Por una autodefensa de los consumidores
Es cierto que, al menos en las sociedades más desarrolladas, la política de protección al consumidor, aunque sea de forma implícita e irregularmente sistematizada, no es un fenómeno reciente. Las medidas de policía sanitaria y mercantil son un hecho generalizado en todos los países industrializados ya en la segunda mitad del siglo XIX, y la tendencia se intensifica abiertamente a lo largo del actual, a partir de que los poderes públicos adoptan la postura de intervenir decididamente en la economía, para corregir las distorsiones que originaba la dinámica de libre mercado, que caracterizó al capitalismo inicial.Ahora bien, en la década de los 60 aparece en Estados Unidos y en alguno de los países europeos más evolucionados un importante factor de cambio cualitativo: el asociacionismo de los consumidores o movimientos consumeristas, que supone la autoorganización de la sociedad civil para hacer prevalecer los derechos o legítimos intereses de los ciudadanos, como consumidores y usuarios. Dicho movimiento pretende superar la disociación cada vez más evidente entre las exigencias de la colectividad y la actuación de las administraciones públicas, limitada por la presión de minorías poderosas, por la inercia burocrática o, simplemente, por la dificultad objetiva de adaptarse a una realidad económico- social cada vez más compleja.
Fue en un principio un movimiento de clases medias urbanas y, a raíz de la crisis económica que comenzó en 1973, se extendió a otras capas más populares. La explicación hay que buscarla en la misma dinámica de la crisis. El alza de los costes de la energía y, en menor medida, de otras materias primas, disparó los precios. La reacción inicial de los empresarios y de los trabajadores fue la de mantener, respectivamente, la tasa de beneficio y la capacidad adquisitiva de los salarios, lo que significó dos factores adicionales para mantener la espiral inflacionista. Como por múltiples razones -competitividad interior y exterior-, el aumento de los precios no podía ser indefinido, se estimuló también la pérdida de calidad y seguridad de los productos, lo que supuso una forma de inflación larvada. En ese contexto, y al menos en sus fases iniciales, quienes mejor se defendieron del proceso inflacionario fueron quienes se beneficiaban de la inciativa del capital y de la acción sindical, y quienes pagaron más intensamente el coste de la crisis, aquellos sectores que no participaban de las rentas del capital ni del trabajo: pensionistas, amas de casa, parados, etcétera, cuya única salida era la organización en un movimiento que defendiera sus legítimos intereses.
El neomonetarismo
Ahora bien, está claro que a algunos círculos no les gusta el movimiento consumerista. Entre ellos están los neomonetaristas, con ejemplos tan conspicuos como la señora Thatcher, porque consideran que los consumidores organizados son un estorbo para la libertad absoluta de las leyes de mercado en la que han puesto todas sus complacencias. Es natural, a sus ascendientes directos, los capitalistas manchesterianos, les pasaba lo mismo con los sindicatos, y por eso los prohibieron. Sin embargo, el movimiento de autodefensa de los consumidores no es sólo una realidad cada vez más pujante, sino que su presencia supone un importante dinamizador del progreso, por diferentes razones. Por un lado, y como ya he expuesto, es un factor de redistribución de la riqueza en beneficio de los colectivos con menor poder económico. Por otro, es un elemento de modernización de la economía, en la medida en que contribuye a adecuar la oferta a la demanda social real, superando la inercia de unos esquemas y hábitos que se ajustaban más a circunstancias económicas superadas. Y además implica una profundización de la democracia, por cuanto la constitución del movimiento consumerista en un contrapoder supone el protagonismo continuado de todos y cada uno de los ciudadanos en la ordenación de la economía, especialmente si gozan de plataformas institucionalizadas de actuación.
Más aún, en mi opinión personal, el movimiento de autodefensa de los consumidores sienta las bases para que la economía de mercado entre en su tercera etapa histórica.
Recordemos que la primera fue la de liberalismo económico puro -el capitalismo manchesteriano-, cuyas disfunciones produjeron como reacción -como antítesis- las concepciones económicas marxistas. Al hilo del pensamiento de Keynes, el sistema de economía de mercado emprende su propia revisión, integrando buena parte de los elementos en que se fundamentó el marxismo en su origen.
Se entra así en la denominada etapa neocapitalista. Los poderes públicos participan intensamente en la ordenación de la actividad económica y, lo que no es menos significativo, se acepta la acción sindical como un contrapoder institucional, aunque autónomo, del poder político.
El universo keynesiano se ha visto pulverizado con la actual crisis económica. Ni con la mayor disponibilidad se aprecia que el marxismo aporte explicación válida ni solución alguna a este tipo de problemas, con lo que la sensación de orfandad teórica es evidente. Sin embargo, la historia demuestra que la sociedad encuentra espontáneamente sus propios caminos, antes de que los teóricos comiencen a racionalizarlos.
Es frecuente que la opinión pública, ante la percepción de problemas nuevos, reclame su solución a los poderes públicos. Esta perspectiva es humanamente comprensible, pero tiene un claro riesgo: la proliferación desmesurada de la democracia. No se puede pretender que haya en vigilia permanente un inspector de consumo en cada pescadería, en cada tintorería, en cada autobús... Una satisfactoria inspección que garantice razonablemente la acción disuasoria contra el fraude al consumidor sólo será posible cuando todos los ciudadanos -o una buena parte, al menos- actúen de facto como inspectores, porque estén educados, informados, organizados y con fácil acceso a los procedimientos de corrección. En unas palabras, que estén encuadrados en asociaciones de consumidores y que éstas cuenten con mecanismos de actuación efectivos. Pero igualmente se produciría una hipertrofia burocrática si cada situación incorrecta diera lugar obligadamente a una actuación administrativa o judicial. Lo deseable es que, en la mayoría de los casos, sea la propia sociedad civil quien tenga la capacidad de diálogo para resolver autónomamente estos conflictos, a través de asociaciones de consumidores con poder disuasorio y responsable ante los proveedores de bienes y servicios.
Contenidos educativos
Naturalmente, los poderes públicos siguen teniendo una importante labor que desarrollar al respecto. No es previsible, por ejemplo, que las asociaciones puedan contar con laboratorios de bromatología o metalotecnica, u otros medios de apoyo técnico propios, por lo que deberá suministrarlos la Administración. Deberán fomentarse los contenidos educativos en la escuela y satisfacer los requerimientos de formación del personal técnico preciso. La inspección oficial, más o menos extensa, tendrá que mantenerse siempre. Las reglamentaciones técnicas deberán ser promulgadas y debidamente actualizadas. Y lo que es más importante, los poderes públicos son los únicos que pueden crear y mantener el marco institucional que garantice el contrapoder de los consumidores, reconocido implícitamente en la Constitución. Pero todo ello en la perspectiva de que, lo antes posible, el protagonismo en la defensa de los consumidores debe corresponder a ellos mismos.
La Constitución española es, sin duda, una de las más avanzadas del mundo en materia de defensa de los consumidores y usuarios, a quienes se refiere en su artículo 51. En él se dispone que los poderes públicos garantizarán sus derechos a la seguridad, la salud, la información y la educación, y a la defensa de sus legítimos intereses económicos. Además se especifica que las Administraciones fomentarán sus asociaciones y las oirán en lo que pueda afectarles.
Una mayor profundización se da aún en la ley general para Defensa de los Consumidores y Usuarios, aprobada el año pasado por las Cortes Generales. En ella, y entre otros aspectos positivos, se reconoce legalmente la capacidad de representación de las asociaciones respecto a los consumidores y usuarios individualizados y se consagran -aunque de forma muy sucinta- los procedimientos de mediación y arbitraje en los que obviamente deberán participar aquéllas.
El marco institucional en nuestro país es, pues, poco menos que óptimo para el movimiento consumerista. Sin embargo, hay que hacer referencia a un hecho innegable: la implantación y consolidación de las asociaciones de consumidores españoles es aún muy escasa, pese a los indiscutibles progreso que han experimentado en los últimos años.
Las causas de esta situación son múltiples y casi siempre hay que buscarlas en nuestro pasado más próximo o más remoto. El asociacionismo es flor de libertad y difícilmente han podido crecer las organizaciones, cuando durante 40 años ha sido necesaria la presencia de un delegado gubernativo para poder reunirse. El relativo retraso económico y social de nuestro país ha demorado la movilización de las clases medias urbanas, pioneras del movimiento consumerista.
Además, la falta de conciencia de la crisis económica durante la transición alejó del consumerismo a las capas populares. Y, por último, la ausencia de representatividad legal de las asociaciones, hoy felizmente superada, hacía poco atractiva la afiliación.
Las asociaciones de consumidores españoles tienen ahora ante sí un importante desafío. Quizá el principal sea el de reencontrarse en la nueva perspectiva. Porque su presencia en los medios de comunicación sin arraigo efectivo en la sociedad, o las movilizaciones ocasionales de colectivos ciudadanos sin visos de continuidad, no responden ya a los requerimientos del presente. Presencia y movilización sólo cobrarán sentido si las asociaciones son además capaces de resolver a sus afiliados sus problemas personales cotidianos. Y eso también implica pasar del asociacionismo de denuncia y vanguardia al de gestión y servicios.
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