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La nueva crisis urbana

La teoría y la práctica del urbanismo, en los últimos años, han estado dominadas por las reacciones e interpretaciones ligadas a la traumatizante experiencia de la urbanización capitalista. El crecimiento metropolitano acelerado, en donde la industria devoraba a la naturaleza, en donde la concentración forzosa de la fuerza del trabajo no era acompañada de construcción de viviendas y de provisión de servicios públicos, y en donde la especulación inmobiliaria era sistemáticamente más importante que la calidad de vida, generó una respuesta a la crisis urbana en términos de reivindicación del consumo colectivo y de la protección de un mínimo umbral de la reivindicación del consumo colectivo y de la protección de un mínimo umbral de superviviencia ecológica. Hoy muchos de estos planteamientos son obsoletos. No tanto porque haya menos necesidades de vivienda o porque la naturaleza esté mejor preservada, sino porque las causas y las formas de los más acuciantes problemas urbanos son otras.El ritmo de crecimiento económico se ha reducido considerablemente, así como el proceso de concentración metropolitana; la necesaria austeridad económica hace más difícil la respuesta cuantitativa a las necesidades sociales; la crisis del empleo fomenta cada vez más la economía informal y la ciudad sumergida, sobre todo, entre la juventud; los nuevos modelos culturales de organización familiar conllevan un desfase entre la demanda y la oferta en el uso del espacio construido; las nuevas tecnologías de comunicación estimulan el individualismo y la falta de interacción personal en una sociedad con tendencia creciente a la disolución del tejido social y de las formas de solidaridad y convivencia; y la crisis de la legitimidad política conduce a una separación cada vez más profunda entre la protesta espontánea, los grupos de intereses y las formas de representación democrática, paralizando progresivamente los órganos de la Administración pública. Tales son los perfiles de la nueva crisis urbana que empieza a manifestarse en Europa occidental y Norteamérica.

En primer lugar, la crisis económica estructural ha conducido a una situación en la que el paro, el bajo nivel de vida y el desarrollo de formas salvajes de supervivencia en torno a la economía sumergida pasan a ser los problemas más acuciantes y, en gran parte, determinantes del ritmo de la vida cotidiana en las grandes ciudades, incidiendo, entre otros aspectos, en el aumento de la inseguridad ciudadana.

Más aún: no se trata de una simple fase que será superada en unos años, sino de otro modelo de organización económico-social, de una nueva forma de capitalismo. En ese modelo se asiste a una aceleración del desarrollo desigual a escala mundial, con la manifestación de los desequilibrios generados por dicho proceso dentro de un mismo país, e incluso de una misma ciudad, consagrando así un proceso de profunda dualidad intrametropolitana. Zonas de la misma área metropolitana crecen y prosperan considerablemente, mientras que otras se convierten en campamento de parados o sobreviven en las formas extrainstitucionales de la ciudad sumergida. El problema no es ya tanto el del control social del crecimiento, sino el desfase estructural entre el proceso de crecimiento y de exclusión de una proporción cada vez mayor de la población de dicho proceso.

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En segundo lugar, la crisis del Estado del bienestar y la reducción generalizada del sector público no militar disminuyen los recursos fiscales institucionales requeridos para intervenir en respuesta a las demandas sociales de consumo colectivo. Y ello en un momento en que se trata de gestionar el patrimonio de desastres urbanísticos legado por el período de crecimiento rápido y sin control.

En tercer lugar, nuestras sociedades están atravesando por un período de profundo cambio cultural y demográfico ' que se expresa en una población con más viejos y menos niños' con una proporción creciente de personas viviendo solas y con una disminución rápida del número de personas por hogar. Y, sin embargo, el patrimonio inmobiliario heredado en tan sólo hace 20 años ha sido construido sobre la base de una familia nuclear estable, con dos o tres niños, que representan una proporción crecientemente menor de los hogares. La ciudad vivida y la ciudad construida son, cada vez más, producto de constelaciones culturales distintas.

En cuarto lugar, las nuevas tecnologías de la comunicación, sobre todo, con el desarrollo del vídeo y del uso personal de la informática y la telecomunicación, refuerzan el mundo individualizado del hogar y conectan la soledad personal a un mundo cada vez más amplio de imágenes y señales, en una situación en que el tejido de relaciones sociales se empobrece cada vez más. De ahí resulta una tendencia a la comunicación global unidireccional y al decrecimiento rapidísimo de la comunicación interpersonal. Si a ello añadimos la posibilidad del trabajo a distancia, así como las compras y el acceso a servicios

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Manuel Castells es catedrático de Sociología de la universidad Autónoma de Madrid.

La nueva crisis urbana

Viene de la página 7por medio de comunicación electrónica, no es absurdo pensar en ciudades desiertas atravesadas por autopistas electrónicas de las mil formas de comunicación a distancia, como una de las posibles expresiones extremas de una revolución tecnológica mal asimilada. Incluso, la disolución de la ciudad en una difusión indiferenciada del hábitat conectado electrónicamente es una alternativa que entra hoy en el mundo de lo posible.

En quinto lugar, la internacionalización creciente de la economía y la nueva división del trabajo a escala mundial hacen cada vez más difícil el control local o regional de los procesos fundamentales en la base de la actividad, y por tanto de la vida, de una localidad determinada. De ahí que se tienda a una disociación entre la cultura de una ciudad (definida por sus raíces históricas) y su proyección dinámica en el futuro (definida por su papel, escasamente controlado, en la división internacional del trabajo). El resultado es una pérdida del significado social de cada ciudad o región, y un proceso creciente de esquizofrenia colectiva de la cultura cotidiana, desgarrada entre lo local y lo mundial, vividos simultáneamente.

En fin, la incapacidad del sistema político para expresar los valores e intereses de los nuevos movimientos sociales desemboca, simultáneamente, en una descomposición de dichos movimientos y en una deslegitimación cada vez mayor de las instituciones democráticas, socavadas por los obstáculos burocráticos a la participación popular, así como por el escepticismo creciente de los ciudadanos con respecto a las distintas opciones políticas.

La nueva crisis urbana es la crisis de una ciudad de parados y trabajadores sumergidos, de unos barrios periféricos en ruinas y desasistidos, de jóvenes sin horizontes y viejos sin solidaridad, de comunicación electrónica y soledad personal, de significado cultural extraviado en los laberintos multinacionales, y de escepticismo democrático transformado en desesperación política. Se trata tan sólo de una tendencia, pero de una tendencia que encontramos cada día más en nuestras calles y plazas.

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