Ritos modernos
Decaídos los fastos religiosos, los rituales cívicos y las paradas militares, las grandes ciudades han engendrado en su anchuroso seno nutricio nuevos ceremoniales con los que aunar a sus hijos en la fiesta comunitaria. Ritos paganos del folklore anglosajón, maratones absurdos en los que probos ciudadanos, generalmente poco inclinados a la extravagancia, alcanzan la discutible gloria olímpica al llegar en el puesto 548 a la meta, reventado el bofe, quebrantado el músculo y exhausto el castigado pulmón.¿En nombre de qué deidades se someten a estas pruebas terribles los agnósticos habitantes de la urbe? ¿Qué crudelísimos ídolos son estos que exigen la inmolación periódica de sus mejores hijos, sin darles a cambio más que una pegatina de la efémeride, una gorrita publicitaria y una esponja desechable para enjugar el riego de sus frentes?
Más gregarios que solidarios, a pie, en patín, o en bicicleta, haga frío o calor, llamados por el clarín de los medios de comunicación, bendecidos por los paternales munícipes, acompañados en tiempos de verbena electoral por políticos de elite durante unos escasos metros, los anónimos atletas perciben en su interior la llamada del instinto colectivo, el grito de una especie eminentemente social, el impulso atávico de la horda.
No podía faltar Madrid a la convocatoria de estos festejos anuales; es más, en algunas especialidades nuestra ciudad ha resultado pionera y hoy puede enorgullecerse de haber entronizado en el calendario de otoño su fiesta de la bicicleta, acontecimiento deportivo cultural para toda la familia ciclopedísta, que aprovecha ese día para mostrar el sano optimismo y el carácter lúdico que contra viento y marea sabe mantener en estos tiempos de crisis.
Tiene la rara virtud esta afición a la bicicleta de reunir en un mismo ramillete a barbados ecologistas portadores de una simbólica mascarilla antigas con ejemplares paterfamilias curtidos en las manifestaciones anti-LODE y septuagenarios vigorosos que, tras haber recorrido sobre dos ruedas más de 700 kilómetros desde su aldeanatal, esperan beatíficamente, apoyados sobre el manillar de su máquina, el advenimiento del reportero de los servicios informativos de TVE, que con olfato infalible les hará ascender los peldaños de una fama efimera.
La fiesta de la bicicleta en Madrid respira cierto aire parroquial, quizá por el padrinazgo de la COPE, y cuenta en el capítulo de inconvenientes con una climatología generalmente adversa. Sin embargo, ni la lluvia más inclemente ha logrado apagar -el fervor de estos deportistas domingueros, que suelen finalizar su recorrido iniciático cubiertos de eslóganes publicitarios y logotipos comerciales, felices de haber contribuido al éxito de la fiesta.
Pero el apostolado de la bicicleta no ha calado hondo entre la generalidad de los madrileños, hasta ahora más sensatos que otros pueblos de Europa y por tanto remisos a sumergirse en la marea circulatoria con su frágil esquife accionado a pedales. La orografia madrileña tampoco permite muchas excursiones de placer. Como otras legendarias capitales del mundo, nuestra ciudad se cimenta sobre colinas y desmontes a los que se asciende por empinadas cuestas y angostas callejuelas. La bicicleta, inviable como medio de transporte urbano, ha quedado reducida en el marco de esta ciudad a símbolo de las utopías naturistas de los años sesenta, cuando una generación de ingenuos pregonaba que debajo del asfalto y de los adoquines dormían playas; ahora sabemos que el subsuelo de las ciudades es un no menos simbólico vertedero donde se apilan en estratos bien definidos fósiles milenarios, utensilios domésticos, gloriosas armaduras y ruedas de bicicleta deformadas.
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