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La sórdida sencillez

Cualquiera que pueda ver algo más allá de su propia nariz, tampoco demasiado, podrá darse cuenta de que el mundo cambia y cambia y no para de cambiar. Como toda otra conclusión generalizadora, también ésta es un tanto trivial y, por ver de darle algo de peso, procuraré matizarla. Hace aún muy pocos años parecía que el mundo había adquirido ya y con toda certeza sus últimas señales distintivas, esa característica a la que los estreñidos, los latinoamericanos y los jesuitas en mayor o menor grado de sublevación prefieren llamar señas de identidad. Como es lógico, aludo a ese mundo significativo para los ciudadanos occidentales preocupados por la guerra de Vietnam, el índice de colesterol y la quiebra de los valores morales: un mundo anclado, sobre todas las cosas, en la ambigüedad y la duda, en el que las películas de James Bond se acercaban cada vez más y a pasos agigantados a la comedia bufa, y en el que estábamos razonablemente seguros de que el único sentimiento aceptable era el de la inseguridad. Pero, de repente -y en un instante como aquel en el que se convirtieron cinco o seis años dentro del lento curso de la historia-, el mundo parece como querer recuperar y poner de nuevo en uso unos modos y unas formas que se suponían ya definitivamente anclados en el prolijo desván de las añoranzas. Las ideologías se depuran de cuanta contaminación ambigua hubieran podido ir acumulando, y las materias de disputa recaen de nuevo sobre tópicos que parecen extraídos de un guión demasiado ingenuo incluso para atraer el interés de John Wayne. Todo resulta, de golpe, claro y sencillo, como si la claridad y la sencillez pudieran generarse, o incluso recuperarse, a través de un acto voluntario. El matiz, la precisión y la profundidad de criterio se consideran no tan sólo anticuados, sino, de hecho, peligrosos, y parece llegado el walhalla del hombrecito gris preocupado y contento por su condición de mansueto ciudadano promedio.La más espectacular consagración de la sórdida sencillez que se nos ha echado encima es la del, por ahora definitivo, triunfo de la paranoia. Nuevamente sabemos quién es el enemigo, o al menos así se ocupan de airearlo y decírnoslo a todo aquel que quiera y aun no quiera escucharlo. Y el enemigo es -de nuevo- el otro. Hacía ya mucho tiempo que esto no era así, e incluso nosotros, los españoles, con todo el retraso histórico en la puesta a punto de los anteriormente nuevos y ambiguos valores por culpa del pretérito paréntesis inmediato -ese gran vivero de sencilleces-, habíamos aprendido ya lo difícil que resulta el definitivo señalamiento de amistades y enemistades. El otro vuelve a adquirir ahora no tan sólo condición, sino también forma y rostro conocidos. El Ejército de Estados Unidos, supongo que bajo libreto firmado por su presidente, se entrena en el desierto de Mojave disparando rayos láser a soldados y tanques disfrazados de soldados y tanques soviéticos. El otro es, una vez más, Rusia.

Parecía que tal situación era, cuando menos, difícilmente recuperable, y hasta los malos del cine habían mudado su nacionalidad y su ideario sucesivamente y a tenor de los vaivenes de la guerra fría, hasta llegar a un statu quo universalmente aceptado: el enemigo no era nadie. A lo sumo se trataba de un enloquecido millonario que amenazaba a la humanidad in toto, lo cual, según es sabido, se parece muchísimo a la amenaza que no apunta a ningún lado. El enemigo era una hipótesis imposible de concretar en términos de geografía política, salvo indicación -por otra parte, dudosa- de algún que otro confuso grupo terrorista.

Pero aunque el enemigo sea, una vez más, el otro, los nuevos déspotas no desprecian el riesgo de ciertas ambigüedades todavía permanentes como símbolo de la situación inmediatamente anterior. El enemigo institucional puede exorcizarse mediante disparos de mentirijillas contra un soldado travestido, pero el honesto ejemplo de las manzanas podridas capaces de arruinar el más sano cesto de fruta no parece haber perdido nada de su vigencia. La ecuación de la sencillez admite así una derivada segunda en la que el enemigo es ahora el propio ciudadano empeñado en esquivar la paranoia. Son los pacifistas, los ecologistas, los homosexuales y, en general, los diferentes según un criterio que maneja, también por supuesto, el que define a unos y otros. Los presupuestos de las agencias de inteligencia (eufemismo ciertamente sangriento) tienen que multiplicarse indefinidamente para poder aspirar al control, siquiera teórico, de tantos nuevos candidatos a la condición de otro.

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Puede que, finalmente y a la vuelta de cinco o seis años más, podamos descubrir que esa vieja y nueva ecuación de la paranoia simplista tampoco nos ha servido de gran cosa. Buscar el enemigo es una tarea antigua en los menesteres de déspotas y súbditos y que no tiene más riesgo que el de lograr encontrarlo. Uno de los tebeos de más éxito en los medios relativamente cultos y levemente liberales de Estados Unidos se basaba en el consabido animal antropomorfizado, una especie de zorro o zarigüeya, de nombre Pogo, con sospechosa tendencia a pensar por su cuenta. Pogo no sabía que pudiera convertirse algún día en la alternativa a Ronald Reagan, pero sus palabras pueden tomarse hoy como una lúdica forma de profecía: "Hemos encontrado al enemigo", decía Pogo, "y resulta que el enemigo somos nosotros mismos".

Copyright Camilo José Cela, 1984.

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