Correr
EL BOCHORNOSO espectáculo brindado, en la carrera popular celebrada el pasado fin de semana en el barrio madrileño de Canillejas, por un significativo número de participantes y por algunos sectores del público que contemplaba la prueba, obliga a reconsiderar las pregonadas virtudes del deporte como escuela de virtudes ciudadanas y como saludable ámbito para evacuar los impulsos competitivos.Buena parte de las responsabilidades de los incidentes corresponde a los organizadores de la prueba, que no adoptaron las medidas necesarias para evitar una falsa salida y que fueron incapaces, cuando la estampida antirreglamentaria de corredores se había ya producido, de detener a los despistados madrugadores antes de que hubieran fatigado 4 de los 12 kilómetros que les separaban de la meta. La insuficiencia de barreras protectoras y la superabundancia de vehículos de motor -incluidos camiones pesados- que escoltaban a los corredores y ponían en peligro su integridad física se inscriben, también, en las aparatosas deficiencias organizativas de Canillejas. Pero, desgraciadamente, los incidentes del domingo no pueden endosarse exclusivamente a los desastrosos preparativos de la prueba. La exhibición de gamberrismo e incivilidad de que hicieron gala algunos deportistas del asfalto y una parte de sus seguidores invita a la reflexión.
El británico MacLeod, subcampeón olímpico de los 10.000 metros, fue agredido, derribado y casi arrojado bajo las ruedas de un camión cuando marchaba en cabeza y sólo le faltaban dos kilómetros para la meta. Al portugués Fernando Mamede, plusmarquista mundial en esa misma distancia, se le impidió materialmente cruzar la línea de llegada. Los improperios dirigidos por una parte de los deportistas locales y de los espectadores contra esos campeones extranjeros combinaron las consignas populistas y los prejuicios chovinistas. La policía y el servicio de orden brillaron por su ausencia en los incidentes.
El boicoteo de Canillejas tal vez sirva, al menos, para replantear los supuestos sobre los que descansa este tipo de pruebas. El auge de las carreras populares, nacidas originalmente con un espíritu muy distinto al que ofrecen hoy, fue rápidamente aprovechado por los publicitarios, que vieron en su desarrollo una magnífica oportunidad para utilizarlas como soporte de campañas patrocinadas por firmas comerciales. Es hasta cierto punto lógico que los buenos atletas profesionales, empleando la expresión en su sentido mas amplio, acudan al reclamo de los sustanciosos premios que la comercialización de las pruebas implica. Pero resulta menos comprensible que las medianías del atletismo, movidas por el mismo aliciente material pero incapaces de competir en terreno abierto con los campeones, lleven su codicia hasta el extremo de pisotear, si es preciso, a los rivales que se les interponen en su carrera hacia la obtención del premio.
El comportamiento de esos corredores, a mitad de camino entre la simple afición y la remunerada profesión, salpica a los modestos protagonistas de esas carreras populares, que intervienen en las pruebas con la única finalidad de mantenerse en forma, dar salida a sus energías sobrantes o mejorar su condición física. Esos aficionados no tuvieron culpa alguna en los vergonzosos incidentes de Canillejas. Poco pudo importarles, incluso, que la carrera fuese anulada, ya que su propósito no era ganar premios, sino simplemente divertirse, hacer deporte y competir con sus amigos. Los grandes premios y la participación de los grandes atletas les trae al pairo a los deportistas verdaderamente aficionados; sin embargo, sirven inconscientemente de pretexto para que las firmas comerciales se hagan publicidad y para que los profesionales, grandes o mediocres, puedan llevarse automóviles, vídeos, equipos de música, jamones o dinero.
Una carrera popular no debería tener más recompensa que la participación, desde el primero hasta el último clasificado, ni más premio que el lugar alcanzado por cada cual gracias a su esfuerzo. Una medalla humilde que así lo acredite, basta.
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