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Reportaje:Arquitectura popular madrileña

El pintoresquismo de la mugre

Las corralas, un producto de la especulación del siglo XIX, habitadas hoy por ancianos solitarios

El pintoresquismo de las corralas madrileñas, tan alabado, ha ocultado durante 200 años la mugre acumulada y padecida por generaciones de madrileños hacinados en casas de 30 metros cuadrados sin ventilación. Casas-escaparates, donde la solidaridad era obligada, so pena de convertir el exiguo espacio vital común en un infierno, ahora se pretende que su peculiar encanto, que lo tienen, se armonice con el respeto a as personas que las habitan, la mayoría ancianas, que recuerdan sus vivencias con cariño y se han resistido siempre a marcharse.

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"Era la corrala un mundo en pequeño, agitado y febril, que bullía como una gusanera. Allí se trabajaba, se holgaba, se bebía, se ayunaba, se moría de hambre. Entre la cal y los ladrillos de las paredes asomaban, como huesos puestos al descubierto, largueros y travesaños, rodeados de tomizas resecas". La negra descripción de Pío Baroja sólo es válida a medias en estos tiempos. En Madrid existen aún unos 440 edificios de corrala, repartidos por el centro antiguo, Arganzuela, Tetuán, barrios periféricos destinados en el siglo XIX al proletariado. Salvo los escasos 40 que están ahora siendo rehabilitados directamente por el Ayuntamiento, o por los propietarios con subvenciones municipales, el resto sigue en las lamentables condiciones higiénicas y de solidez de construcción de las que hablaba Baroja.Lo que ha cambiado es una de sus características tradicionales: el hacinamiento. Las corralas son hoy cuerpos moribundos, que se desmoronan por la humedad de sus techos viejos y sus escaleras vencidas. Los hijos de la última generación, la de los años sesenta y setenta, cambiaron una forma de chabolismo vertical, magnificada bajo la categoría de arquitectura popular madrileña, por la uniformidad también vertical de los bloques de Parla o Fuenlabrada. Apenas quedan los que nacieron allí, los viejos que no tienen dinero para irse, pero que, de todas formas, están tan apegados a su casa, su barrio y sus recuerdos, que tampoco quieren hacerlo.

También su importancia como crisol de creación de formas y expresiones del casticismo madrileño ha caído en desgracia. Para Juan Villarín, periodista y escritor, nacido en una corrala, buen conocedor de la vida de los barrios del centro, trabajador desde hace 13 años en una extensísima Guía de Madrid, las corralas son el marco que permite la creación de la zarzuela, y en la de Mesón de Paredes hay una placa que así lo recuerda. La Casa de Tócame Roque, corrala situada al final de la calle del Barquillo, hoy desaparecida, inspiró a don Ramón de la Cruz su famoso sainete. La vida abierta de las corralas fue la base de la fama de Madrid como ciudad hospitalaria".

Las corralas más conocidas, las situadas en el distrito centro, en el Rastro, Lavapiés y Embajadores, tienen una situación magnífica, a la que ahora comienza a añadirse una cara saludable, restaurada. Una de ellas, la de Mesón de Paredes, en realidad dos corralas diferentes separadas o apoyadas por una medianería, escenario natural de los espectáculos veraniegos de zarzuela del Ayuntamiento, está hoy repintada y limpia, y es el orgullo de las 53 familias que la ocupan, la mitad de ellas formadas por una sola persona.

A las cinco de la tarde, una anciana barre el suelo de cemento del patio, tres vecinas charlan en la corredera de la planta cuarta y última, y un hombre de 63 años, Ramón Pérez García, nacido allí mismo, antiguo cristalero, hoy con baja laboral por invalidez, de aspecto entero, contempla a los chiquillos del barrio jugando al balón en la plaza y recuerda que vio hacer lo mismo a uno de los mejores jugadores del fútbol español, Hipólito Rincón, también corralero, hoy en el Real Betis. A esa hora, el sol pega muy fuerte. "Aquí lo peor es que las casas no tienen ventilación ninguna, salvo la propia puerta de entrada y la ventana de la cocina. En verano te asas de calor, y en invierno son muy frías. Hombre, poco a poco hemos ido arreglando cada uno su casa lo mejor posible".

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Un barrio divertido

Ramón Pérez y su esposa son, desde hace 10 años, los únicos vecinos del tercer piso, lo que les permite que el servicio comunal de la planta sea particular, para ellos solos. Aprovechándose de esta circunstancia, Ramón arregló el servicio hace años; es un habitáculo de apenas 80 centímetros de lado, dotado de un retrete sin taza, cuyo sumidero sirve también como desagüe para el agua de la ducha. "Hace muchos años esto era horroroso. Por las mañanas había colas de 15 o 20 personas esperando su turno para entrar. Cada semana, una familia se encargaba de la limpieza, aunque no había nadie tan guarro que no lo limpiara inmediatamente si lo ensuciaba. Tampoco teníamos agua. La cogíamos de una pileta que había junto al servicio. Pero eso sí, en los 63 años que llevo aquí, todos los vecinos nos hemos llevado siempre muy bien, quitando las peleas que surgían a veces y que nunca pasaban a mayores. Nos arreglábamos como podíamos y nos ayudábamos entre todos. Mis padres tuvieron siete hijos, que era una cosa normal, y menos mal que mi madre estaba de portera y podíamos aprovechar las dos salas de la portería. En verano, los jóvenes dormíamos en la corredera, todos en hilera. Era el lugar más agradable de la casa y el sitio obligado de conversación. Los vecinos sacaban sus sillas con la fresca y hablábamos".

Ramón es uno de los vecinos que tampoco se quieren marchar y que se ha enterado de las noticias de ayuda municipal sin gran emoción. "Hombre, si es verdad que a todo el mundo le gustan las corralas y que nos han declarado monumento local [el 5 de enero de 1978], ya va siendo hora de que arreglen esto". Ramón vive en 28 metros cuadrados, un pequeño salón, una cocina estrechita y dos minúsculos dormitorios, todo el espacio útil aprovechado con codicia.

Ramón pasa mucho tiempo sentado en la corredera, mirando. Enfrente de la corrala están el teatro Lavapiés -cerrado hace años-, las ruinas de la iglesia de San Fernando, la plaza de Agustín Lara -presidida por la estatua chulesca del mexicano-; ancianos, parados y desocupados tomando el sol, mujeres paseando niños, de compras; un joven agitanado vende bolsas de naranjas de dos kilos a 100 pesetas; un mendigo come un trozo de pan que desmiga con los dedos; otro cazadora de ante y zapatillas de felpa, enjuaga una botella de vino en la fuente de piedra; otros dos beben a morro sentados en el suelo; mercería Maruja, últimas novedades; zapatería El Zapato de Oro; bodegas Belmonte; expendeduría de carne de caballo; un consultorio desvencijado con entrada por un callejón lateral cegado; algún solar cerrado con tablas. Mucha gente a cualquier hora y cierta negligencia del público y de los servicios de limpieza: papeles, bolsas desparramadas, excrementos de perros por toda la plaza, bancos casi descuartizados por la chiquillería. En el Molino Rojo, uno de los locales más clásicos y cutres de Madrid, la atracción es el gran show de una pareja, maciza ella, paleto con boina y mirada un poco extraviada él.

"Éste ha sido siempre un barrio muy distraído", dice Ramón. "Ahora un poco menos, pero siempre ha habido mucha vida. Antes, por las calles subían los carros, y los más pesados se iban para atrás, porque los animales no podían subir las cuestas. No me extraña que ahora le gente joven se quiera venir al centro otra vez. Mis dos hijos se marcharon porque los tiempos cambian, y ya no se puede vivir tan apretados como lo hicimos nosotros". Ramón Pérez paga 116 pesetas al mes por su vivienda, y sólo ha visto a su propietario, que vive en Valencia, en dos ocasiones. Con la rehabilitación -aprovechar el espacio de las viviendas vacías para ampliar las restantes-, el alquiler le puede subir a 3.000 o 4.000 pesetas. "Espero que sea verdad lo que nos han dicho de que los viejos que sólo tienen una pensión pequeña no pagarán nada.

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