España y el arma nuclear
EL PRESIDENTE Felipe González acaba de hacer, con motivo de un debate televisivo con un grupo de jóvenes, unas declaraciones sorprendentes sobre un aspecto fundamental de la política exterior de España: nuestra actitud con respecto a la proliferación de las armas nucleares. Ha afirmado que su Gobierno no va a firmar el Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares, porque dicho tratado es hipócrita y su firma sería una humillación. Hace falta dejar claro que, al hacer esas declaraciones, el jefe del Gobierno está modificando la actitud en esta cuestión del partido socialista, e incluso anteriores afirmaciones gubernamentales. En el programa electoral del PSOE de octubre de 1982 se decía textualmente: "Se estudiará favorablemente la oportunidad de que España ratifique el Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares". En el discurso de este otoño sobre el estado de la nación, Felipe González volvió sobre el tema con mayor vaguedad, diciendo que bastaba de momento con la firma de España en el tratado prohibiendo las pruebas de armas nucleares, pero dejando la puerta abierta a una ulterior adhesión de España al Tratado de No Proliferación. Ahora esta puerta se cierra. Es un cambio serio en la actitud de España. ¿Cuándo ha sido discutido y aprobado este cambio por el Gobierno? ¿Por qué se escoge un debate televisado para informar al país de un cambio tan cargado de consecuencias? El asunto, además, se despacha con dos adjetivos, hipócrita y humillante, sin ninguna explicación sobre el fondo del problema. De todas estas condiciones que preceden o rodean la declaración de Felipe González se recibe una sensación de que estos temas, de enorme alcance para nuestro lugar en el mundo, son tratados con cierta ligereza y superficialidad.Pero lo de menos es el lugar, la circunstancia. Lo grave es el fondo de la cuestión. El Tratado de No Proliferación, aprobado en la ONU en 1968, fue firmado en Londres en el mismo año. Partiendo de que en el mundo existe un número determinado de países dotados ya de armas nucleares, el objetivo del tratado es evitar que se amplíe a nuevos Estados la posesión de dichas armas. Es, obviamente, un tratado desigual; mejor dicho, no corrige una desigualdad existente en los hechos. Su razón de ser es impedir un mal mayor, a saber: que se multiplique el número de países dotados de armas nucleares. Considerar que es humillante firmar un tratado desigual es absurdo; muchos lo son, empezando por la Carta de las Naciones Unidas, que otorga a cinco potencias nada menos que un derecho de veto sobre todas las decisiones ejecutivas de la ONU, concretamente en el Consejo de Seguridad. Ante el Tratado de No Proliferación caben solamente dos opciones lógicas: hacer, como Francia o China, una política exterior que incluye la posesión de armas nucleares; entonces es lógico no firmar el tratado. La segunda opción lógica es contribuir, firmando el tratado, a una política de limitación al máximo de los países poseedores de armas nucleares; y a partir de ahí, presionar sobre los países poseedores de dichas armas en favor de una política de control, de disminución y, en último extremo, de prohibición radical de las armas nucleares. Es lo que ha hecho la inmensa mayoría de los países de la tierra; unos 120 Estados lo han firmado. Lo que carece de lógica es la actitud definida por Felipe González: decir que España no va a fabricar el arma nuclear, que desea ser un país sin armas nucleares, y a la vez rechazar la firma del tratado para no sufrir una "humillación". Convendría que Felipe González contemplase cuáles son los otros países europeos que le acompañan en esa actitud, que querría ser quizá de orgullosa altanería. En 1976 eran exclusivamente dos: Albania y Portugal. Hoy sólo queda Albania. No estamos ante una rasgo de independencia; no pasa de ser un gesto de tozudez provinciana. Tanto países no alineados, como Suecia, hacia cuya política exterior el jefe del Gobierno ha expresado aprecio, se dejan "humillar" con su firma en ese tratado. Todos los países de la OTAN lo han firmado; todos los del Pacto de Varsovia; todos los de Europa, con las dos excepciones de España y Albania. Basta recordar lo que era España en 1968 en el orden político para comprender dónde está la raíz de esa negativa a firmar el Tratado de No Proliferación. Lo que es mucho más dificil de comprender es por qué el PSOE, después de haber anunciado en octubre de 1982 que adoptaría una actitud nueva en esa materia, vuelve ahora a lo que fue la posición española en una etapa que más convendría olvidar.
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