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Las variaciones del uno

El mismo día en que llegó la democracia decidió tomarse algunas libertades. Empezó por encarar sus represiones más familiares, y así, por las buenas, se permitió entrar en unos grandes almacenes, hibernar las viejas amistades y arrinconar sus estudios socioeconómicos, llevar corbata y limpios los zapatos, leer las novelas de Vázquez Montalbán, salir por las noches, eliminar los vinos manchegos y el tabaco negro, escuchar únicamente la frecuencia modulada, no volver la cabeza por la calle cada 20 metros, a ratos quererse un poco a sí mismo y a ratos pensar boberías, suspirar. No tenía otra intención que celebrar la llegada, por fin, dé la democracia, ni otro propósito que, tras aquellos festejos, reanudar sus inveteradas costumbres de persona nacida para sacrificarse por un mundo mejor.No tardó en percatarse de que, habiendo ignorado desde su nacimiento en qué consistía, la realidad cotidiana de un país libre resultaba muy distinta a lo esperado. Por lo pronto, encontró la capital muchísimo menos madrileña, los taxis muchísimo más caros y, para su tranquilidad, inconclusa la Almudena. Se tomó a beneficio de inventario el estricto cumplimiento de la náusea de la oficina, y, de repente, hubo lunes que le parecieron viernes. No subió al alto Guadarrama durante las vacaciones, que, por vez primera en su higiénica existencia, pasó al fresco de agosto, atiborrándose de calamares fritos, jugando interminablemente partidas de garrafina y durmiendo siestas catalépticas. Precisamente de tanto dormir se le limpió el cerebro y recobró el juicio.

En efecto, meses después de ejercitar la democracia comprobó que sus pesadillas recurrentes habían desaparecido. Incluso algunas desaparecieron de su memoria diurna. Ni sonaban timbres de madrugada, ni se comía papeles, ni le obligaban a mostrar ante una reprobadora mayoría silenciosa sus manos manchadas de tinta de imprenta. Todavía, muy de cuando en cuando, se encontraba en una reunión convertido en estatua por una voz que fluía como un hilo de araña. Pero en el sueño actual alguien reía, alguien (nunca él) movía el índice como un metrónomo; sobre todo, la reunión ahora se deshacía espontáneamente y las estatuas abandonaban un salón-comedor de muebles coloniales y multiplicadas reproducciones del Guernica vociferando cantos gregorianos.

Este considerable alivio le impulsó a proseguir por la senda de la libertad. Uno no puede volver a cerrarse voluntariamente los grilletes. Y después de contabilizar sus ahorros de soltero ascético, vacilante y temeroso (no en balde ha oído uno durante cuatro décadas que de la libertad al libertinaje sólo hay un paso), adelantándose a un probable despido por expediente de crisis, solicitó y obtuvo la jubilación anticipada. Fue una mañana invernal, y jamás sintió más caliente la sangre.

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No tenía nada que hacer, en una España determinada a reindustrializarse mediante la recolocación en el paraíso terrenal del mayor número posible de ciudadanos. Como tenía pasaporte, viajó con pasaporte, atravesando fronteras con la desenvoltura del que cruza con el semáforo en verde. De sus viajes regresó amando democráticamente la democracia, algo aburrido y patriota. Encontró la capital un poco más madrileña, escandalosamente caros los taxis y, para su inquietud, el anuncio de que se reanudaban las obras de la Almudena.

No es bueno que el hombre esté solo

A lo largo de una de sus livianas jornadas se le ocurrió (instintivamente, como fructifica siempre la semilla de la desdicha) que, siendo uno hombre, no es bueno que el hombre esté solo. Lo cierto es que lo estaba por culpa de su propia disponibilidad, incompatible con los horarios de los amigos. Volvió, más que por salvar el mundo, por matar el tiempo, a sus estudios socioeconómicos; pero en unas semanas le amargaron la vida, en parte porque en un país libre los estudios socioeconómicos no tienen otra utilidad que aplicarlos desde una poltrona para amargarle la vida al contribuyente, en parte por escrúpulos de conciencia, ya que ¿cómo puede estar uno seguro de que democracia y socioeconomía sean realidades congruentes?

A resultas de tan irrebatible conclusión, decidido a no perder ese gusto por la existencia que proporciona la libertad, abandonó los estudios y se aplicó incontinentemente al vagabundeo callejero. La soledad de su pensamiento (uno no puede estar siempre pensando boberías) le aislaba en la muchedumbre. Ahora bien, dado que todo paseante en corte ha de recalar cada tanto en parques públicos o bares donde restaurar las energías consumidas por la ociosidad, acabó por descubrir la inmensidad de gente tan disponible como él que contenía la ciudad. Y, como Saulo del caballo, se cayó del taburete. .

De su juventud le quedaba la sensación de que aún era joven, ese efecto retardado de la lozanía que retrasa cuanto puede la conciencia de que uno ha malgastado la juventud. En consecuencia, al poco de frecuentar bingos y ruletas, festivales y discotecas, bailes de viudas, bailes de separados, rastros y rastrillos, una avalancha de nuevas amistades le llevó al convencimiento de que había vivido sin vivir en sí, sin sospechar quién era.

Durante sus años oscuros (a la luz del presente lo veía), la ciudad se había llenado de un vecindario como importado desde algún ignoto barrio de la galaxia. Tenía la impresión de haberse pasado la vida sentado en una butaca de las últimas filas del Gran Teatro del Mundo, y, de improviso, se había alzado el telón (que, para él, había constituido hasta entonces la única verdad). Se le fue el primer acto en captar que la obra -esplendorosa- no tenía sentido alguno. Tuvo que tomarse algún descanso, hacerse perdonar tropiezos y equivocaciones, reciclar su cuerpo y su mente antes de que fuese aceptado como personaje de la comedia.

El más libre del Estado de las autonomías

Se había considerado, en su soledad, el hombre más libre del Estado de las autonomías, y al participar en el elenco encontró una cantidad inconmensurable de hombres y de mujeres más libres que él, una desaforada cantidad de exentos a jornada completa, una inmensidad pampera de argentinas llamadas Delia o Noemí, de tibetanos, de mediterráneos que habían peregrinado al Tibet, de pacenses a Marruecos. En una palabra, se zambulló en la vorágine de la especie y género humanos. Fue muy feliz entre sus nuevos semejantes.

Al menos no se cansaba de proclamarlo. Con los jóvenes de su sexo, las dificultades de entendimiento no fueron mayores, puesto que, por muchas vueltas que el planeta hubiera dado, en su rodar había arrastrado consigo vestigios y ancestros. En cambio, si bien encandilado durante una primera fase por la juventud del sexo contrario, le costó asimilar que aquella generación de mujeres se comportara con él como él se había comportado con las mujeres de la generación anterior. Pero, supeditando a las leyes sociales las de su naturaleza, se acomodó al tráfico carnal de uso y costumbre. Y una madrugada amaneció en una buhardilla desconocida plenamente integrado en la modernidad.

Es más, se trasladó a la buhardilla a cohabitar con la pareja de diseñadora y diseñador de modas sin prejuicios que la ocupaban. Cuando se hartó de trapos mantuvo un noviazgo forzoso, un adulterio obligado, soportó una pasión, se enamoró grupalmente, huyó de quien le convenía y persiguió a quien le rechazaba. Había retornado, eso sí, a su hogar, que ya se había transforma do en un hogar de puertas abiertas. Allí, donde exclusivamente había recibido a la clandestinidad, mantenía ahora conversaciones mortalmente espiritualistas con budistas tropezados en el pasillo, o sorprendía en la cocina, desayunándose una lechuga, a un ser imposible. Indiscutible mente, era muy feliz.

Y no permitía a nadie que le discutiese que aquella felicidad tenía por fundamento la democracia. En las horas más profundas de la noche se aficionó a salvar el sistema democrático, pues uno, que era ya totalitariamente democrático, por defenderlo es taba dispuesto a colaborar con el más férreo autoritarismo. Sin embargo, como el alpinista que necesita reponerse del límpido aire de las cumbres respirando la humedad de los sótanos, alguna tarde se vestía pana y bufanda, recuperaba su antiguo lenguaje y sus antiguos ademanes y buscaba a los viejos amigos para comprobar sí ellos también habían evolucionado. Los pocos que quedaban, muy poco. Afortunadamente para España (se atrevía a pensar, mareado, cuando el límpido aire de la libertad olía demasiado a ropa vaquera).

No obstante, una divorciada de terciopelo y perlas bastaba para recuperarle de aquellas recaídas en las tinieblas del pasado. Y de nuevo rechazaba la más mínima crítica. Se exasperaba si alguien dudaba de que el país no fuera un país dichoso, con taxis baratos, cultura gratis y catedrales en construcción. A fuerza de defender la libertad, cobró fama de adalid. Su democratismo inquebrantable se fue extendiendo de círculo en círculo, hasta llegar a las zonas oportunas.

Una noche, con la divorciada engarabitada, como un mandril hembra, a sus hombros, imponiendo sobre las conversaciones del salón su voz, zanjó la cuestión de moda mediante esta sentencia (cuyo proceso asociativo resulta obvio):

-Prefiero mil veces más ser otanista que ser onanista.

Al día siguiente se le convocó. Se resistió, alegando que sus estudios socioeconómicos resultaban insuficientes para tan abrumadora tarea. Insistieron. Exigió los medios pertinentes para llevar a cabo tarea tan abrumadora. Se los prometieron. Aceptó el sacrificio. Actualmente (sin tiempo para recordar que él nunca lo fue) enseña a los administrados a ser libres.

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