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Cuestión de palabras

Tan pronto como me ha sido posible he ido a ver la nueva película de Luis García Berlanga. Desde siempre vengo siguiendo con interés, y casi siempre con satisfecha complacencia, la producción de este creador cinematográfico, a quien sospecho que, por parte suya, no se le debió de pasar por alto en algún momento alguna de mis fantasías satírico-literarias; pero mi expectativa ante su filme más reciente no respondía tan sólo a ese atento interés mío por la obra -por cualquiera de las obras- del autor, sino también por el tema o argumento de ésta en particular, pues se trata en ella de la guerra civil, que, él como yo, vivió en la zona republicana, él de adolescente y yo de hombre hecho, aunque todavía bastante joven.Decir, según acabo de hacerlo, que se trata de la guerra civil es, sin duda, una impropiedad; decir de lo que se trata, cuando está refiriéndose uno a producto de la invención artística, es tanto como reducirla a los términos de su concepción intelectual, dejarla en el esqueleto o, quizá mejor, en el andamiaje que se retira una vez terminado el edificio. La invención artística se relaciona con la experiencia práctica, o, si se prefiere, con la realidad objetiva en que está inspirada, tan sólo en esa manera peculiar que corresponde a la representación. Al representar esa realidad, la creación artística se le superpone, la tapa, la cancela y, afirmando su derecho de autonomía, prevalece sobre ella. Y dado que la realidad objetiva -o la subjetiva experiencia práctica- presenta en su plástica ambigüedad perspectivas inagotables, resulta en todo caso, más que ¡legítimo, sencillamente fútil cualquier intento de valorar una obra de arte, plasmada en formas ya inalterables y definitivas, mediante su cotejo con los datos básicos que sirvieron de apoyo a su construcción. La guerra civil representada en La vaquilla -que así se titula la película de Berlanga- es una visión de Berlanga sobre la guerra civil que, por supuesto, no excluye otras posibles, aun otras posibles del mismo Berlanga. Deberá, pues, ser juzgada en su propia realidad imaginaria y no por referencia a los hechos históricos sobre los que se asienta.

Yo no me propongo en este momento, entiéndase bien, intentar juicio alguno, y si hubiera de hacerlo tendría buen cuidado de no incurrir en semejante futilidad; me propongo tan sólo insinuar algunas observaciones acerca del léxico, observaciones que, tras lo dicho, nadie podrá interpretar como objeción o crítica, pues no es por ahí por donde van los tiros. Si me dispongo a apuntar ciertas inexactitudes históricas, no quiero significar que ellas afecten para nada, ni en lo positivo ni en lo negativo, a la validez artística de la obra. Quizá la realza -no digo que no- esa actualización que en ella se hace de los usos coloquiales; pero lo que, llevado sin duda de mis preocupaciones profesionales -no en vano soy escritor-, me propongo subrayar aquí es el carácter relativamente efimero de usos tales, que sobre el suelo común y tradicional del idioma hacen una aparatosa irrupción, dominan imperiosamente durante un cierto lapso y desaparecen luego sin apenas dejar rastro de su paso. Pues escritor soy, no habrá de parecer extraño que mi oído haya registrado como anómalas, puestas por la película en boca de personajes a los que se supone hablando casi medio siglo atrás, determinadas expresiones que hoy se oyen de continuo, pero que para entonces no tenían curso general o carecían de esa específica aplicación.

Me limitaré a marcar tres de tales vocablos, y vaya en primer lugar ese ubicuo vale que a cada paso hace acto de presencia en nuestros habituales intercambios verbales. ¿Vale? Pues ¡adelante!

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Hay quien pretende que el fatigado comodín con que entre nosotros se pide y se concede anuencia o conformidad para las cosas más diferentes fue fórmula adoptada hace no demasiado tiempo -quizá por iniciativa de serviciales traductores- en sustitución del universal okay de desconocido, aunque sin duda foráneo, origen. Pudiera ser. En todo caso, parece claro que este vale de ahora pertenece al verbo valer en la acepción de servir, o de certificar que algo es de recibo, que antes había permitido acuñar el sustantivo vale con las aplicaciones varias que la Academia le reconoce en su Diccionario. Durante la guerra civil, y por efecto de los trastornos económicos que produjo, proliferaron los vales. Había vales para todo, y todos entendíamos muy bien lo que era un vale. No entendía ya nadie, en cambio, que la palabra vale con que algunos arcaizantes concluían sus cartas significaba adiós; quien no fuera bastante ladino podía pensar que había sido puesta para confirmar o convalidar lo escrito más arriba. Pero de lo que no puede haber ninguna duda es de que la actual fórmula ¡vale! que tanto prodigamos no había surgido aún, ni podían haberla usado, por tanto, los combatientes de la guerra civil.

Tampoco hubieran podido usar la palabra rollo o el verbo enrollarse en el sentido con que se usan en estos días. Es el segundo ejemplo de vocablos anacrónicos oídos en La vaquilla. Entonces hubiera podido decirse disco, pero de un modo mucho más restringido y sin originar una verbalización reflexiva.

Y, por último, vayamos al vocablo con que suele designarse actualmente el ejercicio sexual, un verbo que casi, casi está suplantando ya a aquel otro, tradicional, de cuyo infinitivo nos valemos también -y la Academia lo reconoce- como interjección. Para el infinitivo del nuevo verbo, follar, admite su Diccionario tres acepciones, pero en ninguna de ellas se refiere todavía a la fornicación. Es que la raíz de la que la palabra proviene tiene un despliegue semántico tan frondoso como el follaje de los árboles, y se extiende desde los "malandri-

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nes y follones" de Don Quijote y los anglosajones April fools o las francesas Follies Bergères hasta el desgraciado y maloliente efecto de un fuelle flojo.

Pero califiqué de nuevo el verbo follar en la acepción corriente aún no santificada por la Academia, y ello no es exacto: su novedad no es total. Durante la guerra civil hubieran podido aplicarlo los combatientes granadinos, pues en la Granada de mi infancia -bien lo recuerdo- era ya entonces de uso común, aunque restringido a su área idiomática. La novedad ha sido su generalización ulterior, hasta prevalecer en toda la Península.

Como escritor que soy, debe perdonárseme que para la atención y repare en lo que a otras personas les parecerán. trivialidades.

Las innovaciones léxicas, para reducirnos a este sólo aspecto de la renovación lingüística, tienen sin duda mucho de azaroso y algo de la apuesta de acierto o error con que en otros terrenos -en el de la investigación científica, por ejemplo- se ponen las hipótesis a prueba. De antemano, es imposible predecir cuáles prenderán en el suelo firme del idioma y qué otras pasarán con la fugacidad de una moda.

Cualquier lengua, en cualquier momento de su historia -y tanto más si es un momento de gran movilidad social y veloz cambio-, presenta, sobre ese suelo firme, una copiosa floración de coloquialismos, peculiares en parte de cada grupo, y muy en particular de los grupos juveniles, a quienes sirven de santo y, seña para proteger su identidad. Quien, ajeno a ellos, escuche tales jergas creerá quizá estar oyendo otro idioma.

Cuando nuestro gran filólogo Américo Castro regresó a España de su largo exilio decía haber pedido a sus hijos que le tradujeran el ininteligible dialecto de los nietos.

Claro, está que, como siempre, don Arnérico exageraba con ironía, pues lo cierto es que ni tan impenetrables resultan los giros verbales, en boga ni en su conjunto tienen mucha duración. Unos pocos arraigarán adquiriendo carta de naturaleza, mientras que la mayoría de ellos se marchitan pronto para dar lugar a otros que el capricho pueda traer.

Por eso, el escritor, cuyo instrumento de trabajo son las palabras, ha de tener conciencia del problema que para su obra de creación plantea el lenguaje vivo, y encomendar a las virtudes de su intuición artística la tarea de darle transparencia y fijeza a lo que es en sí mismo privado y fugaz.

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