Diane y bajan a estirar las piernas y, de paso, explorar un poco. La brisa trae retazos de lejanos gritos infantiles y huele a salvia, a orégano, como unapizza antes de rendir su visita al horno. Peonía baja corriendo la pendiente inclinada de gravilla suelta, toda ella desperdiciado anuncio de blue-jeans seductores, mientras suenan a mínima castañuela los grandes aros blancos de sus pendientes a la moda. Narciso se pone a mear despreocupadamente hacia el sol, contra ciertos sabios consejos de los antiguos, produciendo una turbación tal en Jacinto que le hace trompicar en su cuidadoso descenso. Y Hermes pasa silente entre las nubes, con su perenne mensaje inescrutable.

-¿Hacia la derecha o a la izquierda? -Peonía tiene serias dudas respecto a que haya habido,jamás por esos andurriales de jara y cascotes ningún monumento sacro, por druida que fuese, pero está de humor complaciente.

Jacinto vacila, recorre un breve trecho en una dirección y después en la opuesta, tratando de recuperar el viejo marco trastocado por las obra públicas. Con ociosa puntería, Narciso lanza piedras pequeñas contra un abandonado depósito de agua que asoma su fea jeta de bunker entre los matorrales. Un canto rebota, se dispara en ángulo hacia la derecha y se estrella contra otra piedra verdosa de forma rara.

-¿Será aquello?

El altar ha sido dividido por la mitad, quizá por un barreno; sólo queda la parte de la cabecera, la otra ha desaparecido pulverizada. Tampoco permanece en su antiguo en clave, sino bastantes metros más allá. Des panzurrado, parece la petrificación grosera y desahuciada de algún mueble estilo nórdico. Jacinto trata de reconstruir con la imaginación y la palabra su forma anterior. Pero Narciso y Peonía están de acuerdo en no dejarse iinpresionar.

-Parece cualquier cosa, menos un altar de sacrificios, tío.

-¿No será un chisme de ésos para plantar geranios que hay en algunos jardines?

-¿Y a quién le ofrecían los sacrificios? ¿A sus dioses? ¿Al sol?

Pasando la mano lentamente por los viejos surcos de la piedra rota dice Jacinto, con cierto nerviosismo contrariado, como si él tuviera la culpa de lo poco espectacular del hallazgo:

-Creo que ofrecían los sacrificios a la luna.- A esta misma luna de las pasadas noches de San Isidro, a la luna de mayo con la que se despide la primavera. La sangre vertida con mimo ritual preparaba el imperio ya próximo del nuevo solsticio,. Así, desgarrando corazones jóvenes, aquellos sabios druidas esperaban el verano... ¿No lo notáis?

-¿Notar el qué?

-Pues no sé... Cierta densidad en este aire... Un olorcillo como a vetustísimo pudridero.

-Si hueles a pudridero será que te llegan efluvios desde el panteón de El Escorial -comenta, alegremente, Peonía.

-¿Quieres decir -inquiere, con más serenidad, Narciso- que puede haber por aquí apariciones o algo así de los que murieron? La verdad es que a mí este sitio no me resulta nada impresionante, por mucha gente que se hayan cargado en él. Además, a lo largo de tantos años, y con lo brutos que somos los humanos, a mí me parece que en casi todas partes debe haber muerto muchisima gente. Si fuéramos a reparar en fantasmas de asesinos, no daríamos abasto.

Mira a su alrededor Jacinto y concede in ¡mmo péctore razón a su adorado. Rueda la carretera nueva hacia Galapagar y el sol dubitante de la primavera les bate entre el sano asedio de jaras y fresnos. ¿Fantasmas? No hay razón para esperarlos aquí más que en otro cualquier sitio. El altar partido no guarda ninguna huella de sangre, y quizá ni siquiera se trate de un auténtico altar de sacrificios, sino de un viejo bebedero de caballos o alguna otra cosa igualmente poco dramática. Un marco a la vez campestre y funcional, donde es muy dificil imaginar ninguria historia ominosa a lo M. R. James.

Sin embargo, la muerte está presente; la muerte antigua, actual, futura. La sangre que salta del pecho abierto con arrebatado borbotón, el traicionero puñal por la espalda, mazazos, lanzadas, flechas, el tiro de gracia en la nuca, quizá pronto explosiones cuya devastación aún apenas imaginamos. Y palabras que traen o determinan la muerte, convicciones fatales, fronteras imaginarias cuya devastación es muy real, el incansable apetito de imponer, doblegar, someter. ¿Para qué buscar restos arqueológicos de antiguas crueldades pintorescas?, se pregunta Jacinto. La tierra entera es un altar rotundo en el que todos los hombres habidos y por haber somos inmolados a la insensatez y al vacío.

-Bueno, que se está haciendo tarde y los amigos van a empezar a comer sin nosotros. ¡A abrirse tocan!

Peonía sube gateando con rápido y atractivo culeo el terraplén, perseguida de cerca por Narciso, que la alcanza al llegar a la carretera. Los dos se besan, riendo, contra el perfil azulado de la sierra. Jacinto les oye desde abajo reír y cuchichear. Quizá estén hablando de él y de su altar, piensa. Se vuelve un momento para verlo por última vez, casi con rencor.

No es el vapor cálido de las plantas soleadas lo que forma esa figura alta junto a la piedra rota. A través de la túnica blanca se adivinan los fresnos de la ladera del río. El rostro hueco, la. expresión fatal de quien ya conoce personalmente lo irremediable. Se vuelve hacia Jacinto, le mira con órbitas huecas, le hace un gesto como de ofrenda. En la zarpa que le tiende hay algo aún vivo, chorreante, palpitante; algo que se desangra para que el verano retorne también este año, como siempre y siempre.

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