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Televisión e hipocresía

Juan Arias

Ha sido Fellini quien ha dicho que condenar la televisión sería tan ridículo como excomulgar la electricidad o la teoría de la gravedad. Se puede criticar, pero ahí está. Te puede doler que una nuez de coco te caiga sobre la cabeza, pero se sabe que los cuerpos son atraídos por la fuerza de la tierra.Existe el derecho a temer la televisión, pero no a eliminarla. A muchos les asustan esas siete horas y veinte minutos que el americano dedica de media cada día a la pequeña pantalla. Nos horroriza que nuestros hijos puedan acabar drogados por los rayos de color de ese desfile machacón de imágenes televisivas. Algunos padres han cortado ya por lo sano eliminando de casa el televisor.

Es algo así como que para evitar que un niño pueda meter los dedos en un enchufe de la luz cortásemos la corriente y volviésemos al candil.

Duele, a quien está enamorado de la palabra, del libro, del pensamiento, ese bombardeo de imágenes generalmente sin ideas, esa borrachera de estímulos para la sola fantasía. Escuece el que la pequeña pantalla casera acabe comiéndose día a día todos los espacios de tus sentidos. Pero, ¿quién puede negar que esa droga de la imagen gusta, deleita y enriquece al mismo tiempo a pequeños y grandes? ¿Cómo luchar maniqueamente contra la civilización de la imagen sin quedarnos arrinconados en la cuneta de la historia? Todo lo que es obra de la creatividad del hombre no puede ser completamente diabólico, aunque toda invención pueda llevar en sí gérmenes de muerte.

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Ninguna persona no sacralizada puede permitirse una postura de rechazo, perjudicial, contra lo que de nuevo nace en el mundo. Sólo las religiones han condenado siempre lo que no sabían entender bajo otra luz que la del misterio.

Dicen que acabará cambiando hasta nuestro cuerpo físicamente si no ponemos un freno a la invasión televisiva en nuestros hogares. Se piensa ya en monstruos humanos, de ojos lunares y piernas insignificantes, pensando en las pantallas multidimensionales de nuestros salones. Cambiará, dice, hasta la cara del hombre. Pero, ¿es que no cambió el hombre cuando inventó la rueda primero y después el automóvil? ¿No cambió el cuerpo humano cuando nació la cadena de montaje o la silla de la oficina? ¿O ,cuando surgieron las grandes megalópolis? ¿Quién se acuerda ya de la revolución creada en las aldeas de cultura labradora cuando llegó la luz?

Tantas cosas nuevas amenazan al hombre... ¡Pero son también tantas las que lo mejoran! Se habla contra la polución de las grandes ciudades, se desea escapar al campo porque allí se respira mejor. Pero es un hecho que en los últimos años la media de vida humana ha aumentado en las megalópolis, mientras en las grandes forestas del Tercer Mundo se sigue siendo viejo a los 40 años y los niños se mueren como moscas en medio del oxígeno de los bosques sin contaminación.

No es sólo el trabajo lo que atrae y arrastra al hombre hacia las grandes ciudades: es también la luz, el bullicio, la diversión, la libertad, el mayor número de objetos y de estímulos que ofrece. Nadie busca con pasión lo que no ama.

Es verdad que los niños de hoy están más expuestos que los de ayer a ciertos peligros externos, empezando por la droga, y que quizá estén predestinados a un cierto desencanto prematuro. ¿Pero no es también verdad que los grandes nos quedamos a ve- Pasa a la página 10 Viene de la página 9 ces con la boca abierta frente a la desenvoltura, la libertad de espíritu, la capacidad de iniciativa y de crítica de los hijos de la diabólica televisión?

La tentación de una vuelta hacia atrás siempre ha acechado al hombre de todos los tiempos; siempre ha habido quien ha pretendido parar el tren de la historia o que la creación volviese a empezar de nuevo. ¿Pero no se ha tratado siempre de una quimera, de una vana y estéril ilusión y hasta de una culpa grave de esperanza? Hoy, frente al miedo del futuro, frente a los nuevosríos del pesimismo de la historia, frente a la tentación de querer parar otra vez el mundo, habría que recordar la entrañable pero terrible imagen bíblica de Lot convertida en estatua de sal por haber querido mirar hacia atrás.

Me hacía notar un antropólogo que quizá no sea una simple casualidad o capricho biológico el hecho de que el hombre tenga los ojos delante, para mirar hacia el frente, y no al revés. Y también que todo ser humano, para poder conocer los rasgos de su rostro antes de que naciera el narcisismo de los espejos, necesitase de los ojos de su prójimo para reconocerse. Solos nunca se ha construido nada en la historia, que es como una película construida con ese fotograma propio, feo o bello, que cada hombre añade inexorablemente.

Conquista tras conquista, tropezón tras tropezón, el hombre ha ido codo con codo con sus semejantes, sembrando la historia de nacimientos y de lutos, de glorias y de fracasos; pero quienes no han renunciado a pensar han sabido siempre que el agua que se estanca, que no corre, se pudre irremediablemente.

Querer apagar la televisión, eliminarla de casa, podría ser un gesto inútil, ridículo e imposible. Hoy, con la imagen en movimiento no se puede luchar: se puede sólo contener, controlar, medir, racionar. Como todo lo demás. Si puede ser peligroso y alienante quedarse paralizados ocho horas al día ante el televisor, no lo sería menos hacer el amor cada día el mismo número de horas o pasarse la jornada comiendo chocolatinas o bebiendo vino. Hasta el gozar demasiado dicen los psicólogos que no es conveniente.

Es cierto que es más fácil decir a un hijo: "No verás más la televisión". Más fácil, pero también más peligroso que el buscar un justo equilibrio. Más sabio sería decir basta cuando sea necesario y saber encauzar la imagen, explicarla, criticarla, medirla cuando llega el momento. Siempre ha sido más fácil decir a un niño: "No sé", cuando pregunta, que probar a explicarle un tema espinoso. Es más fácil apagarle el televisor que discutir con él para que entienda que no sólo de imagen vive el cerebro y la fantasía del hombre, ni sólo de ruido. Que también el silencio puede ser un don de los dioses; que un libro leído en tranquilidad puede ser entusiasmante, y que la palabra puede ser tan rica, sola, desnuda, como un millón de imágenes hueras.

Es difícil controlar lo que nos nace alrededor como fruto del torbellino de la creatividad humana, pero creo que ese control, y no la fuga, es la única solución para no caer en lo que acabaría siendo sólo pura y simple hipocresía.

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