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Tribuna:RELATO
Tribuna
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Extravíos

Mientras se dirigía hacia el garaje, permitiéndose la satisfacción de caminar por las calles recién amanecidas, caracoleaba ya de impaciencia por galopar, sentado en su despacho o en la sala de reuniones, la larga jornada que le ofrecía una sucesión de obstáculos que vencer. Durante aquel medio kilómetro escaso, como el bebedor que finge no ver la copa que imprevistamente apurará de un trago, se concedía el fingimiento de no calcular, no controlar ni controlarse, de no sentirse importante, ni siquiera financiero. Le acompañaba un tiempo revuelto de nubes fugaces y de sol provisional, del que, al colocarse frente al volante, se desinteresaría, igual que de las calles, las gentes que andaban por las calles, los perros, los niños, los guardias municipales y demás elementos superfluos del escenario del mundo.Quizá vio primero al perro, pero nada más percibir a la niña intuyó que tanto la niña como el perro andaban perdidos y se habían encontrado. Efectivamente, el perro trataba de desembarazarse de aquella niña que le perseguía con una libertad de movimientos que denotaba falta de vigilancia. Lo único tranquilizador es que el perro llevaba collar, y la niña, una bolsa roja, acorde con las zapatillas deportivas y el chándal que vestía. En todo caso, el hombrecito verde parpadeaba y, cuando intentó cruzar a la carrera, como si huyese, un gesto imperativo de la figura con uniforme municipal que vigilaba el tráfico en la intersección de las dos calles y a la que hasta entonces no había advertido, le dejó clavado en el bordillo de la acera.A sus pies, la bolsa roja había sido abandonada, y a unos metros, la niña, asiéndole por la cola, había logrado interrumpir el zascandileo olfativo del perro. Pretendía acercarle la cola a la cabeza para agarrarle por el cuello, pretensión que el perro, de una envergadura superior a la de su contumaz perseguidora, frustró con un golpe de lomos que dejó a la niña sentada en la acera. La olfateó, pareció que se dejaba besar el morro y se alejó al trote en línea recta.

Entonces, a pesar de un confuso presagio, recogió la bolsa y la movió en el aire. La niña se puso en pie calmosamente y acudió a la pata coja. Hizo ademán de entregarle la bolsa y la retuvo, lo que provocó la risa de la niña.

-¿Dónde está tu mamá?

-En el baile.

Por sorpresa, y con una violencia desconcertante que él simuló ignorar, la niña le arrebató la bolsa.

-Y ¿tu papá?

-Se ha ido a morirse, y así no tiene que pagar los impuestos.

Surgió de repente el hombrecito verde, y él se encontró cruzando la calzada llevando de la mano a una niña que, a su vez, arrastraba una bolsa roja por el asfalto. En la otra esquina daba el sol, y la niña permaneció ensimismada, como si no oyera las preguntas que él le hacía, puesto ya en cuclillas, buscando con la nivelación de los rostros romper la incomunicación. Y en cuclillas, con una instintiva sensación de culpabilidad, descubrí¿>, a la altura de sus ojos, los azules pantalones del uniforme antes de descubrir bajo la gorra un rostro de mujer.

-Yo creo que se ha perdido -murmuró.

-Seguro -resolvió la muchacha, acuclillándose ante la niña- ¿Dónde para el autobús de tu colegio, bonita?

La niña señaló en una dirección oscilante y dijo:

-Me llamo Clara Emilia Fernández Buitrago.

-Pregúntele si sabe en qué calle vive.

La muchacha se limitó a entregarle su silbato, del que la niña arrancó unos pitidos en sordina, y a opinar, mientras recuperaba la verticalidad y el silbato, que no tardaría en aparecer una chacha o una madre. Le esperanzó que el conato de rabieta convenciese a la muchacha, pero la muchacha convenció a la niña de que debía quedarse allí, en compañía del señor que la había encontrado, y, atravesando flemática entre los coches, se reintegró a su incongruente tarea de subrayar las órdenes de los semáforos.

La niña se dedicó a describir círculos mareantes en torno a una acacia. Puerilmente inquieto por el retraso, y calculando fríamente el dinero que a cada minuto dejaba de ganar, se dejó succionar por una espiral de violentas recriminaciones. Sin embargo, nada le irritaba tanto como su propia incapacidad para continuar hasta el garaje, para abandonar, como el perro había tenido la sensatez de hacer, a aquella niña, que ahora canturreaba y palmeaba sentada en el alcorque de la acacia. Y él, con el fin de rechazar los recuerdos, hediondos, que el jolgorio de la criatura desenterraba de su memoria, se entregó a una aparatosa interpretación del impaciente que atisba la aparición del que no llega. La niña le tiró del pantalón.

-Pues hazlo -contestó desabridamente.

Clara Emilia Fernández replicó que era pequeñita para arreglárselas por sí misma. Le contuvo la imagen de la madre brotando precisamente en el momento en que él le bajaba las bragas a la hija. Manoteó a la desesperada, como si el teletipo estuviese escupiendo una quiebra fulminante del sistema crediticio, y la chica guardia se llegó impertérrita por entre los automóviles.

-Llévela ahí dentro. Ya es muy mayorcita para hacerlo en la calle.

La niña le dejó sosteniendo la puerta y atravesó la cafetería saltando a la pata coja. Tras una duda, él entró también y, con una premura alborotada, buscó el teléfono, intentando no perder de vista el trayecto desde los lavabos a la salida. Pero mientras marcaba, a la premura, como sí él estuviese obligado a disculparse con Carmina por no haber llegado aún al despacho, se sobrepuso un sentimiento de orgullo y colgó. Ancló en la barra a la espera de la pequeña dama. Al instante vio a la guardia dirigirse hacia el fondo de la cafetería y, bruscamente relajado, pidió un aguardiente.

La calle se llenó de sol. Al otro lado de las puertas de cristal pasó el perro husmeando. Se sonrió al pensar que él era probablemente la persona menos adecuada de la ciudad para hacerse cargo de tina niña extraviada y para cargar con la responsabilidad de haber dejado escapar a un perro perdido. Puso un billete sobre la barra. Acechó. Centrándose el nudo de la corbata, consciente de que Clara Emilia Fernández quedaba bajo la custodia de la autoridad competente, inició una fuga deliberadamente natural.

A sus espaldas, la niña había sido izada a un taburete y, libre de la gorra, el pelo castaño de la muchacha resplandecía. La niña quiso un vaso de leche templada y churros. La muchacha, sin considerar su invitación, prometió enviarle a la madre (o a la chacha) en cuanto apareciese, y salió de la cafetería.

Clara Emilia saltó del taburete al descubrir al perro, que pasaba de nuevo por la calle. Luego quería aceitunas rellenas.

Más tarde desmenuzó un par de churros y se limpió las manos en el chándal. Cuando exigió regresar a . los lavabos, él la sacó del local a una mañana ensombrecida por la luz metálica de los nubarrones.

-Por ahí te andan buscando, hermosa

-informó la mujer del puesto de flores.

Pero nadie apareció y, en el centro de la calzada, la municipal, a causa de haberle enmendado la plana a los semáforos, tenía organizado un preludio de atasco en el que ya sonaba algún claxon, como afinándose para comenzar el concierto. A pesar de sus propósitos de indiferencia, se sintió desolado e inerme ante las correrías de la niña. Rezó para que no regresase el perro. El recuerdo putrefacto emergía a la amenazante luz de aquella hora.

Y ya, sin ambages ni subterfugios, pudo odiar a Clara Emilia, Fernández Buitrago sencialmente porque no estaba asustada, porque vivía su extravío con naturalidad, hasta con regocijo. Después, cuando la niña le condujo hacia lo que él supuso el escaparate de una juguetería, instalado ya pacíficamente en el rencor, se permitió reconocer que le envidiaba a aquella niña no los años que a ella le quedaban por vivir (la mayoría de los cuales él no viviría), sino que ella no hubiese vivido los años que él vivió en su infancia.

-Ésa es mí mamá -anunció cerca del escaparate de ropa femenina, que estudiaba una esbelta de ajustados pantalones y con una cabeza come, un casco de rizos rejuvenecedores.

En el momento en que la esbelta daba por terminado su visionado del escaparate, llegó la uniformada y les señaló. La niña corrió hacia ellas. Cuando él terminó de aproximarse, las tres hablaban simultáneamente. Fue acogido con un satisfecho cabeceo de la madre., a quien entregó la bolsa, una vez que hubo comprendido su posición marginal en aquella conversación entre mujeres. El perro apareció dos esquinas más allá y le siguió durante un trecho, como si le prestase escolta en homenaje a su decisión de pasear no tanto por el espacio como por el tiempo, en busca del niño que 50 años antes se había perdido.

A media mañana, cuando llegó a la plaza y se detuvo, percibió el cansancio y la soberana tristeza que le embargaban. Con la fuente mitológica en el centro, la plaza había cambiado poco. Acaso sólo el tridente (que cada tanto era robado) del dios de las aguas, acaso el pavimento sin adoquines ni vías de tranvía y, desde luego, en aquella mañana en la que al fin dominaba el sol sobre las nubes, ninguna verbena ocupaba el espacio ovalado. Allí, tras una tarde en los jardincillos del Museo, el niño se había quedado embobado frente a una montaña rusa, cuya pasmosa estructura conservaba íntegra la memoria 50 años después. Y allí, al no encontrar a sus padres, había roto a llorar el niño con un terror que, 50 años después, el hombre resucitaba sin esfuerzo y con lacerante humillación.

Sin fuerzas para revolverse contra el sinsentido de su propia naturaleza, aceptó que el niño, al que había asesinado, siguiese vivo. Que no hubiera muerto cuando, de adolescente, en el colegio le llamaban trepador los mismos que llamaban esforzado escalador a un ciclista.. Ni cuando su primera mujer... Con una violencia sísmica sepultó (por enésima vez) en el olvido a aquel niño, efigie de la. complacencia y de la compasión, repugnante símbolo de lo que siempre luchó por no ser.

Dentro del taxi, la existencia recuperó su consistente y confortable apariencia de autenticidad. Acababa de sentarse a la mesa y ya Carmina le había colocado delante, con una diligencia agresiva, la relación de llamadas y compromisos. Hasta habló con una entonación de esposa ofendida cuando se disculpó reticentemente:

-Como no sabía ni donde estaba usted ni cuándo llegaría, me temo que no hayan resultado convincentes mis explicaciones.

La miró directamente, imitando la risueña despreocupación de la mirada de la niña de la bolsa roja o el júbilo voraz que incendiaba los ojos del perro.

-Lo siento. Estuve un rato por ahí. Llaneando.

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