El cometa Halley
Cuando el doctor Codina, alto y apuesto catalán, me diagnosticó, después de radiografiarme y auscultarme muy detenidamente: "Adenopatía hiliar con infiltración en el lóbulo superior del pulmón derecho", no sabía él lo mucho que iba a acelerar mi vocación poética. Y la razón era que para curarme de aquel mal, diagnosticado de manera tan larga, me recomendaba no estar de pie en lo posible, sino reposando bajo los aires puros de los montes guadarrameños, esos que me llevarían, durante tan interminables y estáticas jornadas, a contemplar, en las intensas noches de verano, los anchos cielos constelados, recorridos del repentino resplandor de las estrellas fugaces. Mi primera vocación pictórica había comenzado a declinar. Escribía ya, después de no muchos incipientes ensayos líricos, algunas canciones del libro que luego se titularía Marinero en tierra, al mismo tiempo que vivía absorbido en dibujar por las noches serranas un mapa del hemisferio boreal, con todas las estrellas, planetas y constelaciones que observaba, a veces ayudado de un pequeño anteojo, tumbado en mi chaise-longue al aire fresco del estío. Los bellos nombres que ya conocía y comprobaba en un atlas celeste recién comprado me llenaban de fascinación, iluminándome: las Pléyades, la Cabellera de Berenice, las Cabrillas, el Triángulo, el Águila, las Tres Marías, las dos Osas, la Mayor y la Menor, enganchada a ésta la guiadora y mínima estrella Polar, y luego Sirio, Venus, Júpiter, Aldebarán, Vega y la hermosísima Altair y la blanca Luna enredada en la negrura de los pinos... Durante tantos veranos, hasta muy entrado el otoño, seguí yo contemplando el firmamento guadarrameño con toda la millonaria riqueza de sus astros, pero echando siempre de menos el cielo de mi infancia en la bahía de Cádiz, aquel cielo que vi durante varias extasiadas noches, cuando tenía solamente ocho años, cruzado por el cometa Halley. ¡Qué alto esplendor sobre la plana mar susurrada su inmensa cabellera como de un polvo nítido de hielo plateado, que quizá, desde entonces, la vi todavía más inmensa en mi sueño, enredándomelo, fina y maravillosa, llevándomelo en su órbita, arrastrándomelo por los espacios infinitos, alejados del Sol, para reanudar su visita cada 76 años a nuestro planetalEn mi Marinero en tierra hay una canción, una breve canción admirativa, entrelazada al nombre de una muchacha -Sofía- que yo veía desde un balcón más alto de mi casa, en Madrid, estudiando en el suyo geografía sobre un atlas coloreado. "Ya era yo lo que no era/ cuando apareció el cometa. / Del mar de Cádiz, Sofía, / saltaba su cabellera. / ¡Ay, quién se la peinaría!" Venía entonces, año de 1910, aquel dios de los espacios precedido de una horrosa fama portadora de las más funestas catástrofes. Casi anunciaba el fin del mundo. Los fenómenos de histerismo colectivo, según se iba acercando el advenimiento, aumentaron, sobre todo en Italia, Francia y España. Mucha gente se encerró en los más profundos sótanos, otra, en cambio, pensó que era mejor morir al aire libre. En España se difundió con rapidez la noticia de que el choque de su cola con, la Tierra sería totalmente exterminador, más que nada en la zona de Valencia, habiendo familias enteras que huyeron despavoridas de la ciudad mediterránea. Mucho más tarde, yo, en la Argentina, conocí a una vieja familia valenciana que, con enormes sacrificios, se había trasladado entonces velozmente a Galicia, ya que allí, según la voz del miedo había corrido, se encontraría totalmente a salvo. Pero parece que esta vez el Halley se presenta en su nueva visita terrenal como un cometa bueno, lejos de todo terrorismo, trayendo -¡quién lo puede saber!- un mensaje de paz a nuestro planeta convulso.
Yo lo espero con ansia. Porque mi vida, mis sueños infantiles, desde aquellas noches de mayo de 1910, sentí como si se los llevara, habiéndome hecho vivir estos 74 años como una doble existencia: una, la permanente, natural, aquí, conmigo, y otra, lejana, lejanísima, por otros mundos de paisajes y seres luminosos, de fuegos que no queman, de fríos heladores que en vez de congelarla vivifican la sangre. Le escribí, hace ya bastante más de un año, este Retorno para nuestro inminente regreso:
"Tú me arrastras, me llevas, me suspende tu cauda rutilante. Yo soy tu cola, tu incendiado núcleo. / Tú ya eras yo cuando te apareciste, /como yo tú, llegados / desde los más remotos infinitos. / Te descubrí una noche insomne de mi infancia, / y urdido en tu tendida cabellera, / ascendimos del mar de mí bahía, solos ya uno, desapareciendo en los ciegos espacios insondables, / de incandescentes niños, muchachas y paisajes de altas temperaturas, / durante tantos siglos. / Pero ahora, de pronto, de nuevo nos anuncian. / Estupefactos telescopios hablan / de nuestra aparición en primavera, / cometa peregrino de mi vida, / invisible errabundo / a través de los signos y cifras estelares".
En estos días, yo, para esperar al cometa Halley en su próxima ojeada a la Tierra, me he comprado un telescopio, que para ser montado tuvo que venir a mi casa un joven amigo mío aficionado a la astronomía. Mi apartamiento, mi estudio, en donde vivo, un decimoséptimo piso, tiene una gran estancia con varios amplios ventanales desde los que diviso sobre Madrid casi toda la cúpula del cielo. Pero desde que he instalado el telescopio en mi alto observatorio (lleno de cartas y de libros tirados por el suelo, entre los cuales algunos de la copiosa literatura que está surgiendo sobre la historia y reaparición del Halley), sucede que los cielos últimos de Madrid amanecen y anochecen completamente encapotados o, lo que es peor, la polución de esta ciudad contaminada hace que hasta las noches más límpidas no se vean, y ando siempre esperando que las lluvias y los grandes fríos me las vuelvan favorables para mis primeras investigaciones celestes. Mientras, pocos meses atrás, ha recibido el Premio Nobel de Literatura un gran poeta checo, Jaroslav Seifert, poco conocido, o nada, en España, entre cuyas obras, resumidas en una breve antología por su fervorosa traductora al español, Clara Janés, hay una titulada El cometa Halley (1967), que me ha intrigado de verdad y seducido. A Seifert, que pertenece al grupo de otros grandes poetas checos, como Nezval y Holan, ya desaparecido, estoy seguro que lo conocí en 1950, cuando después del Congreso por la Paz, celebrado en Varsovia, estuve en Praga, huésped en el castillo de Dobriz, con Pablo Neruda, José Bergamín y Jorge Amado, el gran novelista brasileño.
Ahora sé que Jaroslav Seifert nació un año antes que yo, en 1901, y que su padre lo llevó una noche a contemplar un fenómeno extraordinario que había aparecido en el cielo: era el cometa Halley, el mismo que yo miraba, tendido sobre el firmamento de mi bahía gaditana, durante las noches de la misma primavera praguense, en 1910. ¡Qué buen punto de partida, qué bella arrancada astronómica para una amistad con un poeta tan lejano que, como yo, se había estado llenando los ojos de su niñez con aquel soberano rey de los espacios, aquella maravillosa aparición que nos arrebataría el sueño, llevándoselo en su cauda por los desconocidos infinitos, hasta su reaparición, ahora, por vez segunda en nuestra vida, al cabo de 76 años, ahora que tan sólo nos faltan poco más de 15 para que terminemos nuestro siglo!
"No vi nada en aquel momento, / sólo espaldas ajenas, / pero las cabezas bajo los sombreros / se movían con agitación. / La calle estaba llena. / Hubiera preferido subir hincando los dedos / en la pared desnuda / como pretenden hacer los bebedores de éter, / pero en ese instante tomó mi mano / una mano de mujer, / di unos pasos / y delante de mí se abrieron los abismos / a los que se llama cielo. / Las torres de la catedral, abajo, en el horizonte, / parecían recortadas / en papel mate de plata / y en lo alto, sobre ellas, / se ahogaban las estrellas. / Está allí, ¿lo ves ya? / ¡Sí, lo veo! / En las vedijas de chispas inextinguibles, / la estrella se aparecía irreversiblemente. / Fue una suave noche de primavera, pasado el 15 de mayo. / El aire fragante se inflamó de perfumes / y yo lo aspiraba / y con él el polvo de los astros...".
Desde los cielos de Madrid, yo le mando un emocionado saludo a Jaroslav Seifert, a aquel poeta niño de nueve años en aquella noche de cometa primaveral en las calles de Praga, y lo incorporo, lo meto entre estas nuevas hojas de mí última Arboleda Perdida, esa que avanza ya mordiéndome, invadiéndome con sus ramas desde aquel día que la dejé, un mes de julio de 1959, en los bosques de Castelar de Buenos Aires.
Pero hoy, todos los cielos de la Tierra están inquietos, tan preocupados e insomnes como yo, llenos de sondas buscadoras del más incesante de los cometas, ansiosas de escrutarle sus veloces secretos, todo aquello que no se pudo saber en su última visita, en aquel mes de mayo de 1910, cuando yo era aún un pequeño alumno del colegio de las Hermanas Carmelitas de El Puerto. Una de las sondas que lo busca lleva el nombre del místico y angélico pintor florentino -amigo y retratista de Dante Alighleri- Giotto, que pudo ver al cometa Halley y lo fijó en lo alto del portal de Belén como la inmortal estrella que condujo a los tres Reyes Magos de Oriente, Melchor, Gaspar y Baltasar, cuando presentaron sus ofrendas -oro, incienso y mirra- al Niño Dios recién nacido en un pobre pesebre.
¡Oh prodigiosa y rara maravilla! El cometa Halley reaparecerá en el año 2062 del siglo venidero y yo, que de marinero en tierra pasé a ser un enloquecido viajero del aire, volveré con él entre el polvo de fuego y hielo plateado de su cauda resplandeciente. No lo olvidéis.
Copyright Rafael Alberti.
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