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Tribuna:La arboleda perdida
Tribuna
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Cuando por fin entré en Granada

Por aquellos años madrileños de la Residencia de Estudiantes, Federico García Lorca era un joven tan extremadamente simpático, tan extremadamente atractivo, tan extremadamente gracioso, chispeante, ocurrente, imprevisto, que creo que todas aquellas sacudidoras facultades lo trastornaban, convirtiéndolo en una especie de gran torero de la poesía, rodeado siempre de una fácil cuadrilla de ociosos residentes jaleadores, que le hacían regalar su tiempo, tirarlo o distraerlo con frecuencia durante los meses de su permanencia en Madrid, hasta llegado el momento de regresar a su Granada, en donde pasaba el verano con su familia.Entre los años 1925 y 1930, Federico me invitaba siempre a su Huerta de San Vicente para pasar juntos, ya divirtiéndonos o trabajando, las vacaciones. Yo le prometía ir cada verano. Pero lo fui dejando, dejando, hasta que al fin llegó el 18 de julio de 1936, fecha en que reventó la guerra civil, y Federico, preocupado y temeroso, sientiendo que en Madrid la situación política era gravísima, tomó un tren y se marchó, confiado, a su Granada, en donde se encontró con su terrible muerte hacia finales del mes de agosto. Luego pasaron los años, muchos años. Se acabó nuestra guerra, que destrozó a España. Se acabó también la otra, la grande, que destrozó al mundo. Desde marzo de 1939 viví fuera de mi país, pensando en aquel viaje, en aquella visita a Federico, que no pude realizar ya hasta un día 24 de febrero de 1980. Habían pasado, entre tanto, 43 años. Durante todo ese tiempo yo viví pensando en él casi obsesivamente, dedicándole innumerables prosas y poemas, entre los cuales, aquella Balada del que nunca fue a Granada, que con la música lejana y melancólica de Paco Ibáñez fue escuchada en su voz por toda Europa y prohibida en España con las canciones de otros famosos cantautores de la protesta.

"¡Qué lejos por mares, campos y montañas! / Ya otros soles miran mi cabeza cana. / Nunca fui a Granada".

A comienzos de febrero de 1980, después de haberme recorrido tres años antes, como poeta en la calle, la maravillosa y rutilante provincia gaditana en campaña electoral, logrando un escaño en el Parlamento para el partido comunista, me preparaba yo para la nueva campaña por la autonomía andaluza, recorriendo de nuevo, pero esta vez a lo largo y a lo ancho, toda Andalucía. Después de visitados numerosos pueblos y ciudades de Huelva, Sevilla y Córdoba, se me apareció por las serranías de esta provincia Martos, el raro y dramático pueblo aquel, con su tajante peña, en donde había nacido un genio, el clérigo Francisco Delicado, autor de la problemática y audacísima novela dialogada La lozana andaluza, muerto, no se sabe bien si en Venecia, a consecuencia, seguramente, de aquel temible mal francés, que había padecido durante muchos años. Me acompañaba en este viaje Beatriz, que venía haciendo soberbias fotografías de todo aquel fascinante territorio. Subiendo hasta lo más alto de Jaén, navegando por un verdadero océano levantado de olivares, -roto de tiempo en tiempo por la cal cegadora de los pueblos, había visto la sierra de Cazorla, los primeros vagidos del Guadalquivir en su cuna de origen. Y me acordé de que en algunos momentos oí decir a Federico que quería hacer una canción titulada La divina pastora de Cazorla, que yo ahora pienso escribir, ya que él no pudo hacerlo, para dedicársela como homenaje. Descendiendo de aquellas serranías se iba sintiendo ya que de un momento a otro, tras de alguna baja colina apretada de olivos, aparecería Granada, coronada por la blancura de aquella nieve azul de la sierra que la protege.

Y Granada apareció al fin. Yo tenía cita con su pueblo ante aquella famosa puerta tan recordada por Federico.

"Granada, Puerta de Elvira, donde viven las manolas".

Alrededor de aquella romancesca puerta me esperaba una multitud que me saludó con grandes aplausos, entusiastas vivas, estremecedoras demostraciones de cariño. Bajo el aco, el joven alcalde, Antonio Jara, con otras autoridades del ayuntamiento, me recibió, entregándome, en medio de la alegría de la gente, la llave de la ciudad. Y comenzamos el ascenso por una larga calle, mientras yo me iba diciendo en voz baja aquel maravilloso y melancólico romance del rey moro que perdió Alhama.

"Paseábase el rey moro / por la ciudad de Granada, / desde la Puerta de Elvira / hasta la de Vivarrambla".

Por fin había entrado yo en Granada. Ya no era gente enemiga -pensaba así- la que poblaba sus adarves, ya los claros ecos de sus aires eran libres, ya la sangre caída no manchaba las aguas y los mirtos de los patios, ya el alma del poeta asesinado podía ser nombrada sin temor. Por la tarde de aquel mismo día no me encaminé hacia la Puerta de Vivarrambla, como decía el romance, sino a la plaza del mismo nombre, en donde se había organizado un gran mitin de lucha por la autonomía andaluza. Balcones y azoteas estaban abarrotados, como la plaza, de un ansioso pueblo granadino, y con los hierros de las ventanas colgados de muchachos. Intervenía en el acto Santiago Carrillo, junto a otros oradores, de los que no recuerdo los nombres. Yo comencé, ahora diciéndolo en voz alta, con el romance del rey moro que perdió Alhama; después seguí con unas nuevas Coplas de Juan Panadero, pidiendo el sí para la autonomía andaluza, terminando con mi Balada del que nunca fue a Granada, dicha ahora, pero por última vez, en el momento de mi entrada en ella, aquel día 24 de febrero de 1980. Cuando toda la gente aplaudía, con ese fervoroso arrebato tan propio de la sangre del pueblo andaluz, a escasa altura atravesó el cielo de la plaza una avioneta de UCI), arrojando un copioso diluvio de octavillas en las que se nos advertía, en ostentosas letras mayúsculas, algo verdaderamente estúpido y lleno de malángel: "No por mucho madrugar, amanece. más temprano". Recuerdo que de mi indignación brotó un duro insulto calificador para los héroes de aquella portentosa hazafia, tan, por otra parte, tremendamente peligrosa, ya que volando casi a nivel de las azoteas, sobre una plaza rebosante de niños, al menor susto de la gente pudo haberse provocado una inmensa catástrofe.

Al día siguiente, al amanecida, yo solo, me tomé un taxi para recorrer aquel triste camino que llevó a Federico García Lorca a su fusilamiento. ¡Qué tremenda agonía, qué interminable angustia recorrérselo después de más de 40 años, ahora poblado de feas casas, pero todavía conservando esos olivos que el poeta siempre llevó en sus ojos, en el almajonda de su poesía! Y llegué al fin a Viznar, después de sufrir aún las flechas de Falange abiertas sobre algunos muros dispersos del camino. ¡Qué tremendo dolor! La famosa fuente de las Lágrimas, conocida y venerada hoy en el mundo entero, es como un pequeño estanque, del que de su fondo brotan, subiendo hasta la superficie, unas sonámbulas y calladas burbujas incesantes, que los líricos árabes andaluces identificaron con las lágrimas. Pues bien: todo el fondo legamoso y sucio de la elegiaca fuente estaba lleno de latas vacías de sardinas, de cascos de botellas de Coca-cola, de cáscaras y detritos de comidas que los turistas -creo yo- habían arrojado como emocionada ofrenda al gran poeta asesinado de Granada. Eso vi yo en mi visita mañanera aquel día de febrero de 1980. Me fui llorando. Es verdad. Me fui llorando, y me fui a consolarme en los jardines del Generalife, a bañarme en el rumor de sus aguas corrientes, aquellas aguas que asombraron y dejaron su llanto perdurable en un maravilloso romance de Juan Ramón Jiménez, aquellas mismas aguas que en el año 1526 recibieron a Andrea Navagiero, el delicado humanista embajador de Venecia ante Carlos V, y oyeron el diálogo del enviado veneciano con el poeta catalán Juan Boscán Almogáver, gran amigo ejemplar de Garcilaso de la Vega, sobre la métrica ítalo-castellana. Allí la sangre derramada de Federico se me fundió con el claro borbotear del agua de aquellos sonorosos jardines, viéndola jugueteando y diableando en libertad por los pasamanos de las escaleras, por el filo de los peldaños, por los canales de las balaustradas... Y fue el agua de las fuentes del Generalife la que me devolvió el alma alegre y pura de aquel joven poeta que en los felices años de la Residencia madrileña siempre me invitaba a acompañarlo en los veranos de su hoy ya para siempre remordida ciudad de Granada.

Mi entrada por primera vez en ella la dejé registrada en un breve poema de mis Versos sueltos de cada día:

"Por la Puerta de Elvira / entré hoy en Granada. / Dije: Entraré, hace años. / Y entré hoy en Granada. / En la Puerta de Elvira, / ¡cuánta gente que me esperaba! / El alcalde me dio / la llave de Granada. / La llave de la ciudad / para que entrara. / Y entré al fin en Granada. / Fue un día 24 / de febrero mi entrada".

© Rafael Alberti.

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