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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Modernizar o revolucionar la justicia / y 2

Debe dignificarse la función de juzgar si ponemos el acento en la dimensión de servicio como cometido último de la labor de nuestros jueces; hay que eliminar gratuitas descalificaciones globales, cuando a la sociedad se le están ocultando, desde instancias más poderosas, las condiciones de infraestructura tercermundista en que la mayoría de nuestros jueces realiza su trabajo, al igual que ocurre con el secretariado, postergado de sus importantes funciones técnicas, o con los médicos forenses, tan alejados de poder realizar una efectiva medicina legal.Los cuerpos auxiliares soportan el peso de un injusto y generalizado reproche de disfunción, que efectivamente se produce, y no siempre, en las grandes capitales y núcleos de población, que es donde la justicia se colapsa, porque, desbordado, el juez no controla el proceso, y delega en aquéllos funciones que no tienen la obligación de asumir.

No puedo pasar por alto el papel de la abogacía en la justicia; existe una afirmación tradicional y absolutamente inequívoca de que ésta es colaboradora esencial de la función de juzgar y, por tanto, no podría entenderse la justicia sin ella, por cuanto el cometido esencial de la abogacía es el de la defensa de intereses legítimos, individuales y colectivos.

Al crearse el Consejo, algunos auguraban tensiones entre los vocales judiciales y los que procedíamos de la función de defensa, pero bastaron apenas unos días para romper tal afirmación; la sintonía se produjo en una entrañable, creciente y permanente ósmosis, que continúa todo el mandado. El sector judicial valoró, tal vez en exceso, nuestra incorporación al Consejo y el abandono temporal de nuestro oficio, cuando esto se hacía por una vocación de sumar, desde una óptica distinta, nuestra común voluntad de aportar una experiencia técnica al servicio de la justicia.

Los abogados profundizamos en el entramado más íntimo de los hombres llamados al oficio de aplicar el Derecho; comprendimos sus tribulaciones, sus dificultades y la responsabilidad y soledad que comporta la función de juzgar.

La anterior reflexión, creo, sirve para valorar un fenómeno de distanciamiento y, en ocasiones aisladas, de tensión entre jueces y abogados, que no puede ignorarse y que en nada beneficia a la Administración de justicia.

Se vive por gran parte de la abogacía un no deseable papel de sumisión -en ocasiones, de temor casi reverencial- al juzgador, cuando, en definitiva, está postulando con su técnica en favor de unos ciudadanos que son los destinatarios últimos de aquel servicio del Estado. No se trata de calibrar dignidades, sino de que cada uno ocupe su cometido sin frustraciones, asuma su rol, de una parte, sin sumisiones, y de otra, sin extrapolar el carácter de autoridad en el ámbito interno del proceso.

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l'ampoco podernos ignorar que en los últimos tiempos, por factores múltiples -entre los que destacaría la masificación universitaria y la retribución por el Estado de la defensa de oficio-, la incorporación colegial ha crecido en progresión geométrica, lo que ha comportado un claro deterioro en su formación técnica. A los colegios de abogados les incumbe el más riguroso control deontológico de sus colectivos, impidiendo con ello un importante factor de disfunción. Corresponde, asimismo, al colegio estimular cursos y mecanismos de reciclaje permanente en las distintas ramas del Derecho, para poder defender después, con la más clara legitimación y sin miedo alguno, la independencia de su función y la tutela de su libertad actuativa, signo esencial de cuantos hemos ejercido y volveremos a ejercer este oficio.

Hasta aquí la apretada síntesis de una observación absolutamente personal, pero en cualquier caso fruto de horas de reflexión, marcadas por esa triple experiencia que apuntaba al principio, que me conduce al concreto y grave diagnóstico de que la justicia en el momento presente está aquejada del acoso de la incomprensión, y que está faltando el pulso político y la visión de Estado capaces de salvarla y contribuir con ello a la ya apuntada e irreversible consolidación del nuevo Estado.

La terapia no es difícil si las reflexiones precedentes nos han ayudado a ver lo que está en juego; con vocación de política de Estado, corresponsables en el tema los tres poderes del mismo, hay que realizar, de una vez por todas, lo que ya se ha denominado en alguna ocasión la gran empresa de la justicia, simultaneando el incremento presupuestario y el desarrollo legislativo con una necesaria y precedente valoración de criterios y análisis macroeconómicos.

Sería necio desconocer que, desde la transición, los sucesivos Gobiernos, y de manera muy especial el que, con tan legítimo respaldo popular, ostenta hoy el poder, han realizado un esfuerzo presupuestario al respecto; se han acometido importantes reformas legislativas, y se ha profundizado, con notorio esfuerzo económico, en la dignificación y humanización del sistema penitenciario. El esfuerzo, por tanto, es a todas luces plausible.

La falta de infraestructura

Ahora bien, se ha planteado históricamente una objeción, que la sabiduría popular expresa en la conocida afirmación de "construir la casa por el tejado": poco importa la mayor o menor bondad del desarrollo legislativo si se carece de la infraestructura adecuada, que hace imposible la aplicación de la ley. En las democracias occidentales, la atención económica al poder judicial es tres o cuatro veces superior a la nuestra, hablando en términos acumulativos y durante decenios. Hay que partir, pues, de la sensibilización profunda de lo que la justicia comporta en la consolidación del nuevo Estado, para comprender seguidamente, y a sensu contrario, los riesgos que conlleva un desarrollo legislativo de imposible o, cuando menos, de difícil cumplimiento.

Si el paso tiene una dimensión macroeconómica, precedente y simultánea a la elaboración legislativa, tendrá que darse, pese a vivir una situación de economía en crisis, pasando en este punto por un giro de esfuerzo de 180 grados, para lo cual hay que acudir a técnicos en economía, sociólogos, expertos en racionalización y métodos de trabajo, en suma, a un amplio equipo capaz de diseñar las necesidades reales de la justicia, en un trabajo común con juristas de los diversos ámbitos del Derecho, hasta producir el adecuado desarrollo de la legislación orgánica, procesal y material resultante de aquel estudio, elaborando con urgencia un ambicioso plan de inversiones a corto, medio y largo plazo.

Sólo así podremos conocer con rigor el número de jueces necesarios capaces de cumplir el principio de inmediación, controlando el proceso en su integridad y erradicando, de modo prácticamente total, la tan aireada y apuntada corrupción; se cumplirá el principio de igualdad ante la, ley; el ciudadano perderá el miedo a la justicia; conoceremos la demarcación más adecuada y los niveles necesarios de informatización; se creará la tecnología más acorde para que la esperada policía judicial, con dependencia funcional y orgánica de los jueces, actúe con eficacia y prontitud; el futuro centro de estudios judiciales deberá contar con el importante respaldo económico que produzca en él la profunda transformación de su estructura actual, desde el tiempo de formación hasta la potenciación de cuantos mecanismos didácticos sean necesarios para que su nivel alcance los resultados de conocimiento y técnicas auxiliares del mismo; así podría continuarse un largo etcétera de consecuencias de esta terapia, que es capaz de cerrar la vieja e histórica herida del poder judicial español.

Ojalá se atenúen un poco las voces de pequeños enfrentamientos, de cortinas de humo que no nos dejan ver la realidad; ojalá se rompa la trampa apuntada de la politización de los jueces, y vayamos a la esperanzadora tarea de modernizar o revolucionar -términos sinónimos en este caso-, con criterios por elevación y visión de Estado, la justicia, situando sus estructuras, ancladas en un pasado secular, en los umbrales del siglo XXI.

El pueblo español ha experimentado una transición sin los traumas que parecían inevitables hace sólo una década, y ello merced al diálogo conciliador de las distintas fuerzas políticas.

Estoy seguro de que no faltará la sensibilidad para superar con igual visión de Estado la ceremonia de la confusión, que entre todos podemos estar creando en torno al mundo de la justicia, asumiendo sin miedo nuestras respectivas cuotas de responsabilidad en el problema.

Yo aseguro al lector más escéptico, incluso a quien pueda calificar como utopía estas reflexiones, que potenciando la justicia se ha salvado para siempre la democracia en España.

Gonzalo Casado Herce es abogado y vocal del Consejo General del Poder Judicial.

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