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La marca de los 13

La reciente repulsión -creo que es como se debe llamar- a Julio Caro Baroja para ocupar un sillón en la Real Academia Española es un incidente que hasta ahora sólo ha suscitado comentarios privados que no han trascendido a los medios de comunicación. Tan sólo el propio interesado se ha permitido calificarlo de desaire y ha respondido con su decisión -que conociéndole cabe reputar como inapelable- de no prestarse más a ser designado como candidato a ocupar una plaza de número de esa academia.Se trata tal vez de un incidente sin importancia que apenas altera la vida cultural española, de la que tanto se habla en estos días. O si se quiere, se trata de un acontecimiento de la máxima importancia para aquellos que todavía consideran que esa vida cultural, además de latir en un conjunto de cuerpos vivos y con nombre propio, ha de vestirse con una serie de libreas, uniformes y modelos para alcanzar la influencia pública y el grado de representación que muchos quieren para ella. Considero que entre estos últimos deben incluirse todos los académicos que si han aceptado serlo no es solamente para beneficiarse de ese honor, sino, más aún, en la inteligencia de que los atributos académicos deben recaer en los más capaces para soportarlos. Y dado que los académicos son, por reglamento, quienes designan a esos más capaces, tienen la obligación -un deber aparejado a los derechos y honores de que gozan- de saber quiénes son. Se trata de una obligación ineludible de cuyo incumplimiento sólo el académico puede responder.

El caso de Julio Caro Baroja no es sólo significativo, sino espectacular. Nadie a estas alturas se preguntará si tiene méritos para ocupar un sillón de la Real Academia Española; lo que está en la sorprendidamente de todo español un poco atento a estos asuntos es lo que pasa en la arrabaleramente de aquel académico que no le ha votado.

Más ingenuo y más joven, más crédulo o más ambicioso o más tentado por el título, tuve que esperar a una segunda y semejante recusación para adoptar la misma postura que Julio Caro Baroja ha decidido tras un primer y definitivo rechazo. Pero lo que en mi caso alguien pudo en su día interpretar como un berrinche -que, de acuerdo con alguna opinión, el tiempo se cuidará de mitigar y cuyas consecuencias pueden ser corregidas por unas pocas iniciativas basadas en el halago- no es de aplicación al caso de Julio Caro Baroja, que tiene en su haber una obra que le permite mirar por encima, o cuando menos de igual a igual, a todos los académicos de todas las academias españolas. La diferencia entre ambos casos -el de Julio Caro Baroja y el mío- es tan amplia como para incluir en su banda la (nada sutil y sólo hipócritamente disimulada por la libertad del voto) frontera que separa el derecho y el deber de un académico a elegir a un compatriota para ocupar un sillón de la Real Academia Española. El inalienable derecho que todo académico tiene a no votarme a mí -derecho que nunca se me ocurrirá poner en entredicho- linda exactamente con el deber que tiene a votar a Julio Caro Baroja. Todo lo que en un caso es discutible, en el otro no lo es; todo lo que en un caso entra dentro del terreno del gusto propio y las preferencias personales, incurre en el otro en el terreno de la incompetencia, la ignorancia o cosas peores por intencionadas; todas las razones a que un académico pudiera recurrir para no votarme tendría que esgrimirlas para votar a Julio Caro Baroja. Y por encima de todas las razones está la personalidad y la obra de Julio Caro Baroja; aquel académico que no sabe reconocerlas no tiene -sin más- talla para medir la cultura española actual. A sí mismo se ha negado el derecho a seguir siendo académico.

Es un caso en el que no vale refugiarse detrás del voto al otro candidato. Aun cuando el contrincante de Julio Caro Baroja hubiera tenido tantos merecimientos como él -y, para mayor vergüenza, ha sido cotejado con un hombre sin ninguna clase de prestigio-, habría sido menester romper ese discutible equilibrio (y resulta difícil buscar -y mucho más entre los académicos- un hombre más apto que él para ocupar un sillón de la Real Academia Española) tan sólo para por una vez dar entrada a lo indiscutible. Pero una vez cometido el desaire -la pifia, diría yo-, no cabe mayor hipocresía que justificar un voto incalificable a causa de la palabra dada, el compromiso adquirido, el deber de amistad o la división en sectores de los sillones. Por el contrario, para una conducta culturalmente honrada basta una instancia superior -como es la candidatura de Julio Caro Baroja frente a cualquier otra- para romper una palabra, un compromiso o una distribución previa de las sillas. La lección es eterna y, por tanto, inasimilable: para que la ruindad sea verdaderamente ruin ha de disfrazarse de gesto noble, desinteresado y caballeroso.

Se ha consumado el desaire, y la Academia no contará entre sus números a Julio Caro Baroja. Eso pierde la Academia, que, en tanto siga desvalorizándose, poco puede ofrecer a una persona como él. El círculo se convierte en espiral hacia dentro, y así que vayan quedando fuera los Julio Caro Baroja de hoy, menos interés tendrán en ingresar en ella los Julio Caro Baroja de mañana, de forma que puede quedar reducida a un club de gañanes, arteros y coquetas si los 13 -al decir de la Prensa- que no le han votado consiguen dar entrada a sus semejantes y, poco a poco, acorralar a los 11 que le han votado.

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Una de las máximas instituciones culturales del país sobrevive gracias a su nombre y su pasado, ya que no a su presente. Si lo ocurrido con Julio Caro Baroja no ha gozado de comentario público, se debe sin duda a que en ciertos medios no se debe comentar lo que pasa en la Academia, no sea que se ofenda. Pues con independencia de esos 13 irresponsables, la Academia será siempre la Academia, cosa poco menos que eterna y dispensadora de grandes favores. Y en virtud de su eternidad se le puede perdonar su viciada conducta de todos los días.

La Real Academia Española, por voluntad de esos 13, ha menospreciado, agraviado y humillado a lo mejor de la cultura española. La Real Academia Española es muy dueña de obrar así, escudada tras su reglamento, pero a cambio todo español, aliviado del respeto hacia una institución ridiculizada por sus propios componentes, es muy dueño también de significar el menosprecio que le merece. Y los primeros que podrían tomar la revancha a tan descomunal desacato son aquellos que, teniendo la potestad de hacerlo o dejarlo de hacer, delegan en la Real Academia Española ciertas designaciones que afectan a esa cultura española que tanto parece importarles. Si la Real Academia Española no sabe elegir sus miembros, ¿cómo va a saber elegir a los representantes más notorios de la cultura española?

Hay 13 académicos que, engañosamente protegidos por el gusto propio y las preferencias personales, se han metido en el terreno del oprobio; 13 académicos que para buen número de años -acaso lo que les queda de vida- han convertido la Real Academia Española en un lugar que cualquier persona con un mínimo de integridad intelectual no se avendrá a pisar; 13 académicos que para buen número de años han dejado su impronta en esa casa; 13 irresponsables, por no decir cosas más graves; 13 individuos que hacen muy difícil, a cualquier hombre con un mínimo deseo de ver su obra reconocida por una institución cultural seria y libre de toda sospecha, acomodarse junto a ellos en una silla bajo el techo de la Real Academia Española; 13 sujetos que -puesto que su título es vitalicio- no tendrán tiempo en lo que les queda de vida para lavar la mancha que han echado sobre la cultura española.

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