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Tribuna:RELATO
Tribuna
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El Madrid de Eloy / IV

En una capital de poco más de medio millón de habitantes, cuando uno de los componentes de su minúscula elite intelectual (quiero decir, gente que en las condiciones entonces reinantes lo último que deseaba era salir del anonimato) dejaba de ser visto en torno al paseo del Prado y Recoletos era porque sospechaba que la policía había tirado de ficha. Había que andarse con mucho ojo con la publicidad, y así, cuando José Suárez Carreño ganó el Premio Nadal 1949, el primero con quien topó fue con un agente de la Social decidido, sin más, a llevárselo a la DGS. No es de extrañar por consiguiente, que Madrid produjera -sobre todo en ciertos jóvenes que albergaban numerosas inquietudes filosóficas y polícas- una intensa animación centrífuga que sólo lograría calmar aquel afortunado que lograse una beca para la Sorbona.En las cuatro últimas décadas, el exilio español de corte intelectual ha gozado de tres polos de atracción, de muy distinto carácter cada uno de los tres. Me atrevo a afirmar que entre 1945 y 1960, todavía París polarizaba casi toda la atención del creador o del estudioso, descontento tanto del clima que se respiraba en la calle cuanto de la clase de enseñanza especializada que se impartía en las aulas. Aunque muy asordinados los ecos de la cultura de entreguerras, París seguía siendo París y, pese a la derrota, la cultura francesa seguía ocupando el lugar de privilegio que tradicionalmente le ha reservado el liberal español. Tan sólo entre algunos profesionales técnicos y científicos, la cultura alemana había desplazado a la francesa pero yo sólo sé de un hombre que después de la guerra mandó a sus hijos a Alemania a estudiar "una lengua muerta". En contraste, París todavía retenía algo del múltiple en canto que despertaba desde 1900 y no sólo como el único punto donde podía hacerse una carrera y encontrar un prestigio, sino también como la insustituible escuela del hombre de mundo que no podía conformarse con la torpe inocencia hispánica, resumida en aquella chulesca invitación de nuestra juventud de sala de fiestas: "Móntate aquí y verás París".

Por si fuera poco, después, de la guerra vino a adornarse con nuevos atributos por un lado, la hospitalidad antifranquista y la posibilidad de conducir desde allí la guerra ideológica contra la dictadura, y por otro, la furiosa y nocturna modernidad del existencialismo, que, sin competencia alguna, acapararía durante buen número de años todo el inconformismo universitario. Aquel exilio tenía todavía mucho de político, de última y apenas perceptible se cuela de la guerra civil por parte de quienes, sin haber intervenido en ella, no pudieron tolerar sus consecuencias y buscaron un clima más habitable que el de la España de 1950.

Pero, hacia 1960, la fuerza de atracción de París estaba completamente agotada, y el exilio solamente se justificaría como un subterfugio para eludir a la policía, el servicio militar o las obligaciones domésticas. París no inventó nada, y pronto fue desplazado por un Londres políticamente neutro, pero mucho más suculento desde un punto de vista profesional; la posibilidad de aprender a hablar inglés de corrido, de asistir a las clases de cualquier eminencia oxoniense, de obtener cualquiera de los infinitos certificados que se despachan en las islas, de empaparse de una cultura que en nuestro país nunca dejó de ser minoritaria, sin duda llenó las aspiraciones extramuros de toda una generación, formada en un clima muy distinto al de la anterior, no enlazada directamente con la guerra civil y en cierto modo desentendida de la lucha política contra un enemigo que tenía sus días contados. El exilio se había despolitizado, y su tercera ola se dirigirá a Nueva York, en busca del éxito y sólo del éxito, que es la única mercancía que allí se vende con caracteres de exclusiva mundial.

Todavía no acierto a saber cómo pude pasar -sin ninguna clase de becani permiso especial, con el servicio militar pendiente y a la mitad de la carrera- las navidades de 1949 en París, en compañía de mi hermano, que, por sus aventuras políticas del año precedente, se había convertido en un exiliado, enfrentado (sin ninguna clase de melancolía ni resquemor) a la necesidad de hacer la carrera y buscarse la vida desligado en todo de su tierra. Durante un mes me moví -pero con paso turístico, naturalmente- entre el grupo de exiliados que le acompañaban, demasiado ocupados todos ellos con la ciencia y la política como para acompañarme a callejear, visítar museos y tomar copas. Entre aquellos jóvenes de la paleorresistencia había de todo -hasta carlistas-, pero lo que no recuerdo es haber topado con algún comunista, que sin duda se movían muy lejos del Boul Mich. El París por el que se movían era mucho más pequeño que Madrid, y ni siquiera comporendía todo el Quartier; desde luego, no cruzaban el río (para lo que carecían de un permiso en regla), al otro lado del cual se extendía un país desconocido y burgués donde la polémica mensual suscitada por Les Temps Modernes o cualquiera de los grandes de la Sorbona (Leenhardt, Dumézil, Massignon, Griaule ... ) apenas tenía sentido, nadie sabía hacia dónde apuntaba... Del otro lado del río, y no lejos de la Rue La Rochefoucauld, había sido introducido yo por un exiliado portugués en un barrio saturado de pequeños cafetines, muy frecuentado por trabajadores argelinos, donde se juga ba al dominó. Era lo que yo sabía hacer gracias a las interminables sesiones mañaneras del bar Fomento, y donde me sentía mucho más a mis anchas que en las tertulias del Mich o La Coupole, de alto contenido intelectual, donde tarde o temprano se me requería para dar mi opinión sobre el concepto de España. Tan sólo un argelino, con extensos conocimientos de electricidad, llamado Harrach o algo así y nacido en Birmandreis, sabía sostener mi juego constantemente agresivo, y, si la suerte nos permitía jugar de compañeros, entonces, bajo la mirada siempre melancólica y complacida del desterrado portugués arrasábamos. Mi hermano y los suyos tenían entonces la idea de hacer una revista de pensamiento político, de gran rigor y abierta a todas las tendencias y nacionalidades, que se llamaría Península y de la que sólo saldrían dos números en 1950. Yo me limité a sugerir que no podía faltar el punto de vista africano, así que Harrach y un compañero vinieron a jugar a domicilio -interrumpiendo una sesión en la que se debatían problemas de la mayor trascendencia-, y mi hermano consideró que debía dar por terminada mi estancia en París, donde solamente me echaría -de menos el desterrado portugués.

Sí, era joven -aunque no tanto como yo creía-, pero jamás volvería a sentarse a una mesa a hablar de política. Nada quería saber de la oposición portuguesa, y solamente de tarde en tarde cruzaba el río, en sentido inverso, para no perder el contacto con sus camaradas españoles. Con ellos todavía se podía hablar, pero respecto a sus compatriotas... Ah, sólo creía en la acción directa, pero era la acción directa la que le había conducido a aquel estado de postración y falta total de entusiasmo. Se llamaba Antonio, algo así como, Antonio Tomar Simoes, natural de un pueblo cerca de Coimbra. No tenía ningún impedimento para volver a Portugal, pero prefería no hacerlo, y no tanto por miedo a la PIDE cuanto a sí mismo. Allí no se sentía dueño de sus actos, cualquier menudencia podía desatar la bestia que llevaba dentro, cualquier locura le parecía posible; y arrugaba la frente, hasta reducirla a dos pliegues, para retener la infinita amargura que colmaba su alma. No le gustaba hablar, y consumía las tardes como jugador número cinco, siempre a la derecha de Harrach.

Años atrás había colaborado en la resistencia activa y formado parte de un grupo extremista que llegó a atentar contra la vida de Carmona o de Salazar, no recuerdo bien. Aunque el caso apenas llegó a tener resonancia pública, se vio en la necesidad de desterrarse, sólo pro dignidad. El grupo preparó una bomba de metralla -media tonelada de chatarra pesada, tornillos, tuercas y pellets- que debía estallar debajo del Rolls de Carmona, de vuelta de uno de aquellos tedéum en la Seo que todos los años se celebraban con insolente y despreocupada puntualidad, para conmemorar el aniversario de la revolución portuguesa. Tanto el horario como el itinerario de la caravana, a la salida del oficio religioso, eran conocidos de toda la población, y el grupo no tuvo la menor dificultad en colocar la bomba en un registro del alcantarillado por encima del cual -gracias a la estrechez de aquella zigzagueante calle de Alfama- tenía que pasar forzosamente el Rolls. Desde una terraza no muy lejana, con vista directa sobre el fatídico punto, se situó Antonio para dar con un pañuelo la señal que otro conjurado, provisto de un catalejo, recibiría y transmitiría al encargado del explosor. Todo salió a la perfección, pero ni Carmona ni Salazar se enteraron jamás del atentado de que habían sido objetos; ni siquiera se enteró el Rolls, cuya diferencial apenas fue rozada por la tapa del registro, leventemente levantada por un instante por el eructo provocado por la explosión.

Porque el experto pirotécnico de aquel grupo radical -volcado a la acción directa y sólo a la acción directa, desinteresado de toda clase de controversia- no'supo tener en cuenta el efecto cañón que había de ejercer la alcantarilla. Al mismo tiempo que la tapa del registro acariciaba la diferencial del Rolls, un viejo gabarrón -de los que antaño se dedicaban al transporte de bocoyes de aceite a lo largo del Tajo-, desmantelado y amarrado desde hacía años a un bolardo del Cais do Sodré, era sacudido y partido en dos, toda su superestructura lanzada por los aires, por una violenta e inexplicable explosión que en pocos segundos lo echó a pique, ante el asombro y la perplejidad de los pescadores de afición que habían aprovechado la festividad para echar sus indolentes anzuelos en las mansas aguas del Cais, lejos del bullicio patriótico.

"¿La policía nunca llegó a saber nada?", le pregunté yo a Antonio.

"La policía nunca llegó a sospechar nada. Eso es lo malo: la ignorancia de la policía deja al ciudadano a solas con su conciencia".

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