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Sobre el 'efecto Herodes', por así decirlo

Permitidme, para empezar, un breve excurso; porque, a decir verdad, empleamos ahora el término efecto con aire demasiado científico -que nos recuerda el efecto Joule y otros fenómenos que estudiábamos en nuestra modesta física del bachillerato para referirnos a sucesos de la cultura, de la historia, de la política; ya en otra ocasión, tratando de definir un Pretendido efecto harpía en estas páginas, recordé el efecto Beaubourg de Baudrillard, el efecto Casandra y no sé si algún otro. El síndrome es otro término que tal; aquél, tomado de la fisica; éste, de la patología. Con ellos, y otros que ahora no recuerdo, solemos cubrir fenómenos que antes llamábamos -quien los llamara- complejos. Así, el complejo de Edipo tuvo una prolongada y proliferante parentela. Baste con recordar ahora a nuestro admirado Bachelard y, por ejemplo, el complejo de Empédócles, que él describe en su Psicoanálisis del fuego; obra en la que también describe muy bellamente lo que llamó el complejo de Hoffmann, vinculado, como recordará quien haya leído aquella obra, al fuego alcohólico producido en un alegre punch en torno al cual no sólo le relatan sino que se producen las historias de Hoffmann muchas veces. Complejo de punch lo llama también Bachelard; y uno se pregunta entonces por esa palabra que en castellano da ponche. Tiene algo que ver con pinchar y con dar un puñetazo, pero también -y sobre todo para nosotros con la definición que da el Larousse: "Mezcla de un licor fuerte con ingredientes diversos: jugo ,de limón, infusión de té, azúcar, etcétera". (Para mí, por cierto, que sobra el etcétera: a lo ya dicho, añádase agua y sírvase tranquilamente, con la seguridad de que se -trata de un verdadero punch, palabra que define una especie de efecto cinco, pues según todas las probabilidades procede del sánscrito pánch: cinco; y ahí están los -Cinco preciosos elementos de este ponche: té, ron, agua, limón, azúcar.) ¿Pero por dónde íbamos? Porque no sabemos si es que este punch se nos ha subido un poco a la cabeza; pero es el caso que, momentáneamente olvidado el tema que nos movía a escribir este artículo, nos apetecería muy mucho andarnos por las ramas de lo que ya empezó, para más inri, siendo un excurso, y engolfárnos, con nuestro Bachelard, en su discurso sobre el alcohol, que es tema de grandes resonancias en este libro. "La queimada y el ponche", escribe Bachelard, "se encuentran desvalorizados actualmente. El antialcoholismo, con su crítica a base de eslóganes, ha impedido tales experiencias". Para Bachelard, y creo que para cualquiera, "toda una región de la literatura fantasmagórica procede de la poética excitación del alcohol". Sólo que hay alcoholes y alcoholes para nuestro filósofo; y muy diferentes son los mundos que produce el alcohol que llamea (Hoffmann) y el alcohol que sumerge (Poe). Así pues, hay un alcohol que desemboca en cálidos fuegos y luminosas imaginaciones -los cuentos de Hoffmann- y otro que, diluido en la sangre de poetas como Poe, se reclama del agua, y su imaginación es lúgubre-y pantanosa, digámoslo así. ¿Nos hemos perdido? ¿Nos metimos en un jardín, como se dice en el teatro? Lo dificil, en tal caso, es salir; sobre todo cuando uno no es, ni mucho menos, un maestro de la digresión a la manera de Thomas de Quincey, cuyo magisterio para esa forma literaria que es el tirso -un eje y no sé cuantas ramas y enredaderas- y que Baudelaire cantó con no poco entusiasmo... Me parece que acabo de meterme en otro jardín. Irse por las ramas del tirso en cuestión parece, en ocasiones, mucho más fácil y placentero que recoger velas. El punto y aparte ayuda, más o menos, en tan arriesgados trances.Ese punto que queda atrás me pone así, de pronto, nada menos que ante el mismísimo Herodes; y caigo en la cuenta de que lo que yo trataba ahora no tenía otro alcance, en principio, que aplaudir con gran entusiasmo un artículo publicado en el suplemento de Educación de este periódico (2 de abril de 1985), firmado por doña Pilar Palop Jonquéres y que apareció bajo el sugerente título: Los ninos, ¿seres angelicales o perversos polimorfos? La pedagoga de Madrid María Belén Romero publicó unos días después (el 15) una carta al director de este mismo periódico en la que postula una especie de punto medio desde el cual no se vea a los niños casi como unos seres monstruosos". Lo del efecto Herodes es una menguada y absolutamente prescindible aportación por mi parte; pues de ningún modo ha de entenderse como una amenazante consecuencia de ideas como las de Pilar Palop que para nada apuntan a una deseable degollación de inocentes o, mejor dicho, de ciertos perversos polimorfos o infantes: seres no parlantes (infari) y bastante desagradables, por cierto, en multitud de ocasiones. No; no se trata, desde luego, de degollar a estas criaturas -ni siquiera en su problemática fase de nasciturus (nascituri te salutant)-, pero sí de contribuir un poco a la necesaria desmitificación de la santa infancia, sobre cuya inocencia esencial no me cabe duda alguna, pero sobre cuyo cruel comportamiento pocas dudas pueden caber, a poco que aparte uno, en la medida de lo posible, el repugnante almíbar que se vierte sobre ese período humano. Durante el cual, si el niño es salvaje o selvático -como prefiere decir el buen Ferlosio-, se comporta como una bestezuela, y, si se desarrolla en un medio culto o cultivado, generalmente se apropia de lo más lamentable de ese medio: en la miseria se comporta como esa bestezuela (que decimos, y en el medio burgués puede realizarse, por decir algo, al modo de aquel repelente niño Vicente, que fabricó Rafael Azcona, si mal no recuerdo. Todo un panorama que desmiente, desde luego, la versión angelical y roussoniana que Pilar Palop somete a crítica en su bello artículo. (Y digo bello porque no hay belleza lejos de la verdad, y apuntar a la verdad, por mucho que ello nos conduzca por senderos espinosos, malolientes y convencionalmente feos, es el camino de lo que sólo a regañadientes llamará uno belleza.)

Está muy bien que alguien escriba alguna vez "contra esa indigestión de infancia, ridículamente sublime", pues efectivamente "conviene de cuando en cuando recordar lo molestos y pesados que: son con frecuencia los niños, que no hay quien los aguante ( ... )". Para Palop, la definición psicoanalítica del bebé como un perverso polimorfo "no

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Sobre el 'efecto Herodes', por así decirlo

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es, ni con mucho, exagerada, y bien puede servir de contrapeso a tanta mis tificación", y cita a Anna Freud, para quien los niños son "un escándalo permanente". Está muy feo autocitarse, pero yo no puedo por menos de traer aquí, en apoyo de la valerosa reflexión de Palop -a la que algún día habrá que añadir algunas, verdades sobre los ancianitos, cuya condición suele ser exalta da hipócritamente también en nuestras sociedades-, algún breve pasaje de cierta novela que publiqué en 1982. "Entre las peores mentiras que infestan -este bajo mundo", dice mi desdicha do personaje, "está la de que la infancia es una edad adorable y los niños unas criaturas preciosas y merecedoras de toda piedad y afectuosa comprensión. ¡Qué repugnante ideología, qué humanismo más maloliente y trasnochado el que nos impide ver, señor mío, a los niños, esas criaturas infernales, como son; el que nos hace ciegos y sordos a sus infinitas crueldades y malevolencias, a sus fétidos egoísmos, a sus nau 'seabundas estrategias de mamones crispados, maestros del berrido y de la sonrisa asesi na, ajenos a todo cuanto pueda haber de bello y desinteresado en esta vida ( ... )!". Para este personaje, "la santa infancia es un colectivo, como ahora se dice, verdaderamenté terrorífico, según mi propia experiencia". Basta con esta cita: lo que sigue dibuja a la infancia quizá con tintas demasiado oscuras. Evidentemente, mi personaje no es partidario. Así pues, por -personaje interpuesto, y con lo que de broma más o menos siniestra tiene esta como otras muchas obras literarias, -ciertamente yo trataba de expresar algo muy emparentado con lo que ahora he leído en el tan citado artículo de Palop. Desde luego que no sólo no se trata de provocar, como decía mos, un efecto Herodes en forma de degollina, sino más bien -digámoslo ahora- de todo lo contrario: de evitar que algún día la mitificació n cree las condiciones de una desilusión que puede llegar a ser desesperada: mejor saber las cosas; mejor, de ser, posible, tener algunas ideas claras sobre los niños; y será así como se evite tan funesto efecto Herodes en algunos individuos de nuestra cultura, en la que ya se dan demasiados malos tratos, y también a muchos niños. Pero partamos, para un tratamiento adecuado, de la realidad de las cosas, tal como es. Y la crueldad, el egoísmo y la estupidez de muchos niños es una realidad incuestionable. Ahora recuerdo que, hallándome en el sur de California -donde, casualmente, estaba escri6iendo las primeras páginasde la novela que antes he citado-, me enteré de que los castigos corporales en las escuelas (no sé si sólo en las del condado de Orange, donde vivía) iban a ser legalizados de nuevo, después de una prolongada abolición. ¿Qué hace un intelectual que se precie en un caso así? Escandalizarse, naturalmente, y yo lo hice. Hablando un día de este asunto con una profesora, a la que yo expresaba precisamente mi sorpresa y mi escándalo, ella me respondió con una sonrisa triste: "Es verdad, es verdad; no es posible estar de acuerdo con el establecimiento de castigos corporales en las escuelas. Pero también...". El silencio se hizo espeso, en la belleza del paisaje. "¿También, también?', animé a mi amiga. "También", dijo ella por fin, "es preciso saber el martirio a que son sometidos muchos de nuestros profesores, y sobre todo las profesoras, por unos niños a los que se ha dado la carta blanca de la permisividad. A veces es casi imposible soportarlo. A veces alguna compañera ha llegado a pensar incluso en el suicidio". ¡Dios mío! ¡Aquello daba que pensar! Y como uno piensa siempre acompañado de- sus lecturas, reviví en aquellos momentos la imagen de Makarenko a punto casi -o sin casi- del suicidio, tal como lo cuenta en su Poema pedagógico.

¡Los niños, los niños! No es posible hablar así: los niños; porque hay niños y niños; y cualquier parecido entre un permisivo niño burgués europeo o norteamericano, por ejemplo, y cualquier niño espectral del Tercer Mundo es un asunto dificil de digerir intelectualmente. Más bien es imposible seguir, en este punto, si no es sobre la base de una superación de los supuestos del humanismo burgués. Algo se cuece, algo que es otra cosa, en las calderas de las que surgirá -irá surgiendo- un día el pensamiento de futuro. ¡Los niños, los niños! Váyanse ustedes a la porra; particularmente los actuales histriones, que tan abundantes lágrimas derraman -mientras apartan de su vera la imagen del ya nacido niño etíope- ante las delicias futuras del apocalíptico nasciturus.

Volvamos, si ello es posible, a sonreír un poco. Los niños son algo más bien terrible, sí señor. De manera que pueden ser objeto de manducación para aliviar el problema del hambre en Irlanda, y no pasa nada por ello: ni siquiera ay, se alivia el hambre de Irlanda. Pero un cierto efecto Malthus aunque secundario, si se producirá al menos.. ¿0 ni siquiera eso: ni tampoco eso? En cuanto al ataque a la infancia, nacida o nascitura, la verdad es que hay poco que hacer; y esto se sabe nada menos que desde los viejos tiempos del pobre Cronos / Saturno, el cual, tratando de evitar que un hijo suyo hiciera lo normal -cargarse a su,padre-, devoró, según parece, a cinco de sus retoños, hasta que .su señora le hizo aquello de darle una piedra envuelta en pañales en lugar del hijo sexto, el cual me parece que se llamó Zeus- acabó por hacer vomitar a Saturno a sus hermanos, y entre todos y otros aliados, que nunca faltan, se la hicieron buena al buen Saturno; aunque nada más fuera por eso tendríamos que seguir celebrando nuestras modestas saturnales, nuestros sábados de más o menos precaria alegría. Es de suponer que el peinado de posibles niños, o sea, de futuros ciudadanos, se ha intentado siempre, a lo largo de la historia, antes de Malthus, por distintos procedimientos. (Al decir esto, me acuerdo de una amiga que, al haberse visto ya repetidamente embarazada, se dirigió a su marido con estas, expresivas palabras: "A partir de ahora, querido, o tú te la cortas o yo me lo coso".) Anticonceptivos y abortos han sido las formas de este efecto Herodes o Malthus, cuyo alcance no ha sido tan brillante como para que no haya hoy sobre la tierra una población bastante abundante; y eso que ha sido también cuantiosamente peinada por el hambre, las pestes y la guerra: los jinetes del Apocalipsis. En el mundo de la fantasía se ha vivido también este problema con gran fuerza: el niño asado ha sido uno de los más deseables manjares por los más conspicuos ogros del mundo de las hadas, pero ni en ese mundo, a pesar de la actividad culinaria en custión, se consiguió que disminuyera la población infantil; una población, por otra parte, bastante sospechosa a pesar del almíbar que los cuentistas han derramado sobre sus Hánsel, Gretel, Pulgarcito, Caperucita... Es sabido, por ejemplo, que en versiones anteriores a Perrault Caperucita participaba en el banquete del lobo, o sea, que se comía alguna chuletilla de la anciana y se bebía algunos tragos de su sangre. En cuanto a Pulgarcito, es, en fin, un verdadero sinvergüenza, tanto en Perrault como en los hermanos Grimm. Baste con recordar que, en la versión de Perrault, este minúsculo niño desvalija a la pobre mujer del ogro, a la que él y sus hermanos deben la vida. Cierto que a los padres de Pulgarcito y a los de Hänsel y Gretel no hay por dónde cogerlos: también ellos hacen algo por el efecto Herodes, aunque también con poco resultado. Es una lucha sin cuartel, en la que los niños no se quedan cortos.,Por ejemplo, según Bruno Bettelheim -en su Psicoanálisis de los cuentos de hadas-, Caperucita indica a sabiendas al lobo el camino que conduce a su abuela: en realidad, "hace horas extras para librarse de ella". Es buen pájaro Caperucita, aunque su aspecto sea más respetable que el de otros niños de este mundo siniestro de las hadas. Perrault no nos oculta que las siete hijas del ogro, en Pulgarcito, ya habían empezado a comer carne y a beber sangre humanas. Cuando su padre, en virtud de la astucia muy justificada de Pulgarcito, les corta las rubias cabecitas y todo se empapuza de sangre, la verdad es que uno se queda un tanto perplejo ante el hecho de que tan espantable literatura se halle entre las más amadas preferencias de los niños. Y es que uno, por más que se pretenda crítico y atento a desvelar las falacias de la ideología, no deja de vivir sumergido en un mundo de prejuicios entre los cuales uno bastante dañino es el que cristaliza en lo que Pilar Palop Jonquères llama en su artículo "una visión meliflua y beatífica del niño adorable, de la que nuestra época está ya algo empachada". Nuestra época es mucho decir, desde luego; y lo de que hay niños y niños es verdad, y también que...

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