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Un carnaval madrileño de Jacobo Casanova

En el año 1768 los carnavales de Madrid cuentan entre sus embozados con la discreta presencia de un especialista en estas materias, doblemente licenciado por veneciano y por libertino, Jacobo Casanova, falso caballero de Seingalt, llegado a la corte a lomos de mulo y con las faltriqueras rebosantes de cartas de recomendación, con las que sus ex amantes y sus antiguos protectores se lo han quitado elegantemente de encima.Ha entrado Casanova, al que los madrileños llamarán don Jaime para abreviar, en "esa cierta edad por la que la fortuna muestra desvarío", y el motivo de su estancia en la remozada villa de Carlos III no es otro que un edicto de expulsión, dictado de su puño y letra por el monarca del país vecino.

Maltrecho y desentonado, Casanova se queja del clima madrileño, de las dificultades para encontrar una estufa decente que le alivie y de la excesiva familiaridad de los funcionarios de la Inquisición, enemigos tradicionales del libertino, que cuentan en la Villa y Corte con prerrogativas tales como entrar a su libre albedrío en las habitaciones de las posadas para verificar los lazos de parentesco y la identidad de las personas que comparten el mismo lecho.

En la Puerta del Sol, a la que el caballero acude a calentarse, escucha a los madrileños hablar del tema del día, los pantalones de portañelas, tira de tela que cubre la bragueta, suprimida por los modernos creadores de la moda y perseguida por los sabuesos de la clerecía.

Don Jaime no espera mucho de la vida nocturna de la ciudad pero sus hábitos le obligan a encasquetarse su mejor peluca y animar sus mejillas con colorete para asistir a los bailes de máscaras preparatorios de este carnaval provinciano.

A los Caños del Peral, local de moda en la cartelera madrileña, asisten también los veedores de la Inquisición. Los palcos, observa Casanova, no tienen protección delantera, para facilitar la vigilancia de los funcionarios que sancionan una mano atrevida o un escote demasiado complaciente; empieza a aburrirse el veneciano con tanta ocultación, y apunta en sus pormenorizadas memorias que las mujeres españolas, antes de proceder al ayuntamiento camal, tapan con púdicos velos las múltiples imágenes religiosas que cubren los muros de sus alcobas.

Turbación

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Don Jaime habla de oídas, pero en su primer baile de máscaras en la capital volverá a sentir la turbación de la carne. El veneciano no da crédito a sus ojos cuando la orquesta ataca los compases del fandango y las parejas huyen a su alrededor en una danza que consigue lo inaudito: escandalizar al escandalizador, excitar la libido de un profesional del sexo y devolver el color a las mejillas de un fatigado cortesano de vuelta en todos los laberintos de la carne: "Vi la danza más loca que pueda imaginarse, un baile de tina lascivia que nada puede igualar, el fandango".

Embriagado por la sensual melopea de las castañuelas, Casanova no puede contenerse y lanza un grito de animal en celo que atrae las miradas del público.

Después de tan arrebatada danza, escribe el cronista, ninguna mujer puede negarle nada a su compañero de baile. Animado por estas perspectivas, Casanova se decide a tornar clases de fandango con un actor madrileño, que por el mismo precio incluye la enseñanza de algunas mínimas nociones de conversación y protocolo.

Conocedor de los primeros pasos del fandango, el caballero, que comienza a intuir que los caminos del sexo y de la religión van íntimamente unidos en la vida madrileña, instala su puesto de ojeo en los atrios de las iglesias, y avizora como ave de presa las comitivas de jovencitas que entran en los confesionarios con la cabeza gacha por el peso de terribles pecados que el libidinoso don Jaime imagina con todo lujo de detalles.

De gustos democráticos y talante liberal, Casanova queda prendado de la serena belleza de doña Ignacia, hija de un zapatero de la calle del Desengaño, y solicita de sus padres permiso para llevarla a los bailes del carnaval, según la tradición de la villa.

El zapatero acepta la oferta encantado, pero rechaza cortésmente hacerle unos nuevos botines al pretendiente de su hija, pues al ser hidalgo no puede tomar medidas personalmente de los pies de nadie, y al no tener presupuesto para contratar un ayudante, debe conformarse con remendar zapatos.

Seducción

Casanova, que aprecia las finas matizaciones del artesano, se luce con el fandango en las fiestas de carnaval y consigue los favores de la zapatera, no sin efectuar ciertos préstamos dinerarios a su novio, un muchacho de buena disposición que ahorra para contraer matrimonio.

En los días previos al carnaval, Casanova fuerza al máximo sus dotes de seducción y afloja al mismo tiempo los cordones de su bolsa; doña Ignacia mantiene su ardor con avances y retrocesos muy parecidos a los del fandango, y sólo cede a sus embates definitivos el martes de carnaval, fecha en la que es de buen tono pecar, pues el arrepentimiento está cerca y el conde de Aranda, el liberal ministro de Carlos III, ha autorizado el fandango a discreción.

Llegado el miércoles de ceniza, Casanova se despedirá de doña Ignacia y proseguirá sus rutinarias intrigas en la corte. Denunciado por un criado infiel por posesión de armas, el veneciano sufrirá penitencia cuaresmal en las prisiones de la villa, que abandonará días más tarde, solitario y cubierto de deudas.

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