La arquitectura de la ciudad y la ciudad en que vivimos
En los tratados ya clásicos de la estética moderna la arquitectura ocupa un lugar particular: por una parte, su finalidad práctica la define, al contrario del arte, en términos de utilidad. La arquitectura en este sentido es un artefacto técnico, dotado de una serie de funciones sociales, económicas y humanas. Por otra parte, la arquitectura comparte con las demás artes un lenguaje simbólico y una naturaleza expresiva. Su valoración no es por eso funcional solamente, sino también estética. Cuando el arquitecto romántico Schinkel impugnaba las viviendas "funcionalistas" de los centros fabriles británicos como "ausentes de arquitectura", o cuando Ruskin, en Las siete lámparas de la arquitectura, establecía la distinción entre "construcción" y "arquitectura" propiamente dicha, estaban defendiendo precisamente esta dimensión expresiva y estética de la arquitectura contra la tendencia, ya perfilada a lo largo del siglo XIX, de reducir las formas artísticas del medio físico que nos envuelve (el diseño de nuestros objetivos cotidianos hasta el diseño de la ciudad) a un principio de estricta racionalización económica y de reproducción técnica.La arquitectura moderna y aquellas tendencias del arte abstracto de vanguardia que han gozado de mayor prevalencia cultural, con sus postulados más o menos afines al funcionalismo, indujeron a una nueva práctica del diseño en general, y del urbanismo y la arquitectura en particular, expresamente reducidos a sus contenidos técnicos, económicos y manipulativos. Adolf Loos, uno de los grandes pioneros de la arquitectura internacional de nuestro siglo, introdujo en su célebre y polémico artículo Ornamento y delito una teoría de la arquitectura como producción técnica, centrada exclusivamente en los valores de productividad económica y racionalización tecnológica, Más tarde, Le Corbusier sentó las bases estéticas y estilísticas de una nueva arquitectura concebida como estricta reproducción industrial.
La actuación general del arquitecto de nuestros días hereda esta tradición reproductiva y tecnológica de la arquitectura no sólo como convicción teórica, sino, sobre todo, como condicionamiento institucional. El sistema de enseñanza, las condiciones económicas, jurídicas y burocráticas, y la reducción de los planteamientos formales, estilísticos y expresivos a los imperativos y el mimetismo manipulados de la.moda fuerzan al arquitecto a una praxis limitada, anónima e inexpresiva. Las escuelas de arquitectura centran la creación de los proyectos en los aspectos relativos al control técnico, en especial a través de la estricta fomalización del dibujo. Las condiciones económicas y administrativas de la construcción imponen inapelables normas de reducción del espacio físico en que vivimos a una empobrecedora racionalidad. Al mismo tiempo, la mayor parte de las tareas innovadoras en cuanto a las técnicas y a las formas artísticas,de la arquitectura, y en cuanto a las concepciones generales sobre la sociedad y la existencia humana que las impulsan y sustentan están sujetas o son desplazadas por el dictado de las modas.
El resultado de esta constelación es la imagen y la realidad inhospitalaria que ofrecen las ciudades en que vivimos. Los centros urbanos modernos, así como los espacios interiores de nuestra existencia, adquieren progresivamente, junto con los signos de un perfeccionado control tecnológico de la ciudad y sus moradores, los estigmas de una nueva pobreza. De ella se ha hablado ya mucho. Desde los fenómenos de aislamiento y neurosis individual hasta los de desintegración social, la degradación estética y humana de la nueva ciudad marca el quehacer arquitectónico de nuestros días con un sello negativo.
La arquitectura institucionalizada ha reaccionado tardíamente a este malestar en las ciudades modernas con una derogación retórica del ftincionalismo. Una de las características más señaladas de las tendencias que se agruparon en torno al Postmodern norteamericano ha sido el regreso a lo ornamental, a los valores simbólicos y a las tradiciones regionales e históricas. Semejante revisión de los postulados del modernismo arquitectónico de las pasadas décadas está dando por resultado, en algunas felices ocasiones, a fachadas simpáticas: los colores metálicos y pardos de nuestras calles (los signos de nuestra civilización: el acero y la polución) son revocados por tonalidades más vivas y la obsesiva monotonía de rectas y cuadrados es quebrada por el guiñar alegre de arcadas, columnas y hasta filigranas de orfebre. Pero, aun en estos casos, la revisión del funcionalismo se limita y se contenta con el esteticismo de un nuevo maquillaje. Y de los maquillajes, como del esteticismo posmoderno, puede decirse siempre que, al fin y al cabo, es variopinto, e incluso más agradable a la vista que un semblante demacrado o embrutecido. Lo que nunca puede decirse de ellos es que constituyan un verdadero rostro, la expresión de un alma y también de sus conflictos. La supeditación del crecimiento de nuestras ciudades a la cruda inmediatez de casi nunca
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cuestionadas exigencias económicas, políticas o tecnológicas ha generado una tajante separación entre la ciudad de la arquitectura contemporánea y nuestra experiencia vivida de la ciudad. Grandes películas, desde Metrópolis, de Fritz Lang, y novelas, como Alesanderplatz, de Döblin, son testimonio de ello. Por una parte, es éste un fenómeno particular del proceso general de una civilización cuyas tendencias económicas, tecnológicas y sociales discurren con autonomía prácticamente total con respecto a las necesidades o las aspiraciones de la vida humana. Por otra parte, esta objetiva indiferencia de la ciudad técnicamente reproducida hacia la ciudad por nosotros vivida es recreada estamentaria y académicamente a través de la educación y la identidad profesional del arquitecto. Lo primero designa un proceso histórico objetivo, cuyo destino, por así decirlo, no es posible subvertir en esos términos generales. Lo segundo, en cambio, muestra la constelación subjetiva, las actitudes, las concepciones teóricas, los prejuicios, las limitaciones institucionales o burocráticas que habitan en la identidad y en la actuación del arquitecto mismo. Como tales no constituyen una fatalidad inapelable. Por el contrarío, son el punto ciego, el eslabón marginal pero débil y el lugar en el que se puede introducir una profunda innovación en la praxis arquitectónica de nuestros días.
La arquitectura de la ciudad y la ciudad en que vivimos constituyen hoy dos realidades divergentes. Eso quiere decir que el arquitecto no sabe de la ciudad, de sus habitaciones y de sus habitantes lo que sabe el psicólogo, el médico, el asistente social, el policía o el poeta, y lo que sabe,en fin, el hombre de la calle. Esta ignorancia no es en absoluto una condición personal del arquitecto, sino una imposición institucional de la arquitectura académica y corporativamente organizada.
Los modelos de superación de esta fisura, y los conflictos y el dolor de la ciudad moderna que bajo ella se encubren, los ofrece precisamente la historia misma de la arquitectura moderna. Los innovadores programas de Morris para un nuevo diseño social, la concepción de la arquitectura de un artista español como Gaudí, las utopías expresionistas, los experimentos del Werkbund y el Bauhaus en Alemania, todos ellos enraizaron los esfuerzos por una renovación expresiva y formal de la arquitectura en una reflexión amplia sobre los problemas sociales, psicológicos, políticos o filosóficos y, por supuesto, también tecnológicos, de la cultura moderna. Gaudí decía que la. originalidad, esto es, la creatividad artística, quería decir adentrarse en el origen de las cosas, ir a su raíz, que para la arquitectura, lo mismo que para cualquier otra arte, es la existencia humana, considerada bajo sus más diversos puntos de vista, ya sean científicos, ya sean poéticos.
Estos modelos no fueron y no son una alternativa, una nueva o vieja moda, ni un ideal utópico. Constituyen más bien una exigencia para todo aquel que se plantee con una mínima responsabilidad artística, y eso quiere decir al mismo tiempo social, e incluso histórica, la praxis del diseño en cualesquiera de sus medios. Y es una exigencia, al mismo tiempo, porque el diálogo entre las tareas técnicas de la arquitectura, comprendidas las normas económicas o institucionales, con las preocupaciones sociales, psicológicas o filosóficas del mundo moderno es la condición de: una innovación creadora y, por tanto, reflexiva del quehacer arquitectónico; una innovación que debe inducirse, en primer lugar, a través de la crítica y la comunicación intelectual, y cuyo resultado ha de ser necesariamente una renovación de las formas, tanto en el sentido de la forma del diseño como en la dimensión más amplía que comprende a todas las formas culturales que van adquiriendo nuestras vidas.
La aproximación de las distancias entre la arquitectura de la ciudad y la ciudad de nuestra experiencia puede ser el origen de una nueva creatividad en la arquitectura; quizá lo sea de toda creatividad en su quehacer a un mismo tiempo artístico y funcional.
Sólo en ella puede depositarse la esperanza de una nueva ciudad que no sea degradada progresivamente por el afán de intereses económicos o la imposición de factores técnicos con consecuencias culturales que no se pueden controlar.
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