Las catástrofes de la razón
Desde que hace 40 años, en un bunker de Berlín, Hitler decidiera volarse la cabeza, la pregunta que, por cualquier motivo o efemérides, retorna eternamente no es la de por qué se suicidó, sino la de cómo fue posible que alcanzara el poder. Desde hace 40 años, éste es el enigma que atormenta a nuestros racionalistas. Y con esa pasión y furia que tienen estos señores, y estos tiempos, para los crucigramas y los rompecabezas, se han puesto al' acertijo y ya han propuesto un sinnúmero de hipótesis. Los más flojos han llegado ya a un resultado fácil: llegó al poder porque era un genio. Y en este punto, el tópico recibe un par de adornos: un genio militar (Napoleón como fondo), un genio de la propaganda (quizá como César), un genio de las masas (quizá como Gandhi). En realidad, esos tópicos no son precisamente el resultado de un examen de Hitler, sino, únicamente, el resultado de un gusto, muy racionalista, por el inductivismo estúpido: quien, superando, tantas pruebas y selecciones sociales, llega tan alto, ha de ser, y más en Alemania, necesariamente un genio. En realidad, Hitler tuvo muy poco de genio. Fue, por el contrario, un ser bastante vulgar en casi todo: en la escuela, en la juventud, en su carrera política, en sus capacidades oratorias... La realidad de Hitler tuvo muy poco que ver con los tópicos y la propaganda del Mein Kampf y de sus predicadores. Claro que eso no quita para que mucha gente siga creyendo todavía en ella.Así que, después de 40 años y de miles de claves, seguimos sin tener una explicación, realmente esclarecedora, del porqué del comienzo de aquella barbarie. Hay, sin duda, una multitud de razones para explicar por qué Hitler llegó -y llegó democráticamente- al poder: la humillación del tratado de Versalles, las intrigas, infames e irresponsables, de ciertos políticos del partido conservador católico, las debilidades de una república ya de por sí debilitada, la eterna actitud despectiva de los prusianos frente a lo bávaro, la crisis económica y el paro enorme, la constante ideología alemana (que si la superioridad y perfección alemanas, que si Goethe y Beethoven). Indudablemente, hay una multitud de buenas razones para explicar aquel comienzo.
Desgraciadamente, hay una multitud semejante para explicar por qué una locura así tendría que haber sido imposible. Lógicamente, una personalidad tan deficitaria como la de Hitler debería haber caído, fuera a causa de la presión ajena, fuera por las propias limitaciones, en la selección política. Pero no cayó. Su movimiento pasó, en distintos momentos, crisis y apuros nada simples, y hubiera sido muy lógico que, en tales situaciones, se hubiera desintegrado. Pero no lo hizo. Hubo esclarecidos profetas que anunciaron las consecuencias finales de todo aquello, pero sus buenas ' razones, que, lógicamente, deberían haber sido oídas y tenidas en cuenta, no lo fueron. El sistema político establecido tenía montones de posibilidades y mecanismos de control para abortar aquel sin sentido y hubiera sido muy razonable que lo hubiera hecho. Pero no lo hizo. En resumen, que no sabemos por qué todos esos sucesos, realmente razonables, debiendo ocurrir no ocurrieron. Y no sabemos por qué en todos esos momentos el supuesto buen orden del sistema, debiendo funcionar, no funcionó. Y, en general, sabemos muy poco por qué ocurren ciertas cosas y otras no, por qué cosas que racionalmente lo tienen todo a su favor no salen adelante y por qué otras que lo tienen todo en contra cuajan. Así que, a pesar de tanta hipótesis, no tenemos una explicación ni una respuesta a la cuestión del triunfo de Hitler.
En realidad, tampoco la necesitamos demasiado. Lo urgente no es la necesidad de la respuesta, sino la necesidad que se delata en la pregunta: que hay, que tiene que haber una especie de razón que explique el triunfo de Hitler; que hay, que tiene que haber para éste, y probablemente para cualquier otro suceso, determinantes racionales ocultos. En definitiva, lo que la pregunta delata es la fe y la voluntad inquebrantables en la raíz racional del ser y discurrir de los acontecimientos. Es el viejo sueño de que el mundo funciona como un mecanismo de relojería. Más que nada porque de esa forma podremos ya vivir y dormir tanquilos: si los sucesos son, en su raíz, racionales, será posible controlarlos y dominarlos por el conocimiento, con lo que ya no estaremos a merced de los hados, siempre arbitrarios y esquivos, sino en manos de la tranquilizadora y maternal idea de la razón universal oculta. Y por lo que parece, y sin que uno sepa muy bien por qué, al hombre llamado moderno le resulta más fácil conciliar el sueño pensando en esa diosa madre que pensando en su pérfida madrastra: los hados. La diosa sabrá por qué. A los humanos siempre les ha reconfortado mucho creer que, para evitar desgracias y disgustos, basta con andar listos y a tiempo y tener un buen equipo de auxiliares (intelectuales, listillos, profesores y buenos aparatos).
Desgraciadamente, hay muy pocas razones convincentes para dormir tranquilo ese sueño. Ya no sólo porque conocer las causas de un suceso no es lo mismo que evitarlo o controlarlo (hubo muchos que adivinaron los efectos de la ascensión de Hitler, pero no pudieron por eso evitarla), sino, sobre todo, porque la única justificación que hay para creer en tal quimera, la raíz racional de los sucesos es que tiene que haberla, o sea, que: queremos que la haya. La historia de Hitler, y otras muchas historias, dejan pocas razones para ese consuelo. Si se piensa que en poco más de 12 años Europa quedó férreamente cortada en dos mitades, el mundo en dos superpotencias, América se asentó en Europa, murieron seis millones de judíos, 20 de rusos, varios millones de europeos y hubo una serie infinita de destinos trágicos, habrá más bien que ir pensando que tales fenómenos se parecen, como ya supusieron nuestros antecesores les philosophes, dada su brevedad, el desbordamiento de fuerzas que suponen y las consecuencias inmensas que provocaron, más a una catástrofe que a un suceso con una estructura racionalmente ordenada. Por su furia parecen ser más el resultado del desencadenamiento o la explosión de fuerzas irracionales contenidas que la simple rotura del orden.
Ante tal hipótesis, por cierto nada nueva, cuando hoy los nuevos corazones conservadores americanos nos prometen la práctica imposibilidad de nuevas catástrofes (esta vez, además, probablemente definitivas), certificándonos la seguridad, la organización perfecta y la cuasi infalibilidad de los cientos, miles o millones de mecanismos de control establecido, uno no puede menos que pensar en Hitler y empezar a sentir un cosquilleo incómodo. Acontecimientos como ése dejan precisamente claro lo que pueden y lo que duran, frente a esas explosiones de la historia, nuestros mejores y más infalibles mecanismos de control: nada. Y los que por torpeza, ambición o malicia lo olvidaron, creyendo tener en cualquier razón científica un baluarte seguro, frente a ellas duermen hoy bajo la tierra. No son más que los fósiles de un racionalismo falaz, prepotente y doctrinario que tiene muy poco que ver con la modestia, la precariedad y las limitaciones de la razón auténtica. Y, por si se olvida, viene muy bien acordarse del Titanic y de la historia.
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