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Reforma sin cambio

En octubre de 1982, el PSOE consiguió uno de los más fuertes apoyos electorales de los que se tiene noticia en las democracias occidentales. Como consecuencia, y como reflejo de las urnas, su acumulación de poder político fue considerable. Casi dos años y medio después hay que preguntarse dos cosas. La primera, cómo han utilizado los socialistas ese poder. La segunda, cómo ha acogido la sociedad española en general la moderada serie de reformas emprendidas. Respecto a lo primero caben pocas dudas de que ha sido más el ruido que las nueces. Es cierto que se ha abordado un ambicioso plan de modernización socialdemócrata de las anquilosadas estructuras jurídicas, económicas y sociales españolas. Pero no es menos verdad que el talante con el que se han ejecutado muchas de ellas ha estado más cerca de la aplicación de un neodespotismo ilustrado que de ese nuevo estilo de gobernar que el PSOE predicaba desde la oposición. En líneas generales, los socialistas están saneando esta sociedad, aunque, en el detalle, no hayan sido capaces de superar viejos hábitos ni romper con los moldes establecidos; tampoco, por supuesto, de distinguir la fuerte impregnación de arribismo que acompañó, o más bien fue seguido, a su acceso al poder. Es de todos conocido el alto aprecio que el PSOE tiene por su ejercicio. Se cuenta que Alfonso Guerra, en los tiempos de la transición, espetó a un ministro de UCD que se lamentaba de lo difícil que era gobernar: "Si tenéis el poder, ¿de qué os podéis quejar?". Toda una filosofía. Ahora el PSOE tiene el poder y lo ejerce, a menudo magnificándolo y con ciertos grados de intolerancia. Si se ostenta el poder legítimamente, se puede caer en la tentación de identificarlo con la razón, con toda la razón. Y eso es exactamente lo que está pasando. Ni el diálogo ni la autocrítica son necesarios cuando se cree partir de la posesión de la verdad política que se expresa en una mayoría parlamentaria.Lo curioso es que el PSOE no ha hecho, en dos años largos de gobierno, ningún disparate. Muchas de sus actuaciones pueden, y deben, ser discutidas. Pero en ningún momento ha sacado los pies del tiesto, como de hecho ha pasado en más de una ocasión con la oposición conservadora, que en varios momentos de esta legislatura (la última, la fuga de capitales, y antes, su actitud ante la LODE, entre otros ejemplos) ha sacado a relucir sus seculares galas reaccionarias. Sin embargo, esa contención se ha visto empañada con frecuencia por el descuido de las formas y un indisimulado desprecio por la crítica. Lo cual le ha llevado a vicios de procedimiento y de detalle imperdonables. Muchas reformas socialistas, totalmente necesarias, parecen haber tenido en cuenta el coste político, asumido gallardamente, pero no el factor humano en su aplicación. Por citar un ejemplo: lajubilación anticipada a los 65 años, que no contempla situaciones tan elementales como el acceso profesional en la madurez, con gravísimas repercusiones en la jubilación. Es un caso, pero existen otros muchos. Y es que al refugiarse en las razones de Estado y ver la sociedad prácticamente sólo desde el poder se ha perdido la pista de ese complejo entramado social en el que los socialistas despertaron más expectativas. Ahora el PSOE sólo trata como interlocutores a los otros grandes poderes con los que sí se cuenta a la hora de reformar. Y, probablemente, hace bien. El problema está en el inevitable escoramiento y en las consecuencias que para el proyecto político socialista puede tener esa política de cara al futuro. No siempre los garrafales errores de la derecha ni la ausencia alternativa van a tapar determinadas carencias ni palpables faltas de sensibilidad. Ni a paliar el abandono a su suerte, o a pescadores en el río de las frustraciones, de ese tejido social que el socialismo cultivó con mimo y con grandes dosis de demagogia cuando el poder era un objetivo y no, como ahora, casi el único baluarte.

La utopía política murió en 1968. Lo malo es que nos lo recuerda no sólo el BOE, sino tam

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bién esa permanente exhibición de autosuficiencia en el ejercicio del poder. Hacer de él una fortaleza y negociar desde ella únicamente con sus iguales, también encastillados, empieza a ser para los socialistas, más que una coyuntura, una estructura, o, si se quiere, una concepción. El socialismo español se ha ido desprendiendo en el curso de los últimos años de algunas de sus señas de identidad. Por lo menos, de las históricas. No es malo que eso suceda porque la capacidad de evolución es un claro síntoma de vitalidad. Pero la desideologización imperante puede llegar a ser muy peligrosa si va acompañada, como es el caso, de la posesión de grandes cotas de poder político, que puede convertirse en un fin en sí mismo. Desde las alturas de una gestión globalmente aceptable, la soberbia no es una tentación, sino una consecuencia que tiende a ser considerada como una parte, del paquete del poder. Y no un vicio de procedimiento. Desde 1977 al PSOE le ha ido todo, o casi, bien en sus objetivos como partido político. Extemamente, se entiende. En el plano interno, otra muy distinta sería la valoración. No se puede pasar apenas en un lustro de unos escasos miles de militantes a 30.000 largos cargos públicos sin dejarse por el camino algo más que antiguas identidades. El socialismo español es cada día que pasa menos un humanismo y más una maquinaria de poder asumido, ejercido y sobrevalorado como único elemento de transformación social. A partir de esa premisa se puede empezar a explicar por qué en España el acceso de la izquierda al Gobierno ha supuesto alguna apreciable reforma y el cambio se ha quedado en un eslogan electoral.

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