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Tribuna:Prosas testamentarias
Tribuna
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Reflexión sobre Europa / y 2

Mocedad de Europa: la mutua y fecunda implicación sucesiva de la herencia grecolatina, el cristianismo y la germanidad. No puedo exponer aquí, ni siquiera en telegráfico apunte, cómo el resultado de esa implicación hizo pasar a Europa, a lo largo de la Edad Media y los primeros siglos del mundo moderno, desde su infancia agustiniano-benedictina hasta su hegeliana madurez; pero sí debo preguntarme, porque a ello me obliga la punzada del tiempo en que vivo, qué ha sido de Europa después de haber alcanzado con Hegel y los hombres de su época ese elevado grado de sazón.Después de la incipiente madurez, ya se sabe: la madurez plena y la sobremadurez, esa que los frutos de nuestros países logran a la hora de la vendimia. No otra fue la condición de Europa desde 1870, guerra franco-prusiana, hasta 1914, comienzo de la primera guerra mundial. Finde-siècle y belle époque, si queremos hablar con términos menos bélicos y más mundanos. Y después de la sobremadurez, ¿qué? ¿La podredumbre? ¿La desecación final? ¿La catástrofe? No son pocos los que han visto la cultura y la vida de Europa según uno u otro de esos tres diagnósticos, desde el momento en que pasó el inconsistente optimismo de los felices veinte; esos años en que los europeos comienzan a responder -genialmente, tantas veces- a la gran crisis histórica que tan sangrientamente había delatado la guerra de 1914. Podredumbre, desecación final, catástrofe destructora. Para los europeos del último cuarto del siglo XX, ¿son éstos y sólo éstos los caminos de nuestro más inmediato destino?

En su resonante conferencia De Europa meditatio quaedam (Berlín, 1949), Ortega clasificó a los testigos de la hora crepuscular que venía atravesando Europa en vespertinistas y matinalistas. Para los primeros, ese crepúsculo de los pueblos europeos sería el vesperal; para los segundos, el matutino. Sabiendo muy bien que estos últimos eran pocos, a su grey se adscribió el conferenciante. No sé si víctima de la actitud mental que los anglosajones llaman wishful thinking, pensamiento desiderativo, también a ella quiero apuntarme yo. Diré cómo.

A la madurez de Europa pertenecen como actividades esenciales la creación de la ciencia y el dominio técnico del cosmos. Ahora bien: desde Hegel, ambas faenas van a ser realizadas al servicio de uno de estos dos demiurgos: el que denominamos Libertad (libre pensamiento, libre expresión, libre asociación, libre empresa) y el que llamamos Estado (coactiva ordenación política de la convivencia y, en consecuencia, de esa creación y ese dominio). Apenas conclusa la I Guerra Mundial, y con especial intensidad después de la segunda, dos superpotencias en cierto modo extraeuropeas, los Estados Unidos de América y la Unión Soviética, van a convertirse en protagonistas de esos dos contrapuestos modos de realizarse la mente de Europa. Y entre las dos, la materna Europa, inexorablemente sometida por ellas a la corrosión, el desgaste y la zozobra. A la corrosión, porque, cada una a su modo, una y otra tratan de descomponerla. Al desgaste, porque algo o mucho de su sustancia ingieren de continuo. A la zozobra, porque ningún europeo cabal, cualquiera que sea su mentalidad, puede decir un no absoluto y tajante a lo que de su propia entraña ha salido. ¿Acaso no fueron europeos Marx y Engels? Sin un hombre, el tan europeo Hegel, y sin dos ciudades no menos europeas, París y Londres, ¿hubiese existido el marxismo? Y desde Benjamín Franklin hasta Emerson y William James, ¿podría entenderse sin Europa el pensamiento rector de Estados Unidos? Decir que Europa y Estados Unidos constituyen una entidad histórica unitaria, llámesela Occidente o Euroamérica, opuesta a un mundo comunista y excluyente de él, no parece cosa que se compadezca bien con la realidad. Toda una red de convenios políticos, intercambios técnicos y congresos científicos, todo un amplio conjunto de resultados electorales, ahí están, para mostrarlo a los ojos más miopes.

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Sometida a la corrosión, al desgaste y a la zozobra por las dos superpotencias que han salido de su seno, Europa está viviendo la más áspera e inquietante crisis de su historia. Eppur si muove. Basta un viaje sobre las aguas del Rin, basta el soberbio espectáculo de las naves y las banderas que constantemente colorean y animan esas aguas, desde Constanza y Basilea hasta Nimega y Rotterdam, para advertir que, pese a todo, vive y late con fuerza el corazón de Europa. Entonces, ¿qué pensar, qué decir, qué hacer? Como corroídos, desgastados y zozobrantes europeos, tal es hoy nuestro mayor problema.

Voces españolas

Cualquiera que sea el modo de entender la pertenencia de España a Europa, algo puede y debe afirmarse: que desde que en el siglo XVI cobró fuerza social y carácter bélico la escisión religiosa y nacional del mundo europeo, nunca han faltado voces españolas que con acento admonitorio o dolorido dijesen a todos los europeos cuál era la línea de su común deber. Veámoslo en dos ocasiones.

Siglo XVI. Tras la voz española de Luis Vives -recuérdese su diálogo sobre la guerra contra el turco-, otra surge, española también, para pedir la unidad moral de Europa. Es el 22 de enero de 1543. El médico Andrés

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Laguna, enviado por Carlos V a las tierras del Mosa y el Rin para sanar pestes y aunar voluntades, habla en la universidad de Colonia. Largos crespones negros cubren los muros de la sala; negro es también su traje y negra la caperuza que le cubre. Latinizando el título griego de una comedia de Terencio, Europa sese discrucians, "Europa autolacerante" ha querido llamar a su discurso. En párrafos opulentos deplora la ruina, el crimen, la profanación y la general incuria que hieren el cuerpo de Europa; y más que cualquier otra cosa le duele advertir que esa destrucción tiene su causa en la lucha de ejércitos sólo diferentes entre sí por el color de la cruz que ostentan sus banderas. Europa ve desgarrada su unidad intelectual, moral y política por el mal uso que los europeos están haciendo de su libertad.

Siglo XX. Con treguas de paz más o menos dilatadas, las guerras entre los europeos no han cesado; pero en este siglo XX, y como consecuencia del cosmopolitismo que siempre ha llevado en su seno el espíritu europeo, tales guerras van a ser a la vez europeas y mundiales. Así la de 1914, así la de 1939. Pues bien: desde antes de la primera hasta después de la segunda, no serán pocas las voces españolas que clamen contra la locura y por la cordura de la grande y dispersa patria común. A su vehemente y paradójica manera, no siempre bien entendida, la de Miguel de Unamuno. ¿Qué sino un alegato por una Europa nueva y quijotesca es en 1912 la Conclusión de su Sentimiento trágico de la vida? Más tarde, con alma más serena y reflexivamente europea, sin dejar de ser españolísima, la voz de la generación que sigue a la de Unamuno: Ortega, Ors, Marañón, Pérez de Ayala, Américo Castro, Madariaga, varios más. España no es ya gran potencia, como en tiempos de Andrés Laguna, y. ni puede ni quiere tener tropas entre las aguas del Escalada y las del Elba. Después de 1898, es tan sólo un país marginado, retrasado y vencido. Pero, acaso por esto, los hombres mejores de su minoría intelectual saben cumplir de manera egregia la consigna que desde hace 30 años vengo dando yo a mis discípulos: ser con la mente y con la obra europensibus ipsis europensiores, más europeos que los europeos de entre los Pirineos y el Vístula. ¿Qué francés, qué alemán, qué suizo o qué belga más íntegramente europeo, menos estrechamente nacionalista que ese puñado de españoles? ¿Cuándo la obra de todos los países de Europa ha sido recogida y valorada con más patente y cordial espíritu intuitivo? Un hermoso y estimulante Enquilidion del perfecto europeo podría formarse recogiendo textos de todos ellos en defensa de la unidad intelectual y moral de Europa. Y así hasta hoy mismo, porque de hoy mismo es un libro cuyo expresivo título, El rapto de Europa, ha dado la vuelta al mundo.

A ese coro de voces españolas uno la mía, cuando España acaba de ser admitida en el consorcio de la economía europea. Quiero seguir clamando por la unidad intelectual, moral y política de Europa; mas no como político ni como orador profético, ni como capitán de empresa, sino como lo que soy: un profesoral escritor que se propone declarar cómo ve las condiciones con que tal vez pueda ser conseguida esa deseable unidad.

Primera condición, un recto examen de conciencia. ¿Acaso los más europeos pueblos de Europa no tienen en su pasado alguna culpa de la situación actual? Dos cargos se imponen con especial fuerza, el nacionalismo y el colonialismo. Aquél con el permanente riesgo del deslizamiento hacia la guerra entre naciones que la tácita o expresa sacralización de éstas lleva siempre consigo; este otro con un anverso no siempre agradecido, la educación europea del país colonizado, mas también con un lamentable reverso moral, la explotación poco humana de sus habitantes.

Segunda condición, un firme propósito de enmienda. ¿De qué serviría ese examen de conciencia si el amor a la patria siguiese configurándose como nacionalismo, y si dentro del propio país prevaleciera la sed de mando y de lucro sobre la misión educativa, la sabiduría y la ética?

Y cumplidas estas dos necesarias condiciones, el esforzado ejercicio de otro de los grandes tesoros de Europa: la imaginación creadora, la voluntad de ofrecer a todos los hombres, europeos o no, formas de vida en cuya virtud ésta, la vida, sea a la vez sugestiva y ensalzadora. Cada uno en lo suyo. El político, mostrando que es posible la conciliación entre la libertad personal y el servicio al Estado. El intelectual, haciendo ver que la tradición de la inteligencia europea no ha perdido su vigencia y es capaz de crear novedades incitantes. Y así el artista, el industrial, el comerciante y un operario ya, no proletarizado.

Naturaleza, inteligencia y libertad, tradicional e inéditamente realizadas; esto puede y debe ser la Europa unificada del futuro. Quede atrás el triple riesgo de la podredumbre, la desecación y la catástrofe. Con nuestro Antonio Machado, enseñemos a los europeos que "hoy es siempre todavía". Convertir en obras y en palabras la actitud ante la historia que expresa esa sentencia debería ser el nervio de nuestra participación en la Europa a que acabamos de incorporamos.

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