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Acomodarse en el caos

¿Qué es la modernidad? La ya enredada polémica sobre el posible fin de lo moderno puede complicarse aún más si tratamos de fijar lo que entendemos por tal. En una sugerente polémica (publicada en España en el número 16 de la revista Leviatán), Perry Anderson ha venido a defender frente a Marshall Berman una definición sumamente restrictiva de la modernidad, que habría sido, según él, un fenómeno exclusivo de la primera mitad de este siglo.Anderson se apoya a su vez en la polémica obra del historiador Arno Mayer sobre La persistencia del antiguo régimen, en la que se afirma la básica continuidad en Europa de una cultura y unos valores preindustriales y aristocráticos hasta la I Guerra Mundial. Las vanguardias y el modernismo serían una respuesta a esta sobrevivencia cultural del antiguo régimen, en el contexto específico creado por las promesas del maquinismo y la amenaza imaginaria de la revolución social.

Falto de estas premisas, el modernismo es ya imposible tras la II Guerra Mundial en los países capitalistas desarrollados. (Anderson subraya la procedencia periférica de los grandes renovadores literarios actuales, como García Márquez o Salman Rushdie.)

La respuesta de Berman, autor de una excelente obra sobre la modernidad, identifica el modernismo con la capacidad para instalarse en un mundo "en perpetua desintegración y renovación", para hacerse parte de un universo en el que "todo lo que es sólido se evapora en el aire", según la conocida frase del Manifiesto comunista que da título a la obra de Berman.

.Uno de los aspectos más curiosos de la discusión Anderson / Berman es que reproduce algunos patrones de la vieja polémica entre apocalípticos e integrados. Berman es un integrado muy peculiar: desde posiciones de izquierda ve con optimismo la posibilidad de instalarse en este mundo para cambiarlo, y responde a Anderson con historias de personas reales del Nueva York de hoy, reprochando' a los intelectuales su incapacidad' para leer los signos de la calle. Berman es tan moderno, de hecho, que para desautorizar el pesimismo cultural de Anderson no lo compara con Dwight McDonald, sino con los Sex Pistols y su no future.

Desde nuestra propia perspectiva, es bastante obvio que la supuesta posmodernidad no sería para Berman sino la apoteosis de la modernidad: la capacidad para instalarse cómodamente, sin mala conciencia, en ese mundo en perpetua desintegración y renovación en el que vivimos, para aceptar que nuestra realidad no puede quedar atrapada en las viejas redes de nuestras ideas heredadas, que el futuro no puede levantarse sobre la frágil base de unas expectativas de sabor escatológico.

La cuestión es saber si esa aceptación de un mundo delicuescente y la consiguiente renuncia a los esquemas preconcece o un retroceso. La principal acusación contra la idea de la posmodernidad ha sido el conformismo implícito en la aceptación generalizada de toda propuesta estética o filosófica, prescindiendo de cualquier criterio previo de valoración o selección. La posmodernidad habría llevado a sus últimos extremos la consigna dadaísta de Paul Feyerabend en el campo de las disputas epistemológicas: todo vale.

Ahora bien, esa acusación sólo tiene sentido si se acepta que se cuenta con algún esquema o criterio mínimamente útil o vigente: no es lógico criticar la escasa capacidad de tamizado de quien se ve desprovisto de cedazo. Y éste es el punto realmente central de la discusión: aceptar o no que, independientemente de nuestra más firme voluntad de selección y orden, frente a la proliferación de propuestas y modelos estéticos o intelectuales, no contamos en estos momentos bidos deben verse como un avan-

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con ningún criterio objetivo de valoración. La modernidad no ha muerto necesariamente, pero los ideales y conceptos que acompañaron su despliegue hasta los años setenta atraviesan, cuando menos, una crisis muy profunda.

No es casual en este sentido que Anderson busque una de las claves de la aparición de la modernidad en la persistencia del antiguo régimen hasta 1914: este hecho excepcional no sólo haría irrepetible un fenómeno como el auge de las vanguardias, sino que cumpliría la función de explicar la dramática anomalía que para el marxismo revolucionario representa la derrota de la revolución en Occidente. Ésta es una de las obsesiones de Anderson y uno de los hilos que recorren su debate con Berman.

Si aceptáramos la tesis de Mayer sobre el carácter preindustrial de la Europa de comienzo de siglo, sin embargo, no es evidente que eso nos debiera llevar a mantener la fe en una revolución proletaria a la que ahora se daría un mayor plazo para llevarse a cabo, frente a las urgencias de los clásicos. Ni es evidente que debiéramos aceptar con Anderson la imposibilidad de un modernismo estética e intelectualmente progresivo. Por el contrario, es muy posible en ambos casos optar por la solución opuesta.

En primer lugar, es posible pensar que la persistencia del antiguo régimen y el fantasma de la revolución fueron caras de la misma moneda e indisociables de la misma filosofía de la historia que define al marxismo revolucionario. Decir qué el antiguo régimen siguió vivo en Europa hasta 1914 puede ser una forma de decir que Marx no llegó nunca a conocer el capitalismo industrial y que todos sus análisis están viciados por este hecho. En otras; palabras, habría más razones para desconfiar de la herencia de Marx que de la realidad y vitalidad de este mundo (pos)moderno, en el que proliferan las propuestas y todo lo que es sólido se evapora en el aire.

En segundo lugar, sí las vanguardias y la idea misma de modernidad fueron la respuesta a la agonía de la cultura preindustrial, ahora sería posible un nuevo irripulso de la modernidad frente a la muerte de las ideas que llenaron el hueco que aquella cultura dejó. Si. en torno a 1914 el auge del maquinismo abría a las imaginaciones la visión del futuro, las nuevas tecnologías también prometen un mundo muy distinto, tras la salida de la crisis actual. Y si en 1914 recorría Europa el fantasma de la revolución, ahora lo hace el de la guerra nuclear.

Tenemos así el fin de una cultura, el salto tecnológico y el terror imaginado. Sólo falta volver los ojos hacia nuestro mundo y tratar de ver si realmente asistimos a la aparición de nuevas vanguardias (seguramente condenadas a convertirse en futuros clasicismos) tras la apariencia de una caótica acumulación de trivialidades. Sólo falta, en suma, aprender a leer los signos de la calle.

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