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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La moral y la política, en la sentencia sobre el aborto

EN ESPERA de la publicación íntegra de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el proyecto de ley de des penalización del aborto, es imprescindible adelantar algunas reflexiones sobre lo que constituye en cualquier caso una seria derrota política del Gobierno y un jarro de agua fría sobre las expectativas del cambio. La existencia de seis votos particulares en la sentencia hace su poner que ha sido necesario, para romper el empate y dictar un veredicto desfavorable para el Gobierno y la mayoría parlamentaria, que el presidente del Tribunal Constitucional hiciera uso de su voto de calidad. Es de imaginar que la desaforada campaña desatada por la reacción contra Manuel García-Pelayo con ocasión de la sentencia sobre el decreto-ley de expropiación de Rumasa, cuando su voto dirimente decidió -esa vez en favor del Gobierno- el sentido del fallo, no va a reproducirse ahora. El equilibrio ha sido recuperado, aunque malamente. Y los jueces constitucionales han servido, con medrosidad efectiva, a la causa de la involución.La lectura de los fragmentos conocidos de la sentencia suscita perplejidad y desconcierto. Se diría que los 16 meses de meditación que se concedieron a sí mismos los magistrados, lejos de aclarar sus ideas, han creado un laberinto donde sus pasos han perdido en ocasiones el rumbo. La incomprensible prosa de los párrafos dados a conocer parece destinada a ocultar en los repliegues de su jerga los problemas de fondo. Nos tememos que los ciudadanos, atemorizados ante esa formidable exhibición de oscuridad y hermetismo, renuncien a tratar de entender los términos del debate y a pronunciarse sobre su contenido. Parece que el Tribunal Constitucional acepta el principio de la constitucionalidad de los tres supuestos de despenalización del aborto contenidos en el proyecto de ley socialista, pero rechaza la instrumentación concreta desarrollada por el legislador. De esta forma, las Cortes podrán, de inmediato, completar o rectificar, siguiendo las indicaciones sugeridas por el Tribunal Constitucional, el proyecto de ley cuya entrada en vigor ha sido suspendida. Una vez aprobado por ambas Cámaras el nuevo texto, la despenalización parcial del aborto, en los tres supuestos de violación, malformación del feto o peligro para la salud de la madre, se incorporará a nuestro ordenamiento jurídico como precepto constitucional. Esos requisitos apuntados por los magistrados pretenden -a primera vista, sin la debida justificación y -con buenas dosis de arbitrismo- condicionar la despenalización parcial del aborto eugenésiso o terapéutico al cumplimiento de determinadas garantías, entre las que se reseñan la realización de esa práctica "en centros sanitarios públicos o privados autorizados al efecto". En cuanto a los casos de violación y al denominado aborto ético, la sentencia considera suficiente la denuncia interpuesta por la interesada.

El veredicto es una batalla política perdida por el gobierno de Felipe González, desautorizado a causa de la deficiente técnica de su proyecto de ley, y ganada por Alianza Popular, cuyo recurso de inconstitucionalidad ha prosperado. Pero la sentencia significa, en parte, una derrota ideológica para la derecha montaraz, que había apostado todas sus bazas en pro de un contundente pronunciamiento del tribunal contra cualquier forma de despenalización del aborto. Se admite que el aborto es constitucionalmente posible. Una lectura completa de la sentencia permitirá apreciar quién puede apuntarse la victoria en el terreno estrictamente jurídico. Porque una cosa es reconocer ¡que el naseiturus no está desprovisto de amparo legal, en la tradición recogida por el Código Civil, y otra muy distinta atribuirle la condición de sujeto de derechos, en pie de igualdad con las personas. Si esta última fuese la interpretación dada por el Tribunal Constitucional, no habría razón alguna para no equiparar al aborto no despenalizado con el parricidio o con el asesinato. Las cuestiones de carácter estrictamente moral relacionadas con la interrupción voluntaria del embarazo quedan fuera de un debate circunscrito a la represión penal -materializada en condenas de privación de la libertad y en encarcelamientos- de una conducta tipificada como delictiva. La práctica del aborto puede ser censurada, desde criterios sinceramente éticos, -Por las mismas personas que, en cambio, no encuentran razones convincentes para mantener dentro de las fronteras de un código criminal la decisión adoptada libremente por una mujer para interrumpir su embarazo. A la inversa, la airada defensa pública de la penalización del aborto puede darse, con un absoluto cinismo, desprovisto de la menor carga de conflictividad moral, por personas de conducta personal discordante con esas tesis. La hipocresía de la batalla contra el aborto consiste precisamente en ese artificial desplazamiento hacia el ámbito de la conciencia individual y de las convicciones morales (respetables en cualquier caso) de un debate circunscrito en la vida pública al derecho penal (con sus implicaciones de detenciones policiacas, interrogatorios en comisarías, juicios humillantes y condenas carcelarias). Esa hipocresía se prolonga en una manipulación política. Diversas formas de aborto -que cubren cuando menos los supuestos previstos en el proyecto de ley socialista- están legalizadas en el Reino Unido, donde gobierna una mayoría conservadora; en Francia, gracias a la iniciativa liberal-conservadora bajo la presidencia de Giscard; en Italia, con la Democracia Cristiana; en Alemania Occidental, tras un forcejeo con el Tribunal Constitucional parecido al que ahora ha surgido en España, y en la inmensa mayoría de los países desarrollados de viejas tradiciones democráticas. Miles y miles de españolas, con los recursos económicos y el grado de información que sólo una posición social mínimamente acomodada facilita, peregrinan anualmente a Londres o a otras capitales europeas para interrumpir sus embarazos en clínicas modernas, sin riesgos para la salud, con buena asistencia médica y con las bendiciones de las leyes. Resulta, así, que un simple paso de frontera, dentro de esa Europa a la que España aspira a pertenecer con pleno derecho, condena a nuestras compatriotas a la práctica de abortos clandestinos que ponen en peligro su vida o su salud y que pueden conducirlas a la cárcel. Aunque la jurisprudencia del Tribunal Supremo trató de resolver tan escandalosa contradicción mediante la peregrina doctrina de que el feto español debe ser protegido también en Londres por nuestro Código Penal, el Tribunal Constitucional otorgó el amparo a las personas condenadas por el inexistente delito de abortar en el Reino Unido.

Sin embargo, la sentencia del Tribunal Constitucional, amparada en criterios bastante arbitrarios por lo que de momento puede deducirse, contribuye a retrasar la normalización de la situación de nuestro país. Es un mal precedente. Significa un alineamiento más político que jurídico del tribunal con las posiciones conservadoras. Y si la sentencia entera es tan mala, confusa y pobre como los párrafos conocidos, habrá que convenir que los jueces constitucionales saben derecho, pero desconocen la sintaxis. Detrás de ese desconocimiento, la amargura de miles de mujeres de este país va a seguir siendo edificada a base de represiones, detenciones y cárceles. La conciencia moral de los jueces está, no obstante, salvada. Y el equilibrio político, también.

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