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Tribuna:TEMAS DE NUESTRA ÉPOCA
Tribuna
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La pobreza y la abundancia

Existen ciertas creencias que resultan tremendamente obligatorias en nuestra época: una de ellas es la de que la pobreza es una característica inaceptable de nuestra vida social. Por supuesto que aún hay pobreza. De acuerdo con su definición estadística, no va en disminución. Pero tenemos que estar de acuerdo con que en un país rico como Estados Unidos no debería existir. Vivimos también con la idea general, no reconocida explícitamente, de que de alguna forma, algún día, la pobreza disminuirá o desaparecerá, que el proceso es, con toda certeza, políticamente inevitable. En última instancia, el sistema es benigno. Para todos. Y los pobres constituyen una fuerza social y política. Al igual que lo es, espero, la compasión que intenta poner fin a las privaciones. Todas estas influencias se unirán para mantener los efectos mitigantes y correctores del welfare state. Existe cierta preocupación porque este proceso mitigador progrese con demasiada rapidez, que suponga una carga indebida sobre la economía que lo sustenta, que tenga un efecto regresivo sobre la motivación de las personas que se amparan en él y que sea contraproducente. Pero la discusión gira únicamente sobre la forma de reducir al mínimo o eliminar las privaciones. Jamás se ha puesto en duda la idea de que la pobreza debería desaparecer. Nadie en las elecciones celebradas en Estados Unidos este otoño, por muy ardientemente que defienda el pensamiento económico de Herbert Spencer, William McKinley, Calvin Coolidge o del senador Jesse Helms, ha dicho que siempre habrá pobres en nuestra república.Puedo añadir que yo siempre he pensado así. Esta fe data de hace más de un cuarto de siglo, de cuando traté el tema en el libro que, tras varios cambios de título, el primero de los cuales fue Por qué es pobre la gente, se convirtió finalmente en La sociedad opulenta. En los próximos meses debe aparecer una nueva edición del libro, y se me ha pedido que reevalúe las opiniones y las esperanzas de aquella época anterior. No soy ni la mitad de optimista de lo que era entonces. Winston Churchill dijo en cierta ocasión que se había tenido que comer muchas veces sus palabras y que había des cubierto que eran una dieta muy sana. Pero es un alimento al que prefiero renunciar.

Al revisar mis esperanzas (y advertencias) de una era de abundancia, no me sentí totalmente afligido. Por ejemplo, en aquel lejano pasado abogaba por una mayor preocupación por el medio ambiente, por la contaminación atmosférica y de las aguas, por la colocación de arte comercial en las autopistas, por la protección al consumidor y por el campo en retroceso. Y aunque haya sido de forma irregular, ha habido más avances de lo que yo esperaba. La lluvia ácida cae por igual no sólo sobre el justo y el injusto, sino también sobre el rico y el pobre, y ahora todos ellos expresan su preocupación. En aquel entonces pensaba que la inflación sería un mal endémico de la sociedad de la abundancia y que la tentación de querer solucionarla mediante medidas monetarias sencillas resultaría irresistible un día, con las dolorosas consecuencias de la re cesión. Y así ha sido.

Pero resulta indudablemente más saludable, y puede que mejor para la propia estima, el que uno mismo examine sus fallos. Es de destacar que yo no veía cómo con la abundancia reaccionaríamos ante la mala situación de quienes no la compartían. Debería haber me dado cuenta de que con el bienestar general reaccionaríamos siguiendo la tradición más antigua, si bien no precisamente la más admirable, de quien se siente seguro económicamente. Tal tradición indica que la gente, en cuanto está razonablemente acomodada, busca motivos creíbles o, más frecuentemente, altamente improbables para librarse de la molestia de tener que preocupar se por los pobres. Y si, como su cede cuando la abundancia está muy extendida, los pobres constituyen una minoría política, las voces que piden preocupación, atención y socorro se ven dolorosamente silenciadas.

Arrojar a los pobres de las conciencias

La comprensión del problema comienza por apreciar cómo, a través de los siglos, los afortunados se las han ingeniado para arrojar de sus pensamientos y de su conciencia a los pobres. En muy pocos temas se ha mostrado la mente humana tan ingeniosa. Tal comportamiento puede, incluso, encontrar cierto grado de apoyo en las Escrituras. Los pobres, tras su breve y desgraciada vida, entran fácilmente en el reino de los cielos, a diferencia de los ricos. Allí no se conocen las privaciones. Todo lo que tiene uno que hacer, si es bueno y devoto, es tener paciencia. Más comúnmente, a través de los siglos, a quienes se dice que les ha sonreído la fortuna se les consideraba los beneficiarios naturales de su superior inteligencia, diligencia, previsión, energía, tono moral o ricos antepasados, con las implicaciones que ello conllevaba, en este último caso, de una personalidad y cualidades heredadas superiores. Los pobres eran las víctimas naturales de su propia pereza, de su irreflexión o de sus capacidades inferiores. O preferían un modo de vida pobre, móvil o despreocupado.; eran más felices durmiendo bajo un puente, in derecho tanto de pobres como de ricos, o en las alcantarillas, tal como no hace mucho Ronald Reagan dijo que algunos preferían.

El siglo pasado, la era del naciente capitalismo, fue especialmente fructífero en sus formas para mantener a los pobres alejados de la conciencia pública, y algunas de esas excusas han resultado ser maravillosamente duraderas. El sistema competitivo egoísta, de Adam Smith era, en cierto sentido, óptimo. No era perfecto; era simplemente el mejor en un mundo imperfecto. Si pensamiento tiene aún resonancia. David Ricardo y Thomas Robert Malthus, que siguieron y, en gran medida, refinaron las ideas de Smith, recalcaron el compromiso de la gente sencilla a una procreación incontrolada que, al absorber todas las mejoras de bienestar, lo reducían todo a un nivel muerto de subsistencia, Walthus propuso que se advirtiera a las masas implacablemente prolíficas, en la ceremonia de la boda, contra esta tendencia y que se les ordenara que practicaran cierto control. Pero tal método no logró consolidarse como un * a forma eficaz de control de la natalidad. A un nivel de sofisticación mayor, los darwinistas sociales, notablemente influyentes en Esta los Unidos en las últimas década las del siglo XIX, recomendaban encarecidamente la tesis, excepcionalmente conveniente, de que a pobreza es el agente terapéutico social que elimina a los menos aptos. Una vez profundamente refinada, esta tesis defendía que la caridad, al mitigar el proceso, debía evitarse, si bien una opinión contraria defendía que tal prohiición reducía injustamente la libertad del donante. Se produjo un tenso debate sobre la cuestión. Actualmente quedan ciertos restos de instinto socialdarwinista en el sentimiento de que las donaciones a los pobres que no se las merecen, incluso a parientes indigentes, son, en cierta medida, perjudiciales para su fortaleza moral.

El socialdarwinismo tiene también una cómoda asociación con una rama de la teología fundamentalista que defiende que la propiedad expresa la aprobación natural de los dignos por parte de Dios. Los textos pertinentes se pueden conseguir escuchando a los locutores religiosos y a los portavoces de la mayoría moral.

A estas racionalizaciones de la pobreza y de la desgracia se ha puesto, en el reciente pasado, en las sociedades democráticas, la necesidad, con la llegada del sufragio universal, de granjearse los votos de los pobres y de quienes, por su experiencia o por la observación, temen verse reducidos a pobreza. Pues mientras los pobres fueran numerosos y el miedo era urgente, las invocaciones a estas gentes resultaban eficaces. De aquí -y también de la compasión y de la precaución de un sector inteligente de los ricos, que se daba cuenta de la situación- surgió el moderno welfare state, que aseguraba unos ingresos mínimos, además de los servicios públicos esenciales para todos, con estructura adicional de la seguridad social. Conjuntamente con todo esto estaba la promesa de una gestión global o macroeconómica de la economía que aseguraría un nivel de comportamiento económico razonablemente suficiente, un pleno empleo casi total, precios agrícolas e ingresos razonablemente seguros para los agricultores, además de una demanda plena y creciente de los productos industriales. Tal era la corriente política, que se asociaba, en el Reino Unido, con Lloyd George, los fabianos, el Partido Laborista y John Maynard Keynes; en Est, Unidos, con Franklin D. Roosevelt, el new deal y también con Keynes, y en el resto d los países industriales, con ir fluencias semejantes: en términos generales, con la socialdemocracia y la izquierda social.

En Estados Unidos, y en menor grado en el resto del mundo, la gran depresión fue un factor catalizador especial. Trajo el miedo, la inseguridad y auténticas privaciones a obreros, agricultores y la clase media urbana, que hasta entonces había ocupado posiciones más acomodadas. De acuerdo con esto, durante toda la generación subsiguiente a Franklin D. Roosevelt se decía que los defensores liberales del welfare state seguían enfrentándose a Herber Hoover y la depresión, oponentes que aseguraban su éxito político. Puede que tampoco resulte sorprendente que el éxito fuera tal que en las mentes de todos los afectados se considerase una revolución permanente. Se suponía que aseguraría a sus progenitores el poder -o casi el poder- para siempre.

En realidad, dado el aumento de la riqueza, fue, en muchos sentidos, un movimiento político que destruía a sí mismo, tal como muchos de los que participaron en él, entre los que me contaba yo, pueden haber visto. Con el aumento del bienestar eran cada vez más las personas que se sentían cómodamente satisfechas de su situación económica. Una vez bendecidos por la riqueza, encuentran, como en el pasado, motivos suficientemente persuasivos para alejarse y alejar sus concienias de la pobreza aún existente entre los pobres actuales, relativamente menos numerosos. La capacidad de racionalización -que tan bien ha servido, en el pasado, a la indiferencia, al desinterés o a otras formas de negación de la pobreza- sigue estando plenamente a nuestro alcance. Quienes se encuentran seguros económicamente son, desde hace mucho, quienes más probablemente acudirán a votar en unas lecciones y quienes tienen actualmente más capacidad para contribuir al elevado coste, sobre todo en Estados Unidos, de las campañas políticas modernas. Con tales medios se encuentran en una buena posición para expulsar del poder, con sus votos, quienes hicieron la revolución e nombre de los inseguros y de Ios pobres, y que continuarían trabajando en nombre del pequeño ni mero de desamparados que queda.

Una de las ideas, no expresad explícitamente, de los liberales norteamericanos, así como de los socialdemócratas de otros países, fue que los nuevos ricos, los trabajadores manuales con ingresos de clase media, la nueva clase profesional -muy ampliada-, la moderna y relativamente bien pagada burocracia de cuello blanco todos aquellos protegidos de la tribulaciones del desempleo, de la vejez y de la enfermedad, como muestra de gratitud, tendrían un actitud política diferente a la de los viejos ricos. E igualmente -era de suponer- sucedería con su descendencia, aún más afortunada. Pero los liberales se equivocaban. A la luz de la historia resulta mucho más probable que quienes introdujeron los programas de seguridad y abundancia actuales estuvieran preparando su propia caída política.

Pobreza y abstención

Existen explicaciones, amplia mente diversas, de la revolución Reagan en Estados Unidos, como la de Thatcher en el Reino Unidos y la de los movimientos menos claros en Alemania y otros países Se suele mencionar frecuentemente la cuestión de la personalidad, aunque ésta suele ser la explicación predilecta de la vulnerablemente televisiva. En Estados Unidos se ha hablado muchos de los fracasos del presidente Carter en política exterior y sobre todo de la crisis de los rehenes de Ia Embajada norteamericana en Irán. No hay tampoco la menor duda de que Carter fue, inoportunamente, vulnerable a los economistas, que le convencieron de mantener una política monetaria dura que consiguió aunar una inflación grave y un desempleo importante con la fecha de las elecciones de 1980. Los economistas, tal como he señalado en otros artículos, hacen algunas cosas con bastante precisión. Pero la explicacíón más profunda y de mas peso es que en la economía norteamericana moderna quienes se sienten económicamente seguros tienen mayoría de voto o, para ser más exactos, mayoría de quienes acuden a votar. Su tendencia política es la de los ricos del pasado. Refleja la capacidad milenaria de ignorar o racionalizar la fortuna diferente de los ricos y los pobres. Nadie que piense en experiencias anteriores debe sorprenderse.

Al llegar a la presidencia, en 1981, el presidente Reagan restringió o recortó los servicios sociales que afectaban principalmente a los pobres. Y redujo los impuestos por los ingresos de las personas fisicas y de las empresas, beneficiando mayormente a los más ricos. La justificación -que los ricos no trabajaban ni invertían porque tenían demasiado poco dinero y que los pobres no trabajaban porque, en forma de subsidios gubernamentales, te

John Kenneth Galbraith es economista, profesor en la universidad de Harvard. Entre otros libros, ha publicado La sociedad opulenta, El capitalismo americano, El nuevo Estado industrial y Anatomía del poder.

La pobreza y la abundancia

nían demasiado- no resultaba intrínsecamente persuasiva. Como tampoco lo eran otras justificaciones, incluyendo el argumento de que los beneficios a los ricos constituyen, indirectamente, el socorro de los pobres. Este efecto de goteo -la metáfora del caballo y el gorrión, según la cual si al caballo se le da avena suficiente algo caerá para los gorriones- ha sido siempre recibido con risas atenuadas. De la misma forma, la mayoría de norteamericanos mentalmente aptos, cuando oyen hablar de la necesidad de "mayores incentivos", sacan la conclusión, dándolo por sentado, de que alguna persona, grupo o empresa quiere conseguir mayores ingresos netos. Como tampoco suponen, necesariamente, que la intervención del Gobierno en nombre de los pobres sea intrínsecamente incompetente. Sin embargo, tal como se ha visto, la justificación de la riqueza de los ricos frente a la pobreza no tiene por qué ser intelectualmente convincente. Es suficiente con que no haya una admisión abierta de que se está legislando para los ricos. Se sabe que Reagan llegó a la presidencia con el apoyo entusiasta del sector más acomodado del electorado norteamericano, y en una democracia resulta normal hacer algo por quienes nos han apoyado. De esta manera, resultaba lógico, e incluso previsible, que recompensara a quienes le habían votado y le habían proporcionado los considerables fondos que necesitaba para su campaña. Ninguna otra recompensa sería tan adecuada o tan bien recibida como las reducciones fiscales, que tenían sus mayores efectos sobre los sectores más altos de la escala salarial y una economía a tono en cuanto a los desembolsos para los sectores de menos recursos. Pero en la sociedad de la abundancia, la decencia exige no decirlo abiertamente. Casi todo el mundo se quedó sorprendido en el otoño de 1981 cuando David Stockman reconoció que la economía de la oferta era una tapadera para devolver más recursos a los ricos. Era cierto, aunque suponía una ruptura importante con el decoro político.Indiferencia ante el Tercer Mundo

No estaría de más señalar que el último libro de Thomas Byrne Edsall, La nueva política de la desigualdad (Nueva York, Norton, 1984), llega a las mismas conclusiones que el presente artículo, documentándolas de manera convincente. En palabras que me hubiera sentido feliz de escribir, concluye que "en la última década [yo hubiera dicho durante varias décadas] los cambios del proceso político han reforzado el poder de los ricos y erosionado el de los pobres, la clase trabajadora y la clase media baja. Tales cambios, a su vez, han dado como resultado la adopción de medidas económicas altamente beneficiosas para los ricos, penalizando a los pobres y dejando a la mayoría de la clase trabajadora y de la clase medía con mayores cargas fiscales".

La tendencia de que a medida que haya más gente rica irá aumentando la indiferencia a los pobres no es exclusivamente nacional de Estados Unidos; tiene también fuertes manifestaciones internacionales. En los años que siguieron a la II Guerra Mundial se dio una auténtica preocupación en Estados Unidos, al igual que en el resto de países industrializados, por las privaciones y la pobreza de sus antiguas colonias, el Tercer Mundo. La preocupación por la pobreza de sus países se convirtió en una preocupación por la pobreza en todos los países donde se diera, lo cual se vio respaldado por un flujo importante de recursos para ayuda alimentaria y desarrollo económico. A medida que aumentó la riqueza, se podía haber esperado que tal ayuda aumentaría a partir de la existencia de recursos cada vez más abundantes. Pero he aquí que ha disminuido la preocupación por los pobres tanto en Estados Unidos como en el resto del mundo rico. La ayuda, lejos de mantenerse al ritmo de la mayor capacidad existente para darla, en realidad se ha mantenido al mismo nivel que antes o, en algunos aspectos, ha disminuido. Y el apoyo político a tales medidas ha disminuido aún más radicalmente.

Pero, nuevamente, son varias las razones de este cambio. La inestabilidad política de muchos de los nuevos países ha supuesto un factor de freno, al igual que la aparición de Gobiernos poco atractivos o ineficaces, tanto de derechas como de izquierdas. Se ha descubierto también que el desarrollo económico es un proceso mucho más pesado de lo que se suponía en los años de optimismo que siguieron a la II Guerra Mundial. El progreso es especialmente desalentador cuando se intenta conseguir el desarrollo económico antes que la educación, que, por un lado, rompe la cultura milenaria de la pobreza a la que la gente se ha adaptado, y por otro, proporciona los recursos humanos esenciales para el progreso económico. Pero resulta también indudable que en estos países, junto con el aumento de la riqueza, apareció la capacidad anteriormente mencionada de negación psicológica que hace que la mente, al contemplar la posibilidad de la muerte o la devastación nuclear, elimine todos los hechos profundamente desagradables. De esta manera impedimos que tanto el hambriento africano o la mórbida existencia del indio que habita en las calles de Calcuta, como los pobres de nuestros propios países, invadan nuestro confort.

No resulta nada atractiva la conclusión de que la situación política y económica de los pobres, en nuestro país y en el resto del mundo, empeora con el aumento de la riqueza. Puede que sea posible albergar alguna esperanza en el hecho del reconocimiento de esta tendencia. En los países industriales sigue habiendo algunas personas cuya compasión y compromiso político resultante sobreviven a su buena fortuna personal. En cualquier caso, deseo ardientemente que el tema del debate se discuta con más interés.

En los próximos años podría darse en Estados Unidos cierta mejora en la situación política de los pobres a raíz del aumento de su participación en las elecciones. En el pasado, los pobres, y de manera especial los pobres de las minorías, no han votado. Los negros, a los que se negó el voto en un principio, no lo han usado. Si los pobres acudieran a las urnas tal como hacen los ricos, el efecto político podría ser significativo, incluso sorprendente. Tanto en la política municipal como en la nacional, los dirigentes negros están moviendo a sus electores pobres y negros para que participen en la actividad política como nunca. Ya es algo común tener un alcalde negro en las, grandes ciudades: Chicago, Filadelfia, Los Ángeles, Detroit. Por primera vez hemos tenido en Jesse Jackson un candidato negro claro para la nominación como candidato a la presidencia. Si esta tendencia se mantuviera, el atractivo que ello supondría para que los negros y otras minorías votara podría, al menos durante cierto tiempo, reavivar la preocupación política por la situación económica de los pobres.

Liberalismo e intervencionismo

Existe además la posibilidad, quizá incluso la probabilidad, de que la gestión global de la economía moderna por los ricos para los ricos fracasase, de que se pudiera repetir, en su versión moderna, el desastre de las administraciones Coolidge y Hoover. Esta gestión supone una contradicción básica entre, por un lado, el compromiso de los conservadores con la libre empresa, con la ilusión monetarista y con un sistema fiscal diseñado especialmente para los ricos, y por otro, la dura realidad de que sólo es posible evitar la inflación, la recesión y la depresión, en la economía moderna, mediante la intervención global, con una preocupación social, del Estado. De manera específica, si no se pone veto a la inflación mediante una política de rentas impuesta por el desempleo, la desindustrialización y el resto de manifestaciones dolorosas de la recesión y la depresión, siendo así como funciona la política monetaria, hay que, hacerlo mediante un sistema fiscal que regule la demanda y limite los déficit, y mediante la intervención directa del Gobierno y las negociaciones para controlar la espiral salarios / precios. Éstas son las únicas alternativas, por mucho que los conservadores lo lamenten o lo nieguen. La política económica, como siempre, es una elección entre algo nada grato y el desastre. En los últimos años, la gestión de los ricos ha optado por el monetarismo y la recesión. Las otras posibilidades son intolerables ideológicamente. El monetarismo, con su recurso a unos tipos de interés elevados, no se muestra tampoco contrario al bienestar de quienes tienen dinero para prestar. Quienes están en esta situación suelen ser más ricos que quienes no pueden prestar o quienes están dispuestos u obligados a pedir prestado. Uno de los errores más notables de la ciencia económica es suponer que la política monetaria es socialmente neutral.

De aquí se deduce que un fracaso de la economía podría poner a tanta gente en peligro que se viera amenazada la felicidad económica procedente de la abundancia y cambiaran con ello las actitudes políticas. Pero puede que todo esto se adentre excesivamente en el reino de las especulaciones futuristas, algo contra lo que están justamente prevenidos todos aquellos que tropiezan con predicciones políticas y económicas. Lo que no se pone en duda es que la abundancia daña nuestra capacidad de compasión ilustrada. Y más vale reconocerlo.

No estoy prediciendo que con el aumento de la riqueza vaya a haber siempre Gobiernos conservadores en el poder. Hay otros elementos más que deciden las elecciones, incluyendo la afluencia de votantes anteriormente mencionada, los intereses diferentes de las mujeres, la sospecha difundida de aventuras en el exterior, así como el temor, más convincente, a una guerra nuclear. Lo que sí sugiero es que uno de los efectos de la abundancia es una continua tendencia conservadora en política, y que quienes rechazan los movimientos en favor de los ricos de estos últimos años como un alejamiento temporal de una norma de preocupación social se equivocan totalmente.

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