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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Otra vuelta de tuerca

EL BOICOTEO declarado por el sector mayoritario de los comunistas valencianos y vascos, seguidores de Santiago Carrillo, a la conferencia nacional del Partido Comunista de España (PCE), convocada para el próximo 29 de marzo, es otra vuelta de tuerca en la interminable y profunda crisis de esa organización. A lo largo de las últimas semanas, los intentos de la actual dirección del PCE para negociar acuerdos con la fracción encabezada por Carrillo no sólo se saldaron con un fracaso, sino que envalentonaron a los minoritarios, tal vez convencidos de que las ofertas conciliadoras ocultaban la debilidad de quienes las proponían. Todo parece indicar que los carrillistas, fuertemente implantados en Madrid y Valencia, apuestan en favor de la prolongación del conflicto y prefieren la ruptura del PCE a la pervivencia de una organización cuyos destinos no controlen. Su estrategia parece orientada a colocar a Gerardo Iglesias frente a un difícil dilema: o admitir esa subversión institucionalizada, lo que socavaría su autoridad hasta destruirla, o adoptar medidas disciplinarias, lo que permitiría a los discrepantes actitudes victimistas para justificar su escisión del PCE.El experimento puesto en marcha por Gerardo Iglesias, a fin de suavizar el monolitismo organizativo del centralismo democrático, ha sido empujado al fracaso por el carrillismo, que pretende la reconquista de la mayoría. Aunque Santiago Carrillo no dudó en enviar al desván de los recuerdos buena parte de la fraseología leninista cuando los cálculos electorales así se lo aconsejaron, el ex secretario general del PCE ha sido siempre fiel organizativamente a las enseñanzas de Lenin, dispuesto a expulsar a los discrepantes cuando ocupaba la mayoría o a encabezar una escisión cuando era dejado en minoría. La búsqueda del monolitismo, rasgo típico de los partidos nacidos de la III Internacional, no tolera la gradación de matices y la existencia de corrientes que distinguen a las organizaciones de carácter democrático. Desde el momento en que la ideología adquiere la condición de dogma y la línea del partido pretende ser aceptada como una elaboración científica, desaparece cualquier posibilidad concreta de discusión racional sobre alternativas posibles y la política deja su lugar a una variante de las guerras de religión. Cuando las tensiones de un debate llegan al paroxismo, cada fracción reclama los derechos de primogenitura y la defensa de la ortodoxia amenazada, al tiempo que acusa a sus adversarios de traición, herejía y oportunismo. En ese clima de intolerancia y de persecución resulta casi inevitable que los conflictos se personalicen y que los contendientes cambien de doctrinas en función exclusiva de las necesidades de la lucha por el poder. Las virulentas críticas lanzadas por Carrillo contra las posiciones de la actual dirección del PCE entran así en contradicción con las tesis mantenidas por el ex secretario general antes del abandono forzoso de su cargo.

Aunque el equipo de Gerardo Iglesias tenga a su favor el mandato del XI congreso, la batalla por el poder en el PCE se mueve también en los imprecisos terrenos del liderazgo. En ese espacio simbólico, las ventajas de Carrillo, cuya biografía cruza más de 50 años de historia política española, son obvias. Con independencia de su último viraje, la contribución del ex secretario general del PCE a la consolidación de la monarquía parlamentaria, su experiencia como profesional de la política y sus condiciones para el debate parlamentario le sitúan entre las figuras más populares y destacadas de nuestra vida pública. Las buenas intenciones y la honradez política de Gerardo Iglesias no son armas suficientes para asegurarle la victoria frente a una personalidad tan bregada en la pelea y tan implacable en el combate como es Carrillo.

Al tiempo, las perspectivas de victoria del ex secretario general son más bien oscuras. Mientras el PCE se movió en la dialéctica de los renovadores y de los prosoviéticos, Carrillo estuvo en condiciones de desempeñar el papel de árbitro entre ambas tendencias y de presentarse como garante de la unidad. Sin embargo, la escisión de Ignacio Gallego, que fundó su propia secta al amparo de los viejos dogmas, rituales y fidelidades de la III Internacional, y el mayoritario alineamiento con Iglesias de los cuadros dirigentes han estrechado su espacio de maniobra. Por esa razón, el desarrollo de esa batalla pasional, cuyo planteamiento es básicamente responsabilidad de los carrillistas, podría concluir con la derrota de los dos contendientes y significar, lisa y llanamente, la destrucción del PCE. De ese eventual desenlace saldría también perdedor el sistema de partidos de la España democrática.

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