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Pablo Neruda, a lo lejos, con Albertina Rosa al fondo

Cuando el año pasado Francisco Fernández Ordóñez, presidente del Banco Exterior de España, me llamó para mostrarme los originales de la correspondencia amorosa entre Pablo Neruda y Albertina Rosa Azúcar, el gran primer amor del joven poeta chileno, que luego publicaría el banco bajo el título Neruda joven, yo escribí, pensando en las páginas de mi futura Arboleda perdida, estos recuerdos, entre otros, de la noche en que Pablo me presentó, durante una fiesta en su casa Los Guindos, de Santiago, a aquella que había sido su tan cantado amor, entonces ya casada con otro gran poeta, íntimo amigo de Neruda.

Cuando Pablo Neruda me regaló aquel grande y enmarañado perro ovejero irlandés, que encontró, herida una pata, una noche de bruma madrileña, y al que pusimos el nombre de Niebla, ya conocía yo algunas historias de su vida, pues éramos muy amigos, desde antes de conocernos. Luego, a poco de llegado a Barcelona como cónsul de Chile, fue trasladado a Madrid, instalándose en la llamada casa de las flores, que le ayudamos a encontrar, en el barrio de Argüelles.Recorro ahora los desfiles manuscritos de estas viejísimas cartas a Albertina y pienso en el Neruda solitario de los bosques australes, de las piedras, las lluvias, los vientos y volcanes de su maravilloso país, al que sólo pude visitar brevemente en su compañía. Por allí anduvimos juntos para hablar a los campesinos araucanaos, desposeídos de sus tierras. Por allí comprobé la grave dignidad de un silencioso pueblo castigado, la sublime tristeza de las madres, envolviendo a los pequeños hijos en sus ponchos oscuros y morados, en el descenso húmedo de la tarde. Mi hermano Juan Panadero se lo dejó dicho a Pablo en unas coplas conmovidas: "Chile, tú tienes las flores, / las cumbres altas y el mar / y un corazón de temblores. / La braveza, la dulzura, / y en islas verdes y azules, / rota la fina cintura. / No olvide Juan Panadero, / allá por la Araucanía, / al indio dulce y severo./ Triste sol abandonado... / ¡Oh tierras del Bío-Bío! / (Juan Panadero ha llorado.)".

Por aquellos días de mi visita a Chile (1946), invitado por él para dar recitales y conferencias, Neruda ya era el poeta más popular y amado en su país, casi sin distinción de clases. Vivía entonces en una amplia casa de las afueras de Santiago, con un bello jardín, entre descuidado y salvaje. Tenía Pablo dos perros: uno más pequeño y misterioso, al que llamaba Kutaca, y otro grande, alobado, que bautizó con el nombre de Calbuco, el mismo del volcán del sur, de donde lo trajo. Pablo amaba hasta el infinito los animales, la extensa fauna y flora de su patria, registradas minuciosamente en sus poemas, engarzados de innumerables pájaros, peces e insectos. Aunque fuera un poeta de todo lo que sentía y veía, no fue el asfalto lo que más le atrajera. Deseaba tener -o construir- una casa en cada sitio que visitaba, que despertaba su entusiasmo. En broma, lo llamábamos, a veces, la capra arquitectónica. Pero la casa más importante y bella que dejó, a la que siempre volvía después de todas sus obligadas o gustosas peregrinaciones, fue la de Isla Negra, construida, como él decía, verso a verso, es decir, sólo con lo que había ganado con su obra poética. Yo viví en ella algunos días, en una época en la que aún no había adquirido la dimensión que tiene hoy. Lo que más recuerdo de ella ahora, a la distancia, son las inmensas explosiones de espumas del océano Pacífico contra las rocas que la circundan.

Pero en el año de mi visita, la casa de Neruda en Santiago era aquella de las afueras, llamada Los Guindos. Allí, durante mi estancia, me dedicó Pablo varias fiestas, compuestas siempre de la gente más heterogénea: desde luego, poetas, políticos, escritores, pintores, pero también de muchos que se colaban, que el poeta no había visto jamás. No olvido que en esta primera fiesta, él y yo abrimos de pronto la puerta de la cocina y vimos a unos extraños tipos que, acompañados de grandes vasos de vino, estaban friéndose algo así como una docena de huevos en una enorme sartén. Pablo, entre misterioso y divertido, me dijo al retirarnos sigilosamente: "Ellos sabrán lo que están preparando. No los conozco. Vámonos. Creo que es la primera vez que vienen por aquí".

Y tomándome del brazo me llevó, sacándome de entre los otros invitados, a una habitación más apartada, en la que entramos, afianzándonos bien por dentro. Allí, después de servirme un buen vaso de vino y prepararse él un largo whisky, me dijo: "Te voy a leer algo que creo muy importante y que todavía casi nadie conoce".

Y con su lenta voz balanceada y dormida, me leyó entero Alturas de Macchu Picchu, aquel ancho poema esencial americano, que se trajo a la tierra cuando descendió de aquella inmensa y misteriosa ciudad de los incas, alzada en piedra entre las nubes. Cuando terminamos la larga y secreta lectura, volvimos a la fiesta. Los invitados y desconocidos habían aumentado visiblemente. Allí conocí, entre otros, a poetas y escritores como Rubén Azúcar, Juvencio Valle, Nicanor Parra, Tomás Lago, mezclados con directores de teatro, como Pablo de la Barra, pintores, como Nemesio Antúnez, periodistas, todos revueltos entre las lindas y endiabladas muchachas chilenas, admiradoras de Pablo. Los famosos y alegres vinos del país llenaban sin parar las copas, aumentando el rumor de la cadencia pálida y deshuesada de la lengua chilena, tan adhesiva y amorosa. De pronto, en medio de tantos apretados amigos, surgió una pareja que Pablo se apresuró a presentarme. "Mira: ésta es Albertina, y éste, Ángel Cruchaga, su marido, muy amigo mío y gran poeta".

Poco después, en el jardín, me reveló Pablo quién era Albertina. Se la veía aún una mujer rara y atrayente. Me había sonreído con cierta complacencia al retenerme la mano, como suponiendo quizá que yo estaba enterado de su historia. Tendría entonces unos 45 años. Podría ahora recordarla en este instante y al cabo de tantísimo tiempo con el primer verso de la Canción desesperada de los Veinte poemas: "Puedo escribir los versos más tristes esta noche...".

A mí no me fue posible volver más por Chile, pues hice entonces aquel viaje gracias a un permiso especial de la policía argentina, ya que me pasé casi 20 años sin pasaporte español. Fue la primera y última vez que vi a Pablo en su bellísima y desgarrada tierra. Al poco tiempo de aquel encuentro, Pablo, que era senador, fue desaforado y lanzado a un difícil y peligroso destierro en su propia patria, hasta que pudo atravesar la cordillera andina, ganando el territorio argentino. Gran alegría fue para el mundo el momento en que el poeta chileno perseguido apareció en París ante el Congreso Mundial de la Paz.

Conozco bien fragmentos de la vida de Pablo, que hemos vivido juntos en Argentina, en Italia, en Polonia, la URSS, Checoslovaquia... y a veces hasta en la más estrecha intimidad, como en aquella casa parisiense sobre el Sena -Quai de l'Horloge, 45-, desde cuyos balcones veíamos deslizarse, interminables y hogareñas, las peniches por las aguas turbias del gran río de Francia.

Ahora hojeo estas cartas de Pablo para Albertina Rosa, de difícil lectura, de atropellada letra manuscrita. Y me enternezco. Aquí está todo el temblor, las luces y las sombras, las ilusiones y desánimos de un poeta ya grande, de un muchacho de 20 años, profundo e ingenuo, que espera las cartas de su novia con desesperación y que sueña con una hija de ella, a la que llamaría Manzana, y que sería "alta y paliducha como esas manzanas largas y amarillas que guardan en las casas en el invierno forradas de papel de seda". ¡Ay, Pablo! ¡Qué años alegres y terribles, llenos de soles esperanzados, de inflexibles condenas y de sangre! Pero tú, aunque moriste fusilado de angustia, te apagaste junto al amor -Matilde-que reinó siempre en los momentos más hermosos y trágicos de tu vida, sin dormir, al borde de tu almohada, velándote en la noche última de tu residencia en la tierra, hasta enterrarte muy lejos de tu mar, el inmenso océano de espumas de tu Isla Negra.

En un día, no recuerdo cuál, del año 1960, me llamaron en Buenos Aires, de la editorial Losada para algo glorioso que acontecía: la celebración del primer millón de ejemplares vendidos de Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Para la edición de aquel momento, Pablo Neruda escribió, entre otras palabras: "Por un milagro que no comprendo, este libro atormentado ha mostrado el camino de la felicidad de muchos seres. ¿Qué otro destino espera el poeta para su obra?".

Todas las Albertinas del mundo te podrán, Pablo, recordar, susurrándote siempre en el desvelo de la noche: "Me gustas cuando callas porque estás como ausente / y me oyes desde lejos, y mí voz no te toca...".

Copyright Rafael Alberti.

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