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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Puertas cerradas en la Universidad

EL COMIENZO del curso universitario ha presenciado nuevamente el conflicto entre los deseos de un número considerable de estudiantes, interesados por emprender una carrera determinada, y la imposibilidad material de algunos centros para dar cabida a los solicitantes.La ley de Reforma Universitaria atribuye al Gobierno la potestad de fijar los procedimientos de selección para el ingreso en la enseñanza superior y establece que "el acceso a los centros universitarios y a sus diversos ciclos de enseñanza estará condicionado por la capacidad de aquéllos, que será determinada por las distintas universidades, con arreglo a módulos objetivos". La oferta de determinadas especialidades resulta insuficiente para satisfacer la demanda escolar de algunos distritos universitarios. Las Facultades de Medicina fueron las primeras en limitar la matrícula de alumnos, en función del número de camas hospitalarias docentes por estudiante. Pero el crecimiento del número de los aspirantes a seguir estudios superiores ha terminado por ejercer una presión axfisiante también sobre algunas escuelas universitarias y facultades.

No es ilógico que las escuelas universitarias -que imparten enseñanzas de primer ciclo y a las que se puede acceder con el título del COU y sin examen previo de selectividad- estén autorizadas para establecer criterios específicos de admisión. Pero es del todo anormal que la superación de las pruebas de acceso a la universidad (de las que salen airosos aproximadamente el 70 por ciento de los candidatos) no otorgue al que las pasa el derecho a matricularse en cualquier facultad o escuela técnica.

Los desajustes entre la oferta y la demanda educativas carecen de soluciones mágicas y no se prestan a diagnósticos simplistas. Dejando a un ladolos problemas específicos planteados por las escuelas universitarias, los aspirantes defraudados se concentran para protestar a las puertas de algunas facultades de los grandes distritos. Resulta indiscutible que el ordenamiento jurídico y el sistema educativo reconocen a los españoles el derecho, al estudio. La gangrena del paro juvenil, por oiro lado, hace preferible el embalsamiento de las nuevas promociones en centros de enseñanza superior, en la esperanza de que esas inversiones en capital humano ayuden a sus beneficiarios a conquistar un futuro que no se presenta demasiado amable. Como siempre que los recursos son escasos, el derecho al estudio, sin embargo, no concede un derecho complementario a exigir de la sociedad o del Estado el milagro de los panes y de los peces. Los centros que se hallan saturados terminarían por colapsarse, en detrimento de todos, si no cerraran sus puertas a algunos.

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Una mejor información podría reducir las frustraciones producidas como consecuencia del número insuficiente de plazas disponibles. Un estudiante que quiera iniciar sus estudios en un distrito distinto de aquel en que realizó el COU no debe perder un curso completo por ignorar, en el momento de realizar su preinscripción, que tenía también que solicitar, dentro de un plazo limitado e improrrogable, los correspondientes traslados de expediente. También hay que erradicar los márgenes de arbitrariedad, de injusticia o de capricho que sascitan agravios comparativos entre los rechazados. La falta de consideración con los aspirantes decepcionadios y la prepotencia de las autoridades académicas tifien a veces con colores de desprecio unas medidas tal vez inevitables, pero en cualquier caso lamentables.

Nuestro sistema de enseñanza sulperior arrastra la raiseria de sus orígenes. Los fondos públicos dedican unas 160.000 pesetas anuales a cada una de las plazas de los 750.000 estudiantes universitarios españoles, asignación presupuestaria que nos sitúa muy lejos de los gastos de la enseñanza superior en las naciones desarrolladas. La lucha contra el déficit presupuestario hará muy difícil que las cosas puedan mejorar de manera espectacular durante los próximos años. Sólo un aumento ci e las tasas, medida impopular y susceptible de una amplia explotación demagógica (recuérdese lo que ocurrió con el proyecto de LAU de González Seara), y los conciertos de las universidades con entidades privadas, que la ley de Reforma Universitaria autoriza, podrían permitir una mejora sustancial de los medios financieros.

Pero los problemas de nuestra enseñanza superior no se reducen a la insuficiencia de plazas. Más grave es que las escasas dotaciones de nuestras universidades, dedicadas en su abrumadora mayoría al pago del profesorado, repercutan en la baja calidad de la enseñanza, cuya elevación no sólo requiere un número razonable de alumnos por aula sino también una mejor formación del profesorado y una adecuada infraestructura de servicios. Todas las universidades del mundo dignas de ese nombre tienen sistemas de admisión que se superponen a la selectividad continua que lleva a cabo la enseñanza preuniversitaria, desde el preescolar hasta el bachillerato. Pero, por un lado, los procedimientos de selectividad en esos países son bastante más racionales y objetivos que los aplicados en España, y por otro, el no acceso a la Universidad no significa para nadie el verse arrojado en un gueto social. Cambiar los criterios, de admisión por una selectividad gradual; flexibilizar los planes de estudio, que permitan a los estudiantes organizarse su propia formación; crear nuevas titulaciones y especialidades que amplíen el espectro de las disciplinas universitarias, y mejorar la atención a la formación profesional y a los estudios superiores de primer ciclo son cosas que podrían ayudar a dar una salida a la enorme presión de la demanda educativa.

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