¿Restauración o contrarreforma?
PARA FORMULAR un juicio definitivo sobre la entrevista concedida al semanario italiano Jesús por el cardenal Joseph Ratzinger, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, será necesario aguardar a la publicación del texto íntegro de ese documento, titulado Informe sobre la fe. Pero el amplio resumen anticipado por la revista, debidamente revisado y autorizado por el propio Ratzinger, es suficiente para intentar una valoración provisional de las afirmaciones de la máxima autoridad doctrinal de la Iglesia Católica después del Papa. El cardenal, que preside el organismo encargado de velar por la ortodoxia, no alcanza a descubrir las razones por las que fue convocado, en los albores de los años sesenta, el Concilio Vaticano II. Su negativo balance de sus resultados finales parece augurar, por lo demás, una restauración con aromas de contrarreforma.A una pregunta del entrevistador -"¿Piensa que aquel concibo, del que se va a celebrar el año próximo el vigésimo aniversario de su conclusión, fue una prueba o un premio para la Iglesia?"-, el cardenal Ratzinger responde con otra otra interrogación -"¿Era aquél el momento justo para convocar un concilio?"- y con la conclusión de que "Dios así lo quiso". Sin embargo, el actual prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, tras recordar que los esquemas diseñados por la curia romana para preparar el concibo "fueron arrinconados", se pregunta si el balance "decididamente negativo" de los resultados del concilio, si la "degeneración" producida, si los efectos "cruelmente opuestos a las esperanzas de todos" no deben atribuirse, al menos en parte, "a fuerzas puestas en juego involuntariamente por el concilio". Y añade: "Mi impresión es que los desastres producidos en estos 20 años en la Iglesia se deben más que al concilio verdadero, a las fuerzas agresivas, polémicas, centrífugas e irresponsables latentes en su interior".
Esa puntualización -"más que al concilio"- implica, en cualquier -caso, que el Vaticano II como tal también ha sido culpable de la crisis de la fe que agita a la Iglesia. Descalificado de un plumazo el concilio y sentado el principio de que su convocatoria no pretendía "despojar a los buenos de las cosas buenas", se desprende como conclusión lógica la urgente necesidad de una "restauración" en el seno de la Iglesia. Pero, en realidad, el proceso de restauración ya está en marcha para Ratzinger, quien lo define como la "búsqueda de un nuevo equilibrio tras una apertura indisciminada al mundo, después de interpretaciones demasiado positivas de un mundo agnóstico y ateo".
La entrevista pone de relieve el pesimismo existencial que colorea la visión de Ratzinger acerca del mundo contemporáneo y de la Iglesia postconciliar. Las palabras clave del Vaticano II -como diálogo, esperanza, pueblo de Dios, colegialidad, comunidad- no aparecen ni una sola vez en el texto. Abundan, en cambio, términos como "acción satánica", "regímenes de terror" de las religiones no cristianas, "degeneración", "sectas", "crisis", "restauración". Reaparece, en suma, aquel pesimismo cristiano que el concilio intentó combatir con el famoso documento Gaudium et spes. El prefecto del ex Santo Oficio entra, incluso, a defender la existencia personal del demonio para justificar ciertos horrores del mundo contemporáneo, sobre todo el marxismo. También afirma que la teología de la liberación va en contra de los más pobres. El lenguaje del cardenal denota, a la vez, la crispación contra todo lo moderno y el miedo a no poder controlar, desde arriba, la revolución producida por el concilio, sobre todo tras el diálogo abierto entre la Iglesia y la sociedad.
El ataque a las conferencias episcopales, a las que acusa de no tener "base teológica", puede ser interpretado igualmente como una manifestación del temor a los episcopados de Brasil, de Perú, de Estados Unidos, de Canadá y de algunos países del continente africano. Pero es también un ataque indirecto a la colegialidad, a la democratización iniciada en la Iglesia por el concilio.
Resulta difícil admitir la hipótesis de que el prefecto de la congregación para la Doctrina de la Fe hubiera podido atreverse a expresar esas ideas sin conocimiento previo de Juan Pablo II, responsable último de la congregación. Sólo cabe especular, así, con la posibilidad de que la cúspide de la Iglesia de Roma, el dúo Wojtyla-Ratzinger, esté preparando la convocatoria de un nuevo concilio ecuménico, el Vaticano III, en clave restauradora, que rectifique los errores pasados. Esa es la pregunta que ya empiezan a hacerse no pocos teólogos y obispos del Tercer Mundo, para quienes la convocatoria de un concilio que tuviera como finalidad anular los frutos del Vaticano II podría acabar en un auténtico cisma.
El rumbo hacia el que se oriente Roma en el futuro no es una cuestión que interese sólo a los católicos sino a todos quienes, desde el agnostiscismo o desde otras creencias, apreciaron las contribuciones a la tolerancia, al diálogo, a la paz y a las libertades del Vaticano II. Que Ratzinger crea en la existencia personal del demonio es un asunto suyo; pero produce cierto escalofrío, sobre todo cuando se recuerdan algunas negras y sangrientas páginas de la historia eclesial, que el prefecto del antiguo Santo Oficio atribuya al angel caído un activo papel causal en los males del mundo contemporáneo y prepare así leña verde para las hogueras del fanatismo.
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