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La guerra de los sesos

La historia de la humanidad, siglo tras siglo, se va levantando con unos puñados de grandes gestos y un sinfín de cosas menudas. Por eso, su lectura y el devenir vital hacen a uno desconfiar de las mayúsculas y fijarse en la letra pequeña, en los detalles. La vida es elección y, sobre todo, confrontación; y la historia, formal o anónima, queda tejida dialécticamente al hilo de aquélla. Aquí, abajo, nada resulta fácil: todo, hasta lo nimio, requiere un esfuerzo, una lucha contra alguien o algo. Es la condena del sudor bíblico. El destino de cada cual -ese pequeño lugar bajo el sol- es algo por lo que combatir. Hasta los silencios cuesta escribirlos. Muchas veces vemos que se escupen balazos sobre las tumbas. Siempre andamos con la guerra a cuestas. Su presencia constante, la muerte al acecho; su impulso oculto, el afán de poder. Hay guerras para todos los gustos y de todos los tamaños: de las civiles a las de liberación. También todas llevan nombre y apellido. En las sociedades posindustriales la titulación bélica es aniquiladora: atómica, química, nuclear. Y por encima de ellas sobrevuela el fantasma de la bomba de neutrones: "Así se mata más blanco", reza la etiqueta macabra. ¿Quién será el desalmado que se atreverá a apretar el botón fatídico? Existen algunas guerras que se enuncian con ribetes cortesanos y bucólicos: de las naranjas, del aceite de oliva, de los botones. Hay una clase de guerra que parece finalizada y luce su pegatina marchita: la guerra de los sexos. Y se decía en La Nardo: "Una muñeca de cera espantada de ver el mundo". Pero el universo con trolado por el macho está dejan do de respirar, anda dando las últimas boqueadas. Atrás -sombras de hombres agazapadas y casi desleídas- quedan los restos del sufragismo y del feminismo ardoroso. La mujer, único ser que cierra los paréntesis y elimina las angustias en esta tierra, ha logrado la equiparación, la igualdad en los textos legales. Su triunfo, obtenido a trancas y barrancas, cae al fin dentro de la lógica de la civilización contemporánea. Al macho no le queda más remedio que asumir su derrota: el monopolio de los siglos lo mantenía engallado, pero cegado, creyendo que no era posible el fin de su posición privilegiada. Y apunta María Langer: "El hombre no está todavía a la altura de las circunstancias". La muñeca de cera ya no sale aterrada a la calle; es la mujer de carne y hueso que se reconstruye perennemente y ejerce un poder recién estrenado.

El futuro es de mujer, dice un director de cine italiano. Y el macho, ahora titubeante y desnortador, teme desnudarse para ofrecer su cuerpo sin atributos -¿de su único dominio?- al airecillo de la madrugada tibia. Él sabe que el diccionario trata desfavorablemente a su oponente, y eso lo serena. Él ve poner el cartel de completo en las casas refugio -de mujeres cobardemente apaleadas-, y es algo que reconforta su orgullo de macho un tanto huérfano. No obstante, su prepotencia, ante los vientos de los tiempos, se duele, se resiente; mucho se teme que la esclava -de por siglos- no vaya a responder nunca más a los filtros y afrodisiacos exclusivos. El macho estaba habituado a jugar la erótica del poder total. Y hoy se le cuestiona, se le replica, se le humilla y acorrala en su propio terreno. De ahí que sufra el horror de verse anulado en la cúpula de su poder antiguo. Las fronteras y sus alambradas han sido rebasadas, y la guerra de los sexos ha dado paso a la guerra de los sesos.

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No, no es cuestión de una simple equis o de semántica. Tampoco es cosa de ritual o de moda. El dilema se zanja en las profundidades de la mismidad: es la ruptura política, una nueva y exigente correlación de fuerzas. La traslación del ejercicio del poder real se dibuja nítidamente: pasa a otras manos; cuando menos, se comparte. Este planteamiento revela que el asunto es de materia gris, cuestión de inteligencia, para comprenderlo y aceptarlo, entre dos protagonistas con vocación de mando bajo el mismo techo. "La vida sin amor no se comprende", queda escrito en la última novela de Rosa Chacel. Y cuando lo hay, esta guerra de los sesos pierde beligerancia y termina por acomodarse en una convivencia dialogante, pacífica, creadora.

Para llegar al punto en que nos encontramos ha sido preciso que la mujer perdiese muchas batallas, se haya dejado muchas cicatrices en la piel y aguantado un montón de estupideces, desprecios y represiones. El cansancio y las heridas han merecido la pena. Y los líderes reivindicativos han quedado colocados en las hornacinas del mito. Frases como Ias traidoras sin sostén" y Ias envidiosas del pene", frente a "las tontitas tetonas", se recuerdan como vulgares accidentes de ruta; son historia pasada. Jesusa Palancares, una mexicana prieta, pícara y salidora- que se hartó de tomar tragos en la soldadera, dijo en un castilla expresivo: "Para todas las mujeres sería mejor ser hombre, seguro, porque es más divertido, es uno más libre y nadie se burla de uno". En esta guerra de los sesos, los contendientes son iguales y libres, y ninguno toma al otro a chacota. O no debería hacerlo: la diferencia une y enriquece a cada parte.

En las viejas consejas y leyendas americanas, lo propio de la mujer era el mundo pretérito. En las historias de hoy ya no se corre la aventura del disfraz carcomido. Y repito lo del italiano: "El futuro es de mujer". El amor dura más de una noche. Muchas noches. Quizá toda una vida en común. Y con las máscaras quitadas.

No, esta guerra de los sesos no hay que considerarla como una pelea renqueante y sombría. El hombre, aunque le cueste reconocerlo, se da cuenta que la persona que tiene al lado, y aplicando la igualdad de oportunidades, es tan capaz, madura e inteligente como él. Esa mujer, anteriormente despreciada, no sólo ha montado una división del trabajo -al fin, todo el cotarro arrima el hombro en la casa- que raya la perfección, sino que cuando acude al trabajo, con su cuellito rosa haciendo juego con la falda tableada, muestra una bien aprendida naturalidad en la toma de decisiones y en la asunción de responsabilidades. Y es que hoy día los papeles del teatro de la vida se representan por personajes sin distinción de sexos. Lo que cuenta es el seso, la materia gris de los protagonistas. Y la mujer, la pálida muñeca de cera, debido al esfuerzo realizado para destacar, es capaz de ser ejecutivo agresivo, director general, subsecretario, ministro y presidente de gobierno, y ofrecer un buen balance al término de su gestión. Además, resulta frecuente que el presupuesto familiar se financie, en la mayor parte, con los ingresos que ella aporta. El espíritu de la época no se asienta en fantasías y anacronismos, sino en empirísmos incontestables.

El hombre está arrinconando su machismo por la fuerza de los hechos. La gastada imagen de dominantón ya no cuenta; lo que cuentan son las capacidades. En casa, el hombre no habla de autoridad ni de hegemonías añejas. Es un compañero, un voto más de la democracia familiar: el poder se comparte para todo. La sutil guerra de los sesos obliga al hombre a una reconversión silenciosa, pero puntual e irreversible. Y si la mujer objeto fue una creación del macho para reafirmar -nada más- el tamaño del paquete genital, y el unisexo un trazo efímero de diseñadores dados al amor socrático, el hombre objeto, de nueva planta en estas latitudes, no es más que un subproducto de mercadillo barato, forjado en la imaginación de unas cuantas deseonas y con la complacencia de unos machos aprovechones y vagos. Y la mujer metáfora, o la metáfora de la mujer, queda para la literatura rosa.

De todas formas, en la guerra de los sesos no se ha firmado todavía la paz. Persisten resabios, resistencias y falsos orgullos que impiden alcanzar el jardín idílico. La realidad, por el solo hecho de serlo, es incoherente, tozuda, prejuiciosa y rabisalsera. Y cuesta domeñarla, civilizarla. Tal vez estos párrafos míos se componen de palabras rotas y pensamientos dispersos y desvanecidos: sobre esta guerra singular transcurrirán muchas lunas de amores amargos y reconciliaciones bellísimas.

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