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Por una izquierda 'posprogre'

El vocablo perplejidad fue sin duda el más reiterado en las recientes jornadas de debate celebradas en Gerona sobre el futuro de la izquierda. Pero en éste y en otros conciliábulos de progres perplejos, que últimamente están proliferando, da a veces la sensación de que hay más angustia por la ausencia de un firme fundamento ético y más deseo de hallar una roca dura sobre la que descansar la vida, que una actitud de curiosidad y reflexión ante las novedades de una sociedad en tránsito. O, dicho con otras palabras, más nostalgia de la conciencia verdadera que parecían proporcionar categorías interpretativas hoy algo obsoletas, que interés por conocer y comprender los fenómenos de disgregación y de cambio que precisamente han restado vigencia a los recursos intelectuales con los que en otros momentos se dio forma a una identidad.Como es bien sabido, una de las características del pensamiento moderno ha sido el deseo de sustituir la legitimación religiosa de los proyectos políticos por una legitimación argumentada por la ciencia. El impulso modernizador ha tendido, pues, desde sus orígenes, hacia un pensamiento laico, opuesto a la idea de revelación de la verdad por fe en lo sobrenatural. Pero, en buena medida, sus síntomas de agotamiento proceden precisamente de la reducción de aquel impulso crítico en discursos globalizadores (y por ello comúnmente simplificadores) en los que, con revestimiento cientificista, ha venido a reproducirse en cierto modo el anhelo religioso de certeza y de absoluta verdad. El cientificismo de los ilustrados dio prioridad al concepto de naturaleza, con creaciones intelectuales como estado de naturaleza, derechos naturales, armonía universal de la sociedad (análoga a la que para el mundo físico teorizaba Newton, mucho antes de la relatividad). Mientras que el cientificismo hegeliano-marxista puso el énfasis en las leyes de la historia y en las etapas necesarias de la dialéctica de la humanidad. Un estímulo actualizado de aquel espíritu crítico ¿no tendría que configurarse precisamente como una profundización de la laicización de la política iniciada con la modernidad? Liberándose, obviamente, de toda teología (incluida la de la liberación), pero prescindiendo también de otro tipo de ficciones y de síntesis coartada, naturalistas o historicistas, de cariz trascendental. Y haciéndolo por haber comprendido que una buena parte de las ficciones legitimadoras que han sido teorizadas y vehiculadas en la época moderna se han apoyado, desde el aprensivo Hobbes, en un sentimiento de miedo y en un deseo miedoso de seguridad, a los que se ha unido a menudo una angustiada ansia de certidumbre y de final feliz.

Hasta hace no muchos años, ser de izquierda implicaba gozar de la convicción, hoy acechada desde varios frentes, de poseer una conciencia de la verdad. Con alguna frecuencia, esa conciencia avaló entre otras reducciones y renuncias, una excesiva confusión moral y estrategia, ya que (como había dicho Trotski) la moral revolucionaria no tenía más que "deducir las reglas de conducta de las leyes del desarrollo de la humanidad".

No hay ni que decir que la caída de aquellas certidumbres y de la tensión combativa a ellas vinculada ha abierto en los últimos años espacios de imprevista amplitud a la difusión de mentalidades conformistas. Así, ante el desconcierto sobre los rumbos colectivos, han podido propagarse un individualismo egoísta y un corporativismo ciego; la actitud escéptica ha cristalizado a menudo en una simple acomodación a las circunstancias; la valoración de la cotidianeidad, que sin duda puede resultar creativa, ha llevado con frecuencia a atrincherarse en una concepción de la vida privada como esfera contradictoria y alternativa a la vida pública (incluido el cultivo de las delicias de la familia tradicional); el imprescindible antidogmatismo también ha dado pie a que cundiera la superficialidad, la apariencia y el cultivo de la mera vanidad.

De ahí lo infecundo de llevar la crítica de la tradición progresista hasta las últimas consecuencias (que suele querer decir hasta el absurdo). Un saludable relativismo moral no tiene por qué conducir necesariamente a una actitud cínica o nihilista, y la pérdida de la fe cientifista no ha de implicar una resignación fatalista, el silencio o la pasividad. Para evitar caer en ello, algunos nuevos filósofos se han mostrado predispuestos a engancharse a cualquier nueva quimera en boga, con lo que han conseguido huir de Guatemala para ir a parar a Guatepeor. Pero, desde otra perspectiva, ha cabido también una nueva lectura de algunos valores tradicionales de la izquierda que hoy pueden recobrar,

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exentos de los mitos de antaño, una nueva actualidad. Los derechos del hombre no son ninguna tontería porque no se deduzcan necesariamente de la naturaleza de las cosas ni se deriven de una correcta conciencia de una hipotética dignidad innata del sujeto; pueden ser un programa civilizador voluntariamente adoptado, indeterminado, apoyado únicamente en un esfuerzo permanente y en la memoria ética de la humanidad. El consenso social como fin suele expresar una enfermiza añoranza por un perdido estado de pureza que habría que reencontrar en una nueva síntesis armónica, pero es también un recomendable medio para convenir en disposiciones colectivas a partir de los intereses contradictorios de la sociedad. Cabe que la democracia no lleve ni mucho menos a la felicidad, pero sea sobre todo reconocimiento del diálogo como un valor en sí mismo, de crítica y comunicación.

Precisamente porque no hay una lucha final, tampoco se llega nunca a un estado de reposo: la libertad aparece, por tanto, como una conquista sin fin. Tal vez, en definitiva, ser de izquierdas no venga a ser sino una constante tentativa por encarnar en una política de asuntos concretos, con todas las incertidumbres y riesgos que sean del caso, valores como convivencia, colaboración, solidaridad.

La perplejidad ante el tambaleo de añejos fundamentos puede desembocar pues, no en nuevos trascendentalismos, sino en una mayor laicidad. Aunque así los valores no queden totalmente articulados en un sistema coherente y pueda utilizarse solamente, como dice Xavier Rubert de Ventós (y como de hecho ya decía Bernard-Henri Lévy hace siete u ocho años, antes de reconvertirse al judaísmo), una moral provisional.

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