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FERIA DE SAN ISIDRO

La media

.JOAQUÍN VIDAL

De todo cuanto hubo ayer en Las Ventas no quedó nada, salvo media verónica. Llevaba firma: Rafael de Paula. Por c´Alcalá arriba iba la afición dando la media verónica como podía, y la gente se paraba a mirar, compasiva. Decía la gente: "Cuantos señores operados de cadera, pobrecillos, ¿de dónde vendrán?.

A la afición lo que más le tenía impresionada de la media verónica era el caderazo y lo repetía, sin fortuna. Unos se corregían a otros: "Que no es así, que es asao". Ni don Mariano, el veterano aficionado experto en toreo de salón, conseguía que le saliera la media verónica con crují-e-caera.

Es lógico. Para dar la media verónica con crují-e-caera hay que ser Rafael de Paula. Muchas veces, ni el propio Rafael de Paula consigue darla. Pero ayer sí. Fue en un quite. Se paró en dos verónicas de su marca, y cuando creaba la media, abajo las manos, el capo te en un vuelo, el toro absorto en su embrujo, cimbreó la cintura e inmortalizó su estampa gitana con el crují-e-caera.

Plaza de Las Ventas

21 de mayo. Octava corrida de feria.Toros de Domínguez Camacho, bien presentados, que dieron juego. Rafael de Paula: pinchazo hondo bajísimo (bronca); pinchazo y bajonazo (protestas). José Antonio Campuzano: estocada trasera baja y descabello (división y saluda); pinchazo y estocada corta tendida trasera (silencio). Espartaco: pinchazo, estocada y tres descabellos (ovación con pitos y salida al tercio); estocada trasera caída y descabello (oreja)

Con lumbago están ahora los aficionados más ancianos, después de tantos caderazos como iban dando c´Alcalá arriba, y a don Mariano le pone fomentos su santa esposa. Pero otros más jóvenes tam oco pueden imitar esa media verónica. Por ejemplo, a los jóvenes José Antonio Campuzano y Espartaco, que alternaban con el artista gitano, ni se les ocurre Para qué. Además ellos iban a lo suyo, que es pegar pases. Les daba igual que el toro fuera tan pastueñito como el segundo (de Campuzano) o el sexto (de Espartaco) Como su ideal en la vida es pegar pases, renunciaban a crear arte.

Los dos son sevillanos, pero se sospecha que serán sevillanos del norte de Noruega. En el norte de Noruega debe de haber una Sevilla donde se inspiran estos toreros sevillanos que no lo parecen. Ese Campuzano, mi arma, que le pegaba derechazos y naturales al pastueñito segundo y la mayor ovación que escuchó fue cuando perdió la muleta y la recuperó de la cara del toro; ese Espartaco, mi arma, que le pegaba derechazos y naturales al pastueñito sexto y la mayor ovación que escuchó fue cuando se enredaba entre los pitones para forzar un segundo pase de pecho; esos dos sevillanos de Noruega, mi arma, ¿habrán sentido alguna vez los bálidos estremecimientos del arte y olé?.

Lo más probable es que no hayan sentido jamás los cálidos estremecimientos del arte y olé y, además, que les traiga absolutamente sin cuidado. Ellos, a dar pases. Y además los dan de heterodoxa manera, retrasando la pierna contraria, adelantando el pico, citando por la parte de acá de la pala del pitón. Apenas había ninguna diferencia de calidad entre los pases que dieron a los toros buenos, que a los ligeramente dificultosos. Incapaces de entusiasmar con su arte, tampoco se hunden en el fracaso. Son toreros de serie, muy útiles a la fiesta porque encajan perfectamente con un público de escasa sensibilidad taurina, sin matices, plano, al que lo mismo da ocho que ochenta.

Ese público se enardecía con Espartaco cuando recibió de rodillas al tercero; de pie le pegó por allí unas cuantas verónicas deslavazadas echando siempre el paso atrás y remató con un muñecazo. Parecía que estábamos en los tiempos de El Cordobés, aquellos de los alborotos por un ventear de flequillo. La ovación fue tan encendida, que Espartaco tuvo que saludar montera en mano, y ahí quedó eso. Quedó, por supuesto, lo de la montera en mano, que tiene un valor. Lo de menos para estos toreros es dar pases buenos o malos; lo importante es dar muchos y luego mirar al público con la misma pinturera gallardía que Juan Belmonte el día de la faena de la corrida del Montepío.

Rafael de Paula, en cambio, se sentía víctima der cino e iba mustio por el ruedo. Rafael de Paula, para quien lidiar debe ser una plebeyez, estaba de espectador durante el tercio de varas. Al primero, que dejó moribundo el picador con sus lanzazos traseros, le quitó las moscas con la muleta. El cuarto, poderoso hasta derribar al caballo, huido, con la apariencia de pregonao que dan los bravucones, luego no era nadie (y menos en calzoncillos). Lo sabía Paula, si bien el gitano genial no estaba seguro de que lo supiera también el propio toro y sólo apuntó unos derechazos desde la lejanía. La verdad es que se ponía muy pinturero, enfundado en su elegante terno verde y oro, y tenía al público absorto porque quien más, quien menos, no había perdido la esperanza de que llegara a dar un pase; aunque sólo fuera uno. No lo dio. El público se llevó un disgusto tremendo por ello, le riñó, le tiró almohadillas y salió de la plaza acaloradísimo. Pero c´Alcalá arriba ya era otra cosa. C´Alcalá arriba todos querían dar la media con crují-e-caera y les entraba el lumbago.

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