Los alfanuméricos
Hace poco tiempo, y en esta misma sección, Camilo José Cela replanteaba la candente cuestión del para qué o a santo de qué los ordenadores. Aunque no se refería específicamente a los llamados ordenadores personales -fuesen caseros o portátiles-, es indudable que por ahí iban por tiros. Los grandes ordenadores han venido funcionando desde hace ya bastante tiempo, y hemos estado usándolos o nos hemos servido de ellos como monsieur Jourdain usaba, y se servía de, la prosa: sin saberlo.El problema del para qué los ordenadores se ha planteado cuando sus versiones personales han empezado a hacer su aparición en las tiendas, en los anuncios de los diarios, las revistas, las radios y las cadenas de televisión; es decir, cuando se nos ha invitado a verlos no como una serie de misteriosos terminales en un hospital, un banco o una compañía aérea, sino como un aparato que podría agregarse a los muchos otros que manejamos dentro y fuera del hogar -tocadiscos, televisores, calculadoras de bolsillo, radios, etcétera- Un aparato además que, tras haberse puesto al alcance de bastantes bolsillos, parece estar dispuesto a ponerse al alcance demuchísimos más y, en última instancia, al de todos. Es cuestión de elegir el modelo, el tipo y, como se dice en la jerga ya consagrada, la configuración que mejor convenga a los deseos y los recursos de cada cual.
Sí, realmente, ¿para qué semejantes aparatos?
Cela escribe que "la era de los artilugios de proceso y tratamiento de datos me alcanza más viejo de lo necesario", pero se me hace a cuestas creer literalmente lo que dice. Si yo, que le llevo cuatro años a Cela, puedo, más o menos penosamente, programar en Basic, Fortran, Pascal y hasta en el más esotérico APL, ¿cómo no va a poder hacerlo, y mejor, el autor de La colmena y de Mazurca para dos muertos? Es cuestión de paciencia, y acaso de esa punta de vesania que tenemos todos los que nos dedicamos a un oficio intelectual.
Se viene dando en varios de los canales de la televisión americana un anuncio en el que aparece un joven lampiño al que los amantes padres ofrecen, para celebrar su cumpleaños, un ordenador personal con diversos aditamentos periféricos. "Demasiado tarde", comenta un invisible anunciante, aludiendo a la presunta avanzada edad del cumpleañero.
Salta inmediatamente a la pantalla la sala de clase de una escuela primaria; los niños están sentados ante sus pupitres, sobre los que descansan sendos "artilugios de proceso y tratamiento de datos". "Demasiado tarde", repite el incansable anunciante, al tiempo que tras un fundido se ve a una criatura andando a gatas por el suelo de un kindergarten. Al toparse con uno de los aparatos de marras, el anunciante insiste: "Demasiado tarde". Pero ¿cuándo va a ser el momento?, se pregunta uno, y la respuesta llega sin demora. Vemos ahora la sala de un hospital donde en largas hileras se van depositando los recién nacidos. Junto a cada cuna, un ordenadorcito. No, no es menester haber empezado tan temprano; se puede empezar cuando uno tenga ganas dehacerlo, por ejemplo, a mi edad. Pero la pregunta de Cela y de muchos que se preocupan por descifrar los signos de la modernidad persiste. Se puede, pero ¿es necesario?
Necesarias realmente son muy pocas cosas. En otro anuncio, éste aparecido en España, se habla de que la prima Olga podría utilizar un ordenador para almacenar hasta 5.000 páginas de las novelas rosas que escribe -y es sabido que las novelas rosas requieren muchas páginas-; que papá "está dispuesto a incorporarse a la era de la informática"; que la tía Anita disfrutaría con un monitor que hiciera juego con su pelo, etcétera. Todo eso es, por descontado, superfluo, salvo para las empresas que producen y distribuyen las mercancías anunciadas. Pero dentro de este océano de superfluidad, típico de la titulada sociedad de consumo, sobrenadan ciertas cosas que van siendo necesarias.
Se va haciendo necesario en la sociedad contemporánea operar con sistemas expertos que, lejos de sobrecargarnos con información, nos la clasifiquen y criben, y oportunamente con sistemas que puedan eximirnos de razonamientos puramente mecánicos. A este efecto, los ordenadores vienen al dedillo. No vamos a pedir que nos escriban las novelas, aunque las producidas por algún ordenador debidamente programado no serían muy inferiores a algunas que pueden haber sido escritas con péndola o cálamo, que de ambos modos puede decirse.
Dicho sea de paso, hacia el final de su interesante artículo Cela da plenamente en el clavo. Los ordenadores pueden manejarse como se maneja el automóvil o el teléfono: sin saber cómo funcionan. Por supuesto que saber cómo funcionan, o por lo menos cómo se programan, sería miel sobre hojuelas. Pero no es necesario llegar tan lejos. Lo mismo que en las sociedades modernas basta con que los ciudadanos no sean completamente analfabetos, basta asimismo con que no sean totalmente analfanuméricos. Es posible que en una comunidad de santos, los analfabetos sean benditos. Pero en nuestras imperfectas comunidades, los analfanuméricos no tienen por qué ser ni más ni menos benditos que los analfabetos.
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