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Baudrillard, una fiosofía de supermercado

Un diagnóstico de nuestro tiempo: tal parece ser el sentido de la obra de Baudrillard. El filósofo francés se ha ido enfrentando sucesivamente con todos los temas y todas las obsesiones de nuestra época con el intento evidente de dar un dictamen de ella. Aparentemente, nadie estaba mejor dotado para esta tarea que este hombre-espon-ja que todo lo absorbe y todo lo orquesta.El resultado es, sin embargo, decepcionante, pues lo que nos ofrece es, una vez más, lo de casi siempre: una fórmula idealista y vacía. Baudrillard nos revela, sin equívoco, a lo largo de sus obras y numerosas entrevistas, la función real del cometido que asume: la de ser un Platón de supermarket, donde la vitirna ha sustituido a la caverna, los signos a las sombras y en vez de esclavos contempladores de fantasmas se nos describe la existencia de unas masas sometidas a la fascinación de una información distorsionada.

El diagnóstico de Baudrillard da por supuesto que lo que circula entre nosotros ni es el deseo ni la necesidad, sino el intercambio simbólico, un toma y daca, más o menos táctico, que además se degrada entrópicamente. Ni pasión ni sangre. Baudrillard draculiza previamente el mundo en que vivimos, y así resulta y queda convertido en una superficie de fascinaciones sin trascendencia; juego presidido por el azar de la semiótica.

El mismo Baudrillard es uno de esos gadgets que él nos describe, un producto altamente tecnificado, pero que no se puede utilizar sino para una tarea muy específica, un refinamiento delirante para una "función tan precisa que no puede ser sino un pretexto". En definitiva, un producto obsesional.

No es extraño que así sea. Después del fracaso del ensayo general de mayo de 1968, los posibles gatos escaldados prefieren la delicia del signo, que ni muerde ni protesta. Una filosofía que legitima la ausencia y la no militancia, máquina platonizante, aséptica, palabrizadora. No es extraño que los baudrillardistas adoren el supermercado, donde la mercancía olvida su origen y su función y se entrega a la fascinación del signo, y adoren también bares como el Roxy Bar -en el Bronx o en Singapur, ¡qué más da!-, donde somos únicamente sombras en una pantalla del vídeo. Pero la perífrasis de esta filosofía no va ahogar el grito que se empeña en seguir surgiendo desde las capas más profundas y ultrasemánticas. El deseo y la protesta contra la estupidez del azar que acosa al hombre siguen vivos. Y seguirán.

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